Hallazgos y extravíos. Gerardo Figueroa
por su mente los pocos corresponsales de prensa extranjera que quedan en Lima en esos días. Conoce sus comisiones y reconstruye sus historias con la esperanza de no encontrar nada que los haga encajar en el final descrito por el receptor que vuelve a vibrar.
Arruga la servilleta que lleva sobre las faldas, no se molesta en disimular la llegada del mensaje y aprieta con ansiedad el botón que pone a desfilar nuevamente las letras. Dos bocados antes él ya había decidido ir por la noticia.
Una vez más la pequeña pantalla que sostiene entre los dedos descarga su mensaje. Un extraño silencio lo envuelve todo y ha enmudecido las voces, las risas y hasta los reclamos de Martín, que lo jala de la camisa para ir a jugar. Se levanta y camina hasta un rincón en el que las letras terminan de llegar: afuerascruzdelaya. Cierra el puño, da media vuelta y corre.
De los pies de la cama toma el jean que se pone sobre las piernas aún mojadas, el celular y las llaves del auto de la mesa de noche; y a punto de salir de la casa, levanta al vuelo la casaca que había tirado sobre el sillón de la sala por la mañana al llegar. A trancos cruza el jardín y alcanza a Marisa recogiendo a Martín en el camino. Como muchos otros días, se despide de ambos con un beso y un «ya regreso» por toda explicación.
Cruz de Laya está al fondo de una quebrada que cambia de nombre según el antojo de los que viven al borde de su río. Mientras prende el motor del jeep, traza mentalmente el trayecto que debe seguir, calculando que si toma el desvío a la entrada de Nieve Nieve puede ahorrase hasta media hora y ser el primero en llegar.
Sale de la casa dejando atrás a los perros que corren ladrando a las llantas. Repasa el orden en el que debe dar las instrucciones ni bien tenga señal en la radio. Trata de imaginar el lugar al que se dirige y una vez más el oficio lo empuja a ponerle cara al cadáver, a darle identidad. Lucha porque ninguno de sus amigos encaje en la noticia hasta que alcanza la cumbre desde donde puede hablar.
Entonces vocifera:
—Que Jorge se venga de inmediato a Cruz de Laya. Cruz de Laya —repite estirando las sílabas para darle tiempo de anotar—. Está después de Cieneguilla, pasando Ocurure y La Pampilla. Que traiga dos baterías para mi cámara y luces de apoyo. Ah, y que esté atento a la radio, avísale que en esta zona hay problemas de señal.
Y sí, la señal sube y baja, aparece y desaparece por momentos devolviéndole el eco de palabras entrecortadas. Pisa el freno, se detiene en medio de una curva y grita, como si gritar fuese a resolver el problema:
—Que Augusto prepare la isla de edición para cuando regrese. Y usted pida diez minutos de satélite. Avise a Nueva York que a medianoche les hacemos un despacho especial.
Como tantas otras veces, a medida que se acerca a la noticia, titulares en mayúsculas entran y salen de su cabeza. Textos con un resumen de los hechos van levantándose en pantallas imaginarias con las partes más relevantes remarcadas en negritas.
Comparte su trabajo de corresponsal de prensa con su afición por escribir crónicas que vende a dos o tres revistas europeas. Desde hace tres meses prepara en exclusiva un informe para una de ellas. Investiga a un capitán que trafica con pertrechos de guerra comprados a oficiales del ejército peruano que luego vende a narcos en Colombia. Una historia en la que el joven oficial ignora que no es más que otra de las fichas que mueven manos de hombres que no conoce ni imagina.
A mitad del trayecto, luchando contra los altibajos de la señal, el beeper vuelve a vibrar. detrascementerio sextomollealaderecha. Ya falta poco, es solo cuestión de una curva más a las afueras del pueblo y repetir las partes de un rito que con el tiempo se ha convertido en rutina. Detiene la camioneta a distancia prudencial para no contaminar las tomas con su presencia. Coloca dos baterías en el chaleco y otra en la cámara. Confirma que la cinta es virgen y está lista para grabar.
Entonces llega. Detiene la camioneta, levanta el freno de mano con la derecha mientras abre la puerta con la izquierda. Se deja caer del asiento hasta que una de sus botas golpea el suelo con todo el peso de su cuerpo. Una gruesa nube de tierra muerta se levanta y devora sus pies. Se cuelga la cámara al hombro, cierra la puerta y se echa a andar. Gira la cabeza de izquierda a derecha, uno, dos, tres, los cuenta, cuatro, cinco molles y un matorral. No entiende. Vuelve a contar. Aguza la mirada, gira a la izquierda. Es a la derecha, corrige, y, tímido sobre el matorral, descubre que asoman las jóvenes ramas del sexto. No es la primera ni será la última vez que me tope con un muerto en la maleza —piensa—. El beeper vuelve a vibrar, pero no le hace caso. Él solo avanza, ya nada lo distrae. Inhala y exhala con fuerza mientras las letras que decide no leer se acumulan y empujan sin alcanzar la pantalla. Al pie del molle, acurrucado entre el follaje, el joven capitán le da la bienvenida descargando íntegra sobre él la cacerina de su UZI.
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