Pasión en Madeira. Sally Wentworth

Pasión en Madeira - Sally Wentworth


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Sin preocuparse por Michel, Francesca fue en busca de Chris, a quien por fin encontró en animada charla con un grupo de empresarios australianos.

      –Tendrán que disculparme –les interrumpió con su más encantadora sonrisa–, pero les voy a robar a mi primo por un ratito, si no les importa. Tengo que preguntarle una cosa muy importante –y asiéndole por el brazo, se lo llevó a un rincón del jardín.

      –Bueno, ¿qué es eso tan importante que tienes que preguntarme?

      –¡Nada! Sólo quería rescatarte: me pareció que estabas atrapado en una conversación de lo más aburrida.

      –Nada de eso. ¿Y qué es lo que te hace pensar que tú no me aburres con tu charla insustancial? –se burló.

      Ella levantó la naricilla con cómico orgullo.

      –Hasta en los peores tiempos de nuestro matrimonio, Paolo tuvo que admitir que yo podía ser cualquier cosa menos aburrida –declaró.

      Chris se la quedó mirando cariñosamente: su prima casi nunca mencionaba a Paolo, y quizá el que empezara a hacerlo indicara que estaba empezando a superar el trauma de su desastroso matrimonio.

      –¿Lo has visto alguna vez? –preguntó interesado.

      –¡Santo Cielo, claro que no! –replicó con una amarga carcajada–. Y no tengo la menor intención de volver a verlo. No tenía que haberme casado con él.

      –¿Por qué lo hiciste entonces?

      Pero eso era algo de lo que Francesca no tenía la menor gana de seguir hablando.

      –Pues de rebote –explicó burlona–. Estaba harta de vosotros tres.

      –¿De nosotros?

      –Sí, tenía tanto miedo de acabar con alguien tan arrogante y machista como vosotros que me fui al otro extremo…

      Chris apretó el puño, amenazándola en broma.

      –Escucha, princesa o no, todavía puedo darte una buena paliza…

      –¡Huy, qué miedo! –replicó Francesca siguiéndole el juego.

      Sin embargo, Chris no la escuchaba: Tiffany acababa de salir de la casa, y Sam, que se había tomado una copa de oporto con Calum, se acercó a ella y, agachándose, le dijo algo al oído.

      El sonido de la bofetada que le propinó Tiffany se oyó por todo el jardín, y provocó que los invitados se volvieran atónitos hacia ellos.

      –¿Cómo te atreves? –gritó la joven.

      Tras el primer momento de asombro, Chris se dirigió hacia ellos a toda prisa, lo mismo que Calum desde el otro extremo del jardín. Tiffany le dio la espalda a Sam y echó a correr no hacia Chris, sino hacia Calum, reacción que a Francesca le pareció cuando menos curiosa.

      –Mi primo le acompañará hasta la puerta –dijo Calum a Sam fríamente, colocándose entre Tiffany y él.

      Sam empezó a protestar, pero Chris le asió por el brazo, obligándole a retirarse. Por un momento, pareció que se iba a resistir, pero, tras mirar largamente a Tiffany, cedió por fin. Francesca vio alejarse a su primo y a él hacia el portón, preguntándose qué sería lo que habría hecho para merecer que lo abofetearan en público de forma tan humillante. Aunque apenas lo conocía, no le parecía un hombre grosero. Quizá la culpa la tuviera el vino, se dijo… pero entonces recordó la mirada que le había dirigido Tiffany cuando Sam había intentado defenderse: casi se podía haber tomado por un gesto de súplica, en absoluto parecía ofendida, mucho menos ultrajada.

      Más intrigada que nunca, Francesca se acercó a la extraña joven.

      –Quizá sea mejor que entres un momento en la casa –le propuso. Tiffany le dijo que quería asegurarse primero de que Sam se iba. Mientras esperaban, Francesca le hizo notar que tenía toda la falda manchada de vino. Seguramente había salpicado cuando a Sam se le cayó la copa.

      –¡Oh, no! –exclamó Tiffany, sinceramente horrorizada al ver el estropicio.

      –Vamos dentro; si lo limpiamos enseguida, seguro que no se nota nada.

      Francesca la condujo hacia el baño de una de las habitaciones de invitados, le prestó uno de sus albornoces y llamó a una de las doncellas para que se llevara la falda y la limpiara.

      –Espero que quede bien –dijo Tiffany preocupada.

      Su angustia casi resultaba exagerada: sólo se explicaba si era un persona extremadamente cuidadosa con la ropa…, o si no tenía demasiadas prendas de calidad en su guardarropa. A Francesca le hubiera gustado investigar más aquel punto, pero tuvo que bajar al jardín a toda prisa para despedir a los invitados junto a Calum. Cuando el último grupo se hubo marchado, Chris se acercó a ellos.

      –¿Ya se ha marchado ese Gallagher? –preguntó Calum disgustado–. ¿Cómo demonios ha podido colarse en la fiesta? –continuó después de que su primo asintiera–. Nunca lo había visto antes, y estoy prácticamente seguro de que no se le envió una invitación. Creo que él era el invitado de más…, o, mejor dicho, el intruso.

      –¿Qué intruso? –preguntó Chris. Cuando Calum le explicó lo ocurrido con los asientos, Chris negó con la cabeza–. No, tenía una invitación: se la pedí y me la enseñó. No era suya, sino de un empresario americano amigo suyo. Sam me dijo que, como no podía venir, se la pasó a él.

      –Supongo que le habrás dicho que ya no es bienvenido en esta casa –dijo Calum severamente–. No me gusta que se insulte de esa forma a nuestros invitados.

      –¿Dijo algo para disculparse? –preguntó Francesca.

      –No le hizo mucha gracia verse expulsado, eso era evidente, pero no dijo absolutamente nada en su defensa. Le pedí que me diera una explicación de lo ocurrido, pero no quiso hacerlo.

      –¡Qué raro! –comentó Francesca–. La mayoría de los hombres en su situación habrían proclamado a los cuatro vientos su inocencia.

      –Bueno, por mucho que hubiera protestado, es evidente que no le hubiera servido de nada –dijo Calum secamente–. ¿Tiffany está bien?

      –Sólo un poco preocupada por su traje. La he dejado en una de las habitaciones de invitados mientras se lo limpian.

      –Por favor, pídele que baje, quiero hablar con ella. Estaré en la sala.

      –Te acompañaré –dijo Chris, y los dos primos entraron en la casa.

      Francesca subió al piso de arriba sin dejar de pensar en Sam Gallagher. Si él tenía una invitación auténtica, quizá fuera Tiffany la intrusa. Tal vez, si le hiciera unas cuantas preguntas discretas, lograra adivinarlo. Sentía curiosidad por saber qué era lo que Sam le había dicho exactamente para merecer semejante bofetón.

      Se encontró a Tiffany sentada en el borde de la enorme cama con dosel, envuelta en un albornoz varias tallas superior a la suya. Tenía un aspecto tan abatido que por un momento llegó a confundir a Francesca. Sin embargo, enseguida recuperó su presencia de ánimo y se sentó a su lado, dispuesta a averiguar cuanto fuera capaz.

      –Debes sentirte fatal –empezó, procurando reconfortarla–. ¡Qué hombre tan odioso! ¿Es que no van a aprender nunca? Hay algunos que se creen que porque les sonrías y seas simpática con ellos ya estás deseando acostarte con ellos o algo parecido. Y el caso es que Sam parecía simpático… eso sólo demuestra lo engañada que una puede estar…

      Una oleada de rubor cubrió las mejillas de Tiffany. ¿Culpabilidad quizá? Cambió de tema tan rápidamente que Francesca empezó a pensar que todo el asunto de la bofetada había sido una farsa… de lo que casi tuvo la certeza cuando Tiffany le preguntó si podía quedarse hasta que el vestido estuviera limpio.

      –Por supuesto, pero no creo que te apetezca quedarte encerrada en esta habitación toda la tarde. Te prestaría algo mío, pero me temo que te quedaría enorme –una idea empezó a tomar forma en su


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