Improntas. Sandra Castrillón Castrillón
cabecitas, les proporcionaron juguetes para que fuera más colorida la foto. Olafo babeaba las cabezas de sus dueños, Simón lo abrazaba colgándosele del cuello. La tía dio múltiples instrucciones para esa foto, corrigió posiciones, delimitó el marco lo que más pudo. Disparó.
Los ojos del perro fueron iluminados por el flash, que inundó la pupila. El ojo canino, capturado por el destello, perdió las constantes del proceder. Extravió la línea ancestral, filogenética, donde está claro que un perro, ante el abrazo de su pequeño dueño, saca la lengua y lame la mejilla rosada. El flash cortó de tajo la conducción de la información, así que el perro, ante el disparo del flash, ante el abrazo del niño, se dio la vuelta y, en vez de sacar la lengua, aguzó los colmillos y palpó en la poca distancia el cuello templado de Simón.
Hundió en la piel nueva el furor de unos dientes extraviados.
El filo del marfil halló el camino de la aorta, la atravesó sin obstáculos, produciendo al instante el desangramiento cuantioso del pequeño.
Cuando la sordera del flash extinguió el encandilamiento, el perro y el niño habían construido otra imagen. Ahora el perro era un instrumento de corte filoso y conciso, empeñado en atravesar el cuello abierto a ese acto. Ahora el niño, con la cabeza ladeada, tenía la mirada ausente, a pesar de sus ojos azules abiertos.
Luego el perro huyó ante la inminencia de la sangre desplegada en su hocico.
Tardaron varias horas en encontrarlo. Agazapado en el corral de las gallinas, husmeaba la novedad y la extrañeza en el aire. Cuando fue fusilado, doce horas después, por exigencia de las autoridades del pueblo, se contradecía entre menear la cola o lanzar tristes quejas de perro.
Se confundió de nuevo cuando el fusil apuntó a su corazón de perro, cuando las gallinas volcaron las cuencas de agua y desordenaron las pirámides de cuido por el estruendo de una bala proyectada. El hocico fue el primero en caer y luego las orejas y luego su cuerpo asustado, para siempre desorientado.
El alemán
El ala caída del sombrero no se parece en nada a las maneras que tienen los hombres de por aquí de llevar el sombrero. Tiene algo diferente. Los dientes son amarillos y pareciera que no deberían ser de otro color. Los ojos azules encarnan la autoridad, como si por el solo hecho de ser de ese color ya tuvieran la fuerza de la ley. El cuerpo largo y delgado apunta a una decisión que es siempre vertical, no es posible una duda o un echarse para atrás.
Sostiene un cigarrillo que a veces está encendido y otras veces apagado. Los dedos infinitos se llevan el cigarrillo a la boca de cuando en cuando, la mayoría del tiempo el envoltorio de papel está entre los dedos, viaja a todos lados con el dueño, que va hasta la cantina y justo antes de entrar le da una chupada larga, desprovista de gestos. Hay momentos en los que el alemán camina con el cigarrillo apagado palpitándole, ayudándole a señalar, a sostener una explicación necesaria en medio de su idioma radical. Hay instantes en los que ese cigarrillo describe comidas deseadas, delinea un trago o farfulla una conquista mucho mejor de lo que lo haría su dueño, aun si quisiera hablar en español.
Está cayendo la tarde, mamá ha dicho que mañana comenzaremos de nuevo la fila. Desde ayer la columna de mujeres, avanzando un paso cada veinte minutos, se ha multiplicado. Ellas se rinden a esta hora en que muchas deben regresar a casa y cocinar la cena, dormir a los niños, sacudir el polvo que ha ido acumulándose a lo largo del día. En la fila, la puerta se divisa lejana, las mujeres jóvenes, las señoras y las casi niñas salen del umbral plisándose la falda, como para recobrar algo que hubiesen olvidado en la acera. Salen nerviosas y recelosas, mirando de soslayo a las próximas que dan un paso al frente, expectantes, ávidas de traspasar el quicio.
El señor Von llegó al pueblo hace dos meses, en bus, como un paisano más que regresara de alguna diligencia en Medellín. Trajo una única maleta, pequeña, cuadrada, de cuero usado. Con el cigarrillo apagado que había sostenido en todo el viaje, preguntó por un hotel y le señalaron el más bonito. Fue a situarse allí como quien está de paso: salía a desayunar muy temprano café oscuro y panes recién hechos. Daba vueltas por la plaza de mercado, tomaba café a lo largo de la mañana y almorzaba en el restaurante de su hotel, esgrimiendo frases que nadie entendía, pero que traducían satisfacción por la comida recibida.
El resto de la tarde visitaba a los carpinteros del pueblo, uno por uno, mirándolos hacer los taburetes y las mesas, las camas de recién casados, los marcos de las ventanas de las casas. Apretaba el cigarrillo y conversaba para sí mismo mientras los lugareños, capaces de establecer conversación con cualquiera que los mirara, se hacían entender ante la curiosidad de su visitante. Luego supimos que en su pueblo de origen ejercía el oficio de ebanista para una constructora de barcos, donde trabajó desde muy joven hasta el momento de su retiro. Había decidido dedicarse a hacer muebles y paneles, cualquier armazón útil que pudiera salir de la madera y la sierra humeante.
Cuando vimos que pasaban los días y el alemán se instalaba con la parsimonia de una hormiga, quisimos conocerlo mejor. Los carpinteros, los bebedores de la cantina y las mujeres de Calle Alegre eran los únicos que habían establecido contacto íntimo con él. Todas las noches cumplía con su ceremonia de beberse una botella de aguardiente, aunque el trago parecía no hacerle cosquillas. Sentado en una mesa, rodeado de carpinteros que desplegaban todas las artimañas de su oficio bajo el estado de ebriedad, el hombre alto escuchaba en silencio, tosiendo de vez en cuando en alemán. Mientras sus acompañantes regresaban a casa con el cuerpo desequilibrado por el licor, él caminaba recto y seguro, con el sombrero de ala caída, el cigarrillo encendido entre los dedos y ese rostro enjuto de hombre blanco y mal humorado que nunca habría de decir a nadie sus profundas verdades. Los ojos azules alumbraban el camino de regreso en un pueblo diminuto donde era imposible perderse.
Alquiló la casa más linda y más antigua del pueblo. En el patio trasero instaló un taller de carpintería que fue procurándose de a poco: sierra eléctrica, mesa de madera amplia —con los círculos adecuados para aserrar cómodamente—, martillos, clavos cortos e inmensos, canastas donde aparecían instrumentos todavía sin clasificar. El olor de la madera se fijaba a las plantas medicinales que habían dejado los dueños anteriores, la casa adquiría esa tonalidad sepia del polvo vivo, que recorría las paredes, los platos y el agua del baño. Así nacieron los primeros muebles de la casa: altivos, pero con la piel en carne viva, sin esmalte ni pintura, las venas de la madera podían palparse en el asiento del sofá. Apareció una cama grande para la habitación principal, con las mesas de noche y un armario suntuoso. Camas gemelas para las habitaciones contiguas, alacenas para la cocina, mesitas caprichosas que sostenían plantas rescatadas del solar y marcos silenciosos para guarecer fotografías e imágenes que el alemán se había traído consigo de su patria.
Como si fuera un dios, consideró que casi todo había quedado bien hecho.
Una de esas tardes se sentó en el quicio de la puerta y se sumergió en la rutina ajena. Vio los niños presurosos salir de la biblioteca y los hombres volver del trabajo, sudorosos por la ardua labor. Reparó en las ancianas, que caminaban esperanzadas hacia la puerta de la iglesia, ahorrando entre los dedos las cuentas del rosario. Avistó a las mujeres, cogidas por ellas mismas en falta al dejar para última hora la compra del pan. Miró hacia el interior de su casa, arrojó la ceniza del cigarrillo encendido y tuvo que aguzar los ojos azules para distinguir los objetos en medio del túnel de oscuridad que se había apoderado del corredor.
Volteó de nuevo hacia la calle, escupió en alemán y sostuvo la mirada en el horizonte por largas horas. Cuando decidió entrar a las tinieblas que eran su hogar, antes de encender las luces había resuelto procurarse una mujer. Esas fueron las palabras en su pensamiento de alemán, se dijo: “Tengo que hacerme a una mujer”.
Al día siguiente lo vimos comenzar la ejecución. De calle en calle, fue pegando cartulinas en las paredes de las esquinas del pueblo, ayudado por un niño que escribía legiblemente y luego le alargaba el pliego que él fijaba con esmero mediante brochazos de pegante. En medio del papel azul, sin ningún tipo de encabezado, podía leerse:
Busco mujer que sea buena compañera, mantenga la casa limpia y cocine bien. Es indispensable que no sea perezosa. Las interesadas, favor presentarse a partir