Pasión en Madeira. Sally Wentworth
ha tenido varios pretendientes, siendo el último y más asiduo el conde Michel de la Fontaine, con quien ha sido vista a menudo tanto en París como en Roma, ciudades en las que habitualmente reside.
Desde aquí queremos felicitar a todos los miembros de la familia Brodey, y desearles una venturosa celebración; estamos seguros de que sus afortunados huéspedes disfrutarán de la ya legendaria hospitalidad de esta influyente familia.
Capítulo 1
TODOS los miembros de la extensa familia Brodey estaban reunidos en los bellos jardines del magnífico palácio barroco cercano a Oporto. Habían acudido desde todos los rincones del mundo para celebrar los dos siglos de existencia de la Casa Brodey.
Incluso Francesca, la princesa, estaba allí.
Calum Lennox Brodey, el patriarca de la familia, se quedó mirando a su única nieta con una mezcla de orgullo y exasperación. Alta y rubia, esbelta y elegante, su increíble belleza causaba admiración donde quiera que fuera… pero también había sido mimada más allá de toda medida tanto por él mismo como por sus padres. Un camarero le sirvió otra copa de vino blanco de oporto muy frío procedente de su propia bodega, que el anciano, en un gesto automático, olfateó con placer antes de paladearlo.
Muchos de los invitados a la fiesta tampoco podían apartar la vista de Francesca, deslumbrante con su precioso vestido de brillantes colores; deambulaba por los jardines seguida de cerca por aquella especie de perro faldero de conde francés, empeñado en aparecer como su más rendido admirador. Aquel hombre no la convenía en absoluto, pensó su abuelo, quien tampoco había confiado nunca en su ex-marido; sin embargo, la joven se había empeñado en casarse con aquel príncipe italiano, y estaba acostumbrada a conseguir siempre lo que se le antojaba, lo que incluía a los hombres. Excepto en una ocasión. Por desgracia, reflexionó el anciano, aquel empeño en alcanzar siempre lo que deseaba no parecía haberla hecho feliz.
Sin sospechar lo que su abuelo estaba pensando en aquellos momentos, Francesca estaba pasándoselo en grande. Le encantaba estar de vuelta en el palácio donde tantas y tan felices vacaciones había pasado en su infancia; disfrutaba además enormemente de la compañía de sus familiares, que aquel día asistían a la comida ofrecida a los representantes de las más importantes empresas vinícolas. Muchos parientes se quedarían durante toda la semana de festejos, que finalizaría con el gran baile de gala.
Por encima de las cabezas de los invitados su mirada se cruzó con la de su abuelo, a quien sonrió cariñosamente. Después, se dirigió al encuentro de un grupo de invitados que parecían haberse quedado un poco aparte del resto. De inmediato, Michel le fue a la zaga, poniéndole una mano en el hombro para detenerla.
–Francesca, chérie, ¿por qué no me enseñas estos magníficos jardines? Nadie nos echará de menos si nos perdemos un rato. Además, quiero pedirte una cosa –le insinuó con una de sus encantadoras sonrisas–, algo que creo que tu familia debería…
Sin embargo, ella no le dejó continuar; cada vez estaba más arrepentida de haberlo invitado. Pero últimamente se habían estado viendo con tanta frecuencia, que hubiera sido una grosería por su parte no hacerlo; además, él había insistido en que aquélla sería una oportunidad inmejorable para conocer a su familia… y, de paso, se dijo Francesca cínicamente, calcular de primera mano sus riquezas.
Decidida, se acercó al grupo de invitados y les saludó con una cálida sonrisa.
–Hola, soy Francesca de Vieira, la nieta de Calum Brodey. Me parece que no nos conocemos…
Siempre conseguía que la gente se sintiera a gusto con ella. Su madre tenía a gala haberle inculcado una cortesía exquisita, lo que unido a su naturalidad y simpatía, la convertía en la perfecta anfitriona. Sus padres también estaban en la fiesta; por desgracia, su madre seguía enfadada con ella: no le perdonaba que se hubiera separado del príncipe, ni que la prensa sensacionalista se hubiera cebado en ellos. Su madre se oponía por completo a la idea de divorcio… y, a decir verdad, ella también. Pero había llegado un punto en su matrimonio en el que la convivencia era imposible, por lo que el divorcio había sido su única salida. Hubiera deseado llevar el asunto con mayor discreción, pero las ansias de venganza de Paolo lo había hecho imposible.
En las revistas del corazón se daba por hecho su próximo matrimonio con Michel, o, mejor dicho, el Conde de la Fontaine. Sin embargo, ella no lo tenía tan claro: para empezar, era un poco mayor, rondaba los cuarenta años, aunque todavía era un hombre muy atractivo, y se preocupaba por mantenerse en forma. También era muy alto, lo que dada la alta estatura de ella, resultaba una ventaja. Sin embargo, no dejaba de pensar que había sido un error invitarlo: en París, Michel había sido el compañero ideal, pero aquí él parecía de alguna forma fuera de lugar. Quizá lo mejor hubiera sido separarse una temporada para poder pensar con claridad en qué decisión tomar…
Al poco rato, se sumaron a su grupo otros invitados, en su mayoría hombres, atraídos por su belleza, su título y posición, y también por un par de detalles sobre su vida privada que el príncipe no había tenido empacho en revelar públicamente durante el proceso de divorcio.
Sin embargo, había que reconocer que siempre le había gustado a los hombres; por desgracia, en aquellos momentos se sentía incapaz de que a ella le atrajera ninguno. Podía ser que sólo fuera una consecuencia de su desdichado matrimonio. Por otra parte, a pesar de las ardientes palabras de Michel, dudaba de que la amara sinceramente, de que en realidad no tuviera en mente las ventajas que aquella boda podría reportar a su maltrecho patrimonio.
Desde su divorcio había salido con varios hombres, todos integrantes de la jet-set internacional, pero, al final, no había conseguido confiar en ninguno. Dudaba de que llegaran a apreciarla o quererla por ella misma y no por su fortuna.
Sólo estaba a gusto con sus primos. Habían pasado juntos largas temporadas desde que eran niños, siempre bajo la benévola tutela de su cariñoso abuelo. Recordó con nostalgia cuando se dedicaban a corretear por los campos, remar en el río, trabajar en los viñedos en la época de la vendimia… Ella era la más pequeña de los cuatro, y al ser la única chica, sus primos la trataban como a una especie de cachorrillo al que tenían que cuidar y que les seguía a todas partes.
Francesca echó un vistazo a su alrededor para ver dónde estaban sus primos. Vio a Calum hablando con un grupo de gente en un extremo del jardín, y a Lennox, que buscaba una silla para que se sentara su mujer, embarazada de unos cuantos meses. Desde que se había casado, su primo parecía más feliz que nunca, pensó Francesca. Justo entonces vio que se acercaba a ella Christopher, acompañado de una atractiva joven, rubia y muy menuda. Su primo parecía evidentemente encantado a su lado.
–Francesca, te presento a Tiffany Dean –dijo cuando llegó a su altura–. Tiffany, mi prima, la princesa de Vieira.
–¡Qué suerte tiene de ser tan alta, princesa! –dijo la vivaracha joven al estrecharle la mano.
–Por favor, llámame Francesca… y no te creas que es tanta suerte. Piensa en la cantidad de hombres entre los que tú puedes elegir comparada conmigo.
Las dos se echaron a reír ante aquel comentario, momento que aprovecharon para examinarse mutuamente de arriba abajo. Comparado con el brillante vestido de Francesca, el traje de seda gris de Tiffany parecía algo severo; sin embargo, con su preciosa melena rubia parecía una muñequita frágil y adorable. A su lado, Francesca se sentía como una giganta. Al principio pensó que Christopher la había invitado a la fiesta, pero enseguida se enteró de que había acudido con una invitación.
Francesca empezó a bromear con su primo mientras los invitados empezaban a dirigirse hacia las mesas dispuestas para la comida. Michel, que empezaba a cansarse de que ella lo ignorara, llamó su atención groseramente.
–Van a servir el buffet –le dijo en francés–, ¿dónde quieres que nos sentemos?
–Si tienes hambre –le espetó Francesca en el mismo idioma, molesta por su interrupción, y más molesta aún por su propia estupidez al haberle invitado–, vete y siéntate. Yo iré