El enviado del Reino. Carlos Silgado-Bernal
antagonistas, y los autores de los relatos del Nuevo Testamento, como sujetos reconocibles en un contexto preciso: el del Israel del siglo I de la era común. El Jesús de Nazaret de los evangelios se convirtió para mí, desde entonces, en una figura histórica vinculada feliz y, a la vez, trágicamente, con su mundo.
Este cambio de enfoque —con su consecuente distanciamiento de la teología— no fue una casualidad. Desde el siglo XVIII, muchos pensadores, teólogos y escritores se hacían preguntas acerca del origen de los textos bíblicos, sus autores, el ambiente histórico que los había rodeado, su contexto cultural y la exactitud de sus relatos; interrogantes que se extendían a los libros y cartas del Nuevo Testamento. En el origen de este cambio de enfoque se encontraba, también, una reacción contra el abuso de la noción según la cual los textos bíblicos, considerados fruto de la revelación divina, poseían una interpretación única, dictada por la Iglesia; además, dicha interpretación se extendía más allá de la teología a cualquier campo del conocimiento y a toda cuestión ética. Una Iglesia, protestante o católica, constituida como un pilar del Estado. Poderosa como institución, tanto económica como ideológicamente, pero cuya división en confesiones rivales, guerras y disputas, desdecía en la práctica de la alegada exclusividad de su autoridad interpretativa.
Biblistas y teólogos con una perspectiva histórica, filósofos e historiadores, se dieron desde entonces a la necesaria tarea de la crítica de las fuentes documentales: los intocables relatos evangélicos. Para ello, cruzaron barreras de todo tipo a través del tiempo: lingüísticas, literarias, culturales, de método y pensamiento, de confesión religiosa y perspectiva filosófica. Pasaron de la ignorancia a la investigación hasta establecer un campo del conocimiento de la historia antigua y de la historia de las religiones: el de la interpretación histórica de la figura de Jesús y de los primeros días del cristianismo.
El libro que ofrezco al lector sigue a grandes saltos este proceso para presentar los aspectos esenciales de la mirada de los historiadores contemporáneos acerca del maestro, sanador y caudillo religioso galileo. Además, le muestra el camino de la investigación crítica moderna de las tradiciones religiosas de la antigüedad.
La figura de Jesús ocupa un lugar único en la cultura contemporánea. Es objeto de culto religioso masivo e institucional, un elemento distintivo de la identidad nacional de muchos pueblos, modelo ético y fuente de inspiración para miles de millones de personas, referente para varias corrientes de pensamiento e ícono cultural sujeto a innumerables recreaciones artísticas, religiosas y políticas en el pasado y el presente. Ahora bien, en lugar de pretender la elaboración de una biografía, los esfuerzos investigativos se orientan, actualmente, hacia la reconstrucción de una figura inteligible de Jesús, apoyados en métodos que utilizan los relatos del Nuevo Testamento con sentido histórico y los conocimientos recientes sobre aquel periodo: la vida en Israel durante la hegemonía de la civilización grecorromana en el siglo I de nuestra era.
Llegado a este punto, debo aclarar en qué consiste la investigación histórica acerca de Jesús de Nazaret. Así que elijo, por su precisión, el concepto de Raymond E. Brown —sobresaliente intérprete bíblico estadounidense y sacerdote católico, impulsor del empleo de los métodos histórico críticos en el estudio de los textos del Nuevo Testamento—, quien describió la tarea como «una reconstrucción erudita basada en una lectura bajo la superficie de los evangelios que los despoja de todas las interpretaciones, amplificaciones y desarrollos que pudieron haber tenido lugar en los treinta a setenta años que separaron el ministerio público y la muerte de Jesús de los evangelios escritos. La validez de ese constructo depende de los criterios empleados por los investigadores»2. Como otro destacado autor, de la misma línea confesional y actitud hacia la historia, John P. Meier, llegó a afirmar: «el Jesús histórico es una construcción, una abstracción moderna»3.
Pero ¿cuáles son esos criterios usados por los investigadores? En algún momento se aceptó, de forma generalizada, que la aproximación histórica a unos hechos, en nuestro caso a la figura real de Jesús, se alcanzaba por el simple acercamiento al pasado, a la fuente más cercana en el tiempo a los acontecimientos. Fuente que se presuponía libre de sesgos y en la que se podría leer, con el conocimiento lingüístico apropiado, la versión fidedigna de las cosas.
Esa preconcepción acerca de la pureza de las fuentes antiguas —y de las fuentes en general— demostró ser completamente errónea. Los escritos de la tradición se revelaron intrínsecamente vinculados a su momento histórico, al entorno cultural y social, así como a las intenciones de sus autores. Sus fuentes se sometieron a escrutinio; incluso el conocimiento de las lenguas en las que se escribieron los relatos debió ser recobrado. Por consiguiente, la moderna investigación histórica acerca de Jesús de Nazaret se entiende como una recuperación, un rescate de las tradiciones en su contexto. Bart Ehrman —profesor del Departamento de Estudios sobre las Religiones de la Universidad de Carolina del Norte, en Chapel Hill, Estados Unidos— sostiene que para entender las palabras y hechos vinculados a Jesús es indispensable «entender su contexto»4; el entorno y el significado están asociados, y su relación es la clave para juzgar una representación como históricamente fidedigna.
Un reto fundamental para quien se acerca a la vida de Jesús con el interés de comprenderla históricamente consiste en reconocer que su punto de partida es una fuente documental: un conjunto de textos, unas memorias y tradiciones transmitidas en la forma manuscrita de la antigüedad, a partir de las cuales debe alcanzar, mediante un salto conceptual, una interpretación veraz. Este gran paso hacia una nueva mirada, cualesquiera que sean los fines perseguidos por quien indaga, no es posible sin el desarrollo y la aplicación de unos criterios de autenticidad histórica que, en la actualidad y entre gran parte de los investigadores, son comúnmente aceptados. Para mostrar la forma en la que se aplican estos criterios, y también para señalar las dificultades y límites que encierra su empleo sistemático, a lo largo de mi obra destino algunos apartes a tal fin. Menciono de antemano, como abrebocas, cuatro de estos criterios con la idea de propiciar en el lector su apreciación crítica:
• El de la atestiguación múltiple que busca verificar la presencia de un hecho o dicho de Jesús en fuentes literarias independientes.
• El de rechazo y ejecución de Jesús que autentica las palabras y las acciones que explican o resultan acordes con el relato de la crucifixión de Jesús, narrativa considerada como la parte más antigua de las tradiciones acerca de él.
• El de dificultad que opta por los textos que levantan dificultades teológicas o situaciones embarazosas, pues resulta dudoso que hayan sido inventados por quienes transmitieron la tradición en la iglesia primitiva.
• El de coherencia que sostiene que tienen probabilidad de ser históricos los materiales congruentes con los dichos y hechos que previamente han pasado el examen de los criterios antes citados.
Sumado a lo anterior, un cambio profundo se produjo en la imagen de Jesús de Nazaret en la segunda mitad del siglo XX. Fue provocado por dos hallazgos fortuitos que causaron sensación en los medios de comunicación, levantaron toda clase de inquietudes acerca de la historicidad de las tradiciones cristianas y pusieron en las manos de académicos e investigadores —dentro y fuera de los círculos religiosos— un valioso alijo de manuscritos antiguos y otros artefactos.
El primer descubrimiento sucedió en 1945 y se conoce como la biblioteca de Nag Hammadi, un pueblo del Alto Egipto, entre cuyos códices escritos en copto se encontró una colección de dichos de Jesús de una corriente religiosa gnóstica cristiana, colección conocida hoy como Evangelio de Tomás. Los manuscritos de esta biblioteca ampliaron la comprensión acerca de la diversidad del cristianismo durante sus primeros tiempos. Luego, entre 1947 y 1956, se encontraron más de ochocientos rollos de pergamino escritos que estaban ocultos en las profundidades de once cuevas ubicadas cerca de Qumrán, en Israel y que fueron denominados genéricamente como «los Manuscritos del Mar Muerto». Este segundo descubrimiento era parte de las colecciones de textos, en su mayoría sagrados, escritos en hebreo, arameo y griego, que pertenecieron a la secta de los esenios: una comunidad y una escuela de pensamiento que había sido mencionada en relatos antiguos. La identificación, clasificación, conservación y divulgación