Hallazgos y extravíos. Gerardo Figueroa

Hallazgos y extravíos - Gerardo Figueroa


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siguió el curso que siguen las conversaciones mientras no hay palabra que amerite explicación.

      Con esto, el tío Alfredo comprobó la correcta elección de las sílabas y lo apropiado del orden en que las había puesto. Ninguno de los presentes, ni joven ni viejo, objetó ni cuestionó su significado. Ninguno reparó en su novedad ni en su anterior inexistencia en el idioma. Desde esa noche, inspirados e instruidos por el tío en los secretos de su arte, los miembros de nuestra familia por la rama materna nos dedicamos a la creación de palabras.

      Nos pasman y aburren los protocolos de la Real Academia de la Lengua. Nos deprimen las investigaciones y encuestas de los diccionaristas y nos aterra el tiempo que toma determinar «cuál es el vocablo que habitualmente utiliza para referirse a la herramienta con la que recoge el líquido caliente del plato para llevarlo a la boca», para luego de años de encuestas aquí y allá terminar sentenciando ‘cuchara’ e incluir las tres sílabas juntas en el diccionario. En resumen, para nosotros, el idioma no funciona así.

      Por ello, miembros de la familia venidos de diversos rincones del mundo nos reunimos una vez al año a proponer y elegir qué nueva palabra vamos a introducir al idioma castellano. Como nos lo recuerda el tío Fermín, nuestra familia tiene un rol activo y discreto en el progreso de la lengua, y trabaja en el desarrollo y creación de palabras que introducimos mediante un proceso rigurosamente respetado.

      Se nos deben —lo digo con humildad— palabras que en su momento eran urgentes para los hablantes del joven castellano: ‘crucifijo’, ‘magdalena’, ‘fariseo’ y ‘calvario’. Son memorables, en el seno de nuestros encuentros familiares, sustentaciones como la realizada por la tía María de las Mercedes para la aceptación de ‘hidalgo’ o la de los primos Javier, Ernesto y Matilda para ‘alharaca’, hermosa palabra con dejos moros, primera creación en grupo que, como de todas las demás, la familia guarda documentado registro.

      Somos responsables —y no nos avergüenza— de vocablos como ‘genocidio’, ‘tirano’ y ‘dictador’, palabras que, como quedó demostrado por su inmediata aceptación e incorporación al lenguaje, el idioma requería a gritos y no podía esperar los años, cuando no siglos, que le toma al imaginario popular elegir vocales y consonantes, formar sílabas, juntarlas y darles sentido a unidades fonéticas. ¡No! Lo nuestro es, pese al tiempo que invertimos, intervención inmediata. No podemos esperar lo que le toma a una palabra surgir, madurar y saltar al lenguaje. Menos aguardar a que esta aparezca espontáneamente en Buenos Aires, Madrid o las afueras de Cuenca.

      Ya en tiempos modernos, nos reunimos en primavera en casa del primo Antonio, quien, para los efectos, armó un lindo rancho en una pequeña isla del Pavón antes de su encuentro con el Paraná. Ahí presentamos, sustentamos, discutimos y aprobamos cuál de las palabras propuestas será elegida para incorporar al idioma, hecho que obviamente hacemos desde el más riguroso anonimato.

      Mate, asado, bochas y té con medialunas durante el día dan paso a reuniones a las que ingresamos rigurosamente todas las noches a las nueve sin saber a qué hora habremos de salir.

      Es allí donde cada uno o cada grupo de los que suelen formarse presenta su propuesta. Desde hace cientos de años, en reuniones como estas, miembros de la familia crearon palabras como ‘carnívora’ y ‘flácida’, para al año siguiente introducir ‘esdrújula’. Somos responsables de ‘caricia’, ‘espuma’ y ‘tiritar’, que años más tarde los señores de la Academia incorporaron a sus textos en pomposas ceremonias, felicitándose por el esfuerzo y trabajo necesarios para descubrirlas, registrarlas y agregarlas oficialmente al diccionario.

      Solo tras una detallada sustentación del término, que requiere de por los menos tres cuartos de los votos del total de los mayores para ser aprobada, quien la propone explica su estrategia de introducción. Una diferente para cada palabra. Se elegirá un país, un grupo humano, una fecha y momento para soltarla.

