Improntas. Sandra Castrillón Castrillón
al mediodía, cuando el alemán ya le había dado la vuelta al pueblo con ellos, el humor de los aldeanos empezó a caldearse. Especialmente el de los hombres. Ofendidos los unos e incrédulos los otros, se presentaron en la alcaldía.
El alcalde no pudo encontrar motivo alguno para impedir que el alemán colgara sus carteles en las paredes del pueblo. Les aconsejó a aquellos hombres inquietos que ignoraran el asunto. Al fin y al cabo —les dijo—, ninguna mujer sensata iba a hacer caso de semejante invitación.
Al día siguiente, la fila de mujeres le daba la vuelta a la manzana.
Algunas de esas mujeres eran solteras, jóvenes, varias de ellas apenas arribando a los catorce años. Otras, solteras también, oscilaban entre los veinticinco y los cuarenta años. Una que otra ya pasada de los cincuenta se atrevió a hacer la fila, a pesar de que la artritis y la tos no le permitían estarse de pie mucho tiempo. Pero no solo fueron a dar allí las mujeres sin compromiso. Algunas casadas, aprovechando que los maridos habían salido temprano para el trabajo, se hicieron las que saludaron a las conocidas de la fila y se acodaron con disimulo en la pared que sostenía la línea de mujeres expuestas al sol de la mañana. Solteras y casadas habían acudido a la invitación del alemán sin mucha claridad sobre lo que buscaba ese hombre taciturno.
Mamá había ido a pararse en la fila después de mucho pensarlo. La vi morderse las uñas, parada en la puerta de nuestra casa, como si algo la agitara profusamente. Las vecinas le contaron las ocurrencias del alemán muertas de risa, incrédulas, fingiendo que no harían la fila por nada del mundo. Ya en la tarde del primer día, mamá las divisó a lo lejos, parapetadas en zapatos altos, incomodísimos, con el vestido del domingo. Ella quiso saber qué preguntaba el hombre en la entrevista, qué había que hacer, qué era lo que él pedía.
El alemán, sentado en la mesa que había puesto en el solar, preguntaba la edad, la procedencia, el estado civil, la estatura, el número de maternidades ocurridas, los platillos que sabía preparar la candidata y la disponibilidad para mudarse de inmediato a su casa. Ayudado por un pequeño niño que se había convertido en su intérprete —el extranjero soltaba unas cuantas frases en español y el chico conseguía hacerse entender por medio de exageradas mímicas gestuales—, se formaba una idea de la candidata, que consignaba en un comentario de un párrafo escrito con letra pegada en el cuaderno que había comprado para ello.
Mamá concluyó que no había mayor riesgo en hacer la fila. Sabía que entre los pedidos había algo más que limpiar, cocinar, lavar y planchar. Pero pensaba en nosotros. Teníamos hambre y necesidad de ir a la escuela con ropa y zapatos. Por eso ayer, el segundo día desde que comenzó todo esto, mamá vino a ponerse en la fila. Llegó con todos nosotros, no tenía dónde dejarnos. Al finalizar la tarde, cuando la fila se deshizo, ella retornó con tres niños mugrosos, calzados con zapatos de suelas rotas y con un hambre que se avistaba a kilómetros. Juana lloraba como si hubiera llegado el fin del mundo. Hoy ha sido lo mismo.
El alemán todavía no ha elegido mujer.
Acaba de entrar una señora y luego sigue mamá. Las miradas posadas en la puerta ignoran que ya han dado las once de la mañana, se distraen levemente por el olor a verdura cocida que se esparce por la calle soleada.
La señora que acaba de salir suelta la frase como si dictara sentencia: “Que siga”, le dice a mamá, y a continuación se seca el sudor del rostro con un pañuelo de papel que vuelve a guardar. Desde el pórtico, la frescura de una casa limpia aligera el calor de la víspera del mediodía. Huele a lavanda y a madera recién cepillada. La baldosa cuarteada, aquí y allá, por viejas vetas de pintura no altera la majestuosidad del piso lustrado.
En el solar, debajo de un platanar abierto, yace el alemán con el cuaderno desplegado. El niño que le sirve de intérprete juega trompo entre una y otra entrevista.
Mamá camina y nosotros detrás, con miedo, observando alelados las amplias habitaciones con dulces camas de madera. Se fija primero en nosotros y luego en mamá. Tres chiquillos frente a él no debe ser la imagen que este hombre, con un cigarro encendido, busca entre las muchas candidatas del pueblo. Tres chiquillos frente a él… y mamá. De mediana estatura, ni gorda ni delgada, las formas dejándose ceñir por el escuálido vestido azul. El pelo negro y suelto, a la altura de los hombros, un pelo casi azul, que limita el iris, perdidamente oscuro. Mamá baja la mirada, indispuesta, sin saber qué hacer ante los ojos alemanes y cerúleos.
El hombre la invita a sentarse. Todos nos sentamos. A cada lado de mamá, en la silla, y en las piernas de ella: ese es el cuadro.
No llama al chico del trompo, se endereza y abre la boca, dubitativo. Por primera vez el alemán hace las preguntas por sí mismo, sin la ayuda del chiquillo. Con torpeza pregunta lo que quiere. Sobre la cocina, sobre el cuidado de la casa, los horarios en los que nos levantamos, la hora de ir a la cama, el estado civil de mamá. Rastrea con temor la imagen que parpadea frente a él: una mujer que le narra los platos que puede cocinar, la hora a la cual se levanta, cómo es que los niños son tranquilos, no molestan mucho y