Hallazgos y extravíos. Gerardo Figueroa
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HALLAZGOS Y EXTRAVÍOS
Hallazgos y extravíos
Primera edición electrónica: diciembre de 2020
© Gerardo Figueroa
© Paracaídas Soluciones Editoriales S.A.C., 2020
para su sello Ediciones Catavento
APV. Las Margaritas Mz. C, Lt. 17,
San Martín de Porres, Lima
Composición: Juan Pablo Mejía
Fotografía de portada: Pixabey.com
Retrato del autor: Nadia Cruz Porras
ISBN ePub: 978-612-48303-3-4
Se prohibe la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio sin el correspondiente permiso por escrito de la editorial.
Producido en Perú.
Tiene en sus manos mis primeros 610 kilobytes de unos y ceros y, como era de esperarse, el desafío de convertirlos en un libro.
Hasta que sus ojos no pasen sobre sus símbolos y los descifre, hasta que no disfrute o deteste sus historias, esto no será más que eso: 610 kilobytes de unos y ceros.
Darle otro nombre es algo que no me corresponde.
Se convertirá en un libro cuando usted cumpla con su parte del rito y transite entre sus líneas hasta hacerlo suyo; guardándolo en la cartera, llevándolo en el bolsillo del saco o fondeándolo en la mochila junto a la tablet; cuando, marcado con su nombre o iniciales, lo lea en el colectivo, durante el viaje en tren o entre dos clases en la universidad o el instituto; cuando reclame que se lo devuelvan, cuando con él entre las manos lo venza el sueño o cuando satisfecho le permita compartir la repisa en la que guarda otras lecturas.
Ahí lo dejo con la tremenda y —espero— divertida tarea de convertir mi trabajo en su libro.
Disfrútelo.
Asuntos de familia
Esta como muchas otras historias se remonta a esa parte del pasado que algunos llaman antigüedad y sobrevive en el más absoluto secreto gracias al celo que la rama materna de nuestra familia ha impuesto a lo insospechado de nuestra actividad. Un riguroso y sistemático registro de las prácticas familiares guarda puntilloso detalle de su alcance, persistencia y variedad desde el mismísimo primero de sus días.
Los hechos tienen su origen en la Universidad de Salamanca, la más antigua del mundo hispano y la tercera de Europa, al poco tiempo que dejara su condición de Escuela Catedralicia y su santidad Alejandro IV le concediera reconocimiento mediante bula papal.
Respecto a la identidad del miembro de la familia que da comienzo a lo nuestro, ya entonces todos se referían a él como el tío Alfredo, encargado de la Cátedra de Gramática, escrita con mayúsculas como mandaba la costumbre de la época, que se dictaba los martes y viernes por las mañanas y era reconocida como una de las mejores de Europa gracias a la amplitud de los conocimientos del tío y a la generosa y bien humorada manera con que los compartía.
Registros en poder de la familia acreditan que entre los pocos privilegiados que asistían a la cátedra en mención —la educación universitaria de calidad era entonces, como lo es hoy, prerrogativa de pocos— se encontraban herederos de nobles familias de la Meseta Norte, Galicia, Asturias y Portugal. Sin más detalles de interés sobre el particular que origina este relato, procedo a contarlo.
Usaba esa mañana el susodicho tío una historia popular para ilustrar cómo las declinaciones en griego, lengua docta y preferida en las aulas universitarias de la época, producen un cambio gramatical a diferencia de las derivaciones que los producen semánticos, cuando a mitad de una frase se topó con la inesperada ausencia de una palabra. Sabía perfectamente lo que quería decir, tenía absoluta claridad del significado del vocablo a insertar cuando, con sorpresa y enfado, descubrió que la referida palabra no existía.
No había término alguno en la joven lengua, entonces castellano medieval, para expresar lo que pese a su certeza el tío Alfredo no pudo pronunciar. Un rictus de malestar se apoderó de su rostro. Un temblor in crescendo ganó por completo sus manos y un insoportable silencio enmudeció al tío y, de paso, a la sala.
Cabe agregar —no son precisos más detalles— que, tras lo ocurrido, el tío abandonó la cátedra sin dar explicación alguna y por muy largo tiempo nadie supo nada de él. Corrían los últimos días de marzo de 1237 cuando dejó la universidad, y su esposa, sus hijos y él desaparecieron de Salamanca.
Encerrado entre las cuatro paredes de la biblioteca de un acogedor palacio a orillas de un tranquilo canal de Brujas, el tío Alfredo dedicó sus días y sus noches al estudio de la formación de las palabras, asunto sobre el que a la fecha no había escrita ni una sola línea. Obsesionado con encontrar, entender y acortar el proceso mediante el cual unidades fonéticas alcanzaban significado y sentido en la lengua, consultó copias y manuscritos, y se sometió a la más estricta práctica de composición de la que se tenga registro. Griego, latín, flamenco, galo y otras lenguas romances fueron materia de su investigación.
Mucho antes que lingüistas y filólogos, el tío Alfredo transitó la teoría que conjetura que es del latín vulgar de donde proceden las lenguas romances y buscó en él vestigios que le ayudasen a resolver el misterio de la formación de las palabras. En sus desvelos hizo apuntes sobre lenición y palatalización, creyendo que en ellos podría hallar el patrón mediante el cual, a partir del sonido, se unen letras y se forman sílabas hasta convertirse en morfemas.
Ojeroso y demacrado, sentó las bases del hoy llamado «estructuralismo», concluyendo que las palabras no son más que el fruto de nuevas situaciones culturales, que terminan siendo su causa y origen. Fue así que se lanzó al ambicioso proyecto de desarrollar un método que le permitiese, a la brevedad, introducir en el idioma un gran número de palabras que, a su juicio, urgían y él echaba de menos.
Su esposa, empleados e hijos fueron, sin saberlo, sus conejillos de Indias. Con ellos probaba sus avances y eran ellos quienes hacían evidentes sus retrocesos. Para el resto de la humanidad, qué hizo, adónde fue y con quiénes estuvo durante esos años fue un absoluto misterio.
Dos primaveras después de desaparecer de Salamanca, entró en contacto con sus hermanos mediante breves y cariñosas notas con las que retomaba el vínculo temporalmente interrumpido. Las misivas los convocaban a reunirse en la joven comarca de Flandes, convertida ya en una próspera y acogedora región de la llamada Baja Edad Media.
Minuciosos apuntes de ese encuentro, convertidos en el primer registro del riguroso trabajo que desde entonces fue asumido como un compromiso familiar, señalan que fue abril de 1239 cuando los cuatro hermanos, sus hijos y esposas volvieron a reunirse.
Durante los primeros días en Brujas nadie habló de su prolongada desaparición. Todos sabían que él elegiría el día, momento y lugar para tocar el tema de considerarlo necesario, y hasta que no fuese así, había muchas otras cosas de las cuales conversar: los hijos, las rentas y los cambios que como tormentas soplaban por Europa.
Finalmente, una noche el tío Alfredo sugirió hacer la sobremesa en su biblioteca, hecho que sus hermanos tomaron como una señal. Él dispuso el sitio de cada uno en los sillones y las sillas. Él sirvió las aguas calientes y las ardientes para evitar las distracciones por el ir y venir del personal a su servicio. Una vez todos atendidos, caminó lentamente a tomar posesión de su lugar y, sin preámbulo alguno, mientras se acomodaba en el sillón tras su mesa de trabajo, levantó la cabeza, los miró y pronunció una sola palabra.
Una simple, corta y única palabra. Sin más tiempo que el necesario para escrutar sus ojos, volvió a pronunciarla. Esta