      Es importante saber que, pronunciada por primera vez, la palabra en mención no ha de requerir de explicaciones. Su éxito consiste en su aceptación inmediata por el grupo y en su incorporación espontánea al lenguaje. Son ellos los que, orgullosos de poseerlas, las usarán cuantas veces les sea posible, esparciéndolas como los pétalos del diente de león o panadero, que se desprenden y vuelan cuando soplamos suavemente sobre ellos.

      De aquel memorable y prolífico encuentro en Brujas, nuestra lengua conserva, utiliza y goza de ‘cuento’.

      Último minuto

      El beeper que lleva pegado a la cintura, escondido entre el pantalón y la piel, vibra. Nadie más que él percibe su llamado. Optó por enmudecer su timbre y resumir sus alertas a un zumbido cuando descubrió que, tras recibir los mensajes, otros periodistas lo seguían. Odia que metan las narices en sus cosas. Vuelve a vibrar.

      Es domingo al mediodía y, por lo general, los domingos a esa hora —piensa— no suele pasar nada por lo que valga la pena dejar de hacer nada, que es justamente lo que él está haciendo. Ni los milicos ni los terrucos batallan los domingos. Ya han hecho tantas cagadas —sigue pensando— que se toman ese día para el descanso. Hijos de puta, sentencia.

      Toma el tenedor, voltea con cuidado el trozo de cuadril que ha puesto sobre la parrilla dos o tres copas atrás, y gira para ver a Matías correr tras la pelota en el jardín. Dispersos bajo los árboles, los amigos se esmeran en desaparecer chorizos, alitas de pollo marinadas en salsa de soya y limón y algunas botellas de tinto. El beeper vuelve vibrar.

      Esperando turno para ocupar su lugar sobre la superficie de cuarzo, las letras del mensaje comienzan a desfilar una tras otra a medida que él aprieta con desgano un botón. matanperiodistaalestedelima.

      Recompone el mensaje partido por la pequeñez de la pantalla en la que no entra una palabra completa y, mientras las letras se juntan y cobran sentido en algún lugar de su cabeza, confirma que hay días en los que su tranquilidad no resiste la contundencia de los quince caracteres del dichoso aparato.

      —¡Mierda! —exclama.

      Luego de opinar en dos conversaciones que se le cruzan camino a la piscina, llega al borde y se deja caer. Sus manos cortan en silencio la tranquila superficie y su cuerpo desaparece convertido en un mosaico de colores y formas imprecisas que se descompone y recompone a medida que avanza debajo del agua. Cuando sale, Marisa lo espera sentada en el borde con una cariñosa y discreta sonrisa. En el otro extremo del jardín, sobre una cajetilla de cigarros, el beeper prende y apaga una luz que nadie más parece ver y le recuerda su presencia.

      Parado al lado de la parrilla, separa un generoso trozo de carne que deja sobre su plato. La cigarra vuelve a vibrar. Camina hasta un sofá arrastrando los pies y los datos hasta entonces recibidos. Se deja caer junto a Marisa mientras se pregunta quién puede ser el muerto. En la lista de desaparecidos que recuerda, esa de los que todavía no son formalmente muertos, no hay periodistas, y con rabia y con pena reconoce que los periodistas muertos para entonces ya tienen lista propia.

      Se lleva a la boca un trozo de carne con algo de ensalada. Mastica lentamente. Cierra los ojos y el sabor de la sangre con el vinagre, los tomates y el ajo lo llevan de vuelta a un lugar de su infancia del que quisiera no tener que regresar. La poca información recibida hasta entonces lo molesta como una piedra en el zapato. Aprieta nuevamente el botón que libera el mensaje: caecorresponsal extranjero. Un corresponsal de prensa extranjera muerto es alguien conocido y, más aún, es, sin duda, un amigo.

      Pasa con dificultad el bocado, como con dificultad ha tenido que pasar por un país que despertó una mañana con perros muertos amarrados a los postes. Un país de niños con el vientre hinchado a reventar que lloran al lado de padres, hermanos y desconocidos recién asesinados. Un país de mujeres que sollozan en un idioma que no entiende. Y lágrimas y sangre y ganas de llorar. Un triste país de víctimas y victimarios, de verdugos, de exterminadores, de generales y de soldados rasos, de conscriptos, de hombres, de mujeres y de niños que gritan su verdad, la única que conocen, la única que vale, en lenguas que, sin comprenderse entre ellas, no pueden conversar.

      Un país de muchachos que van a la guerra sin saber por qué tienen que matar. Un país que llora en silencio los clavos


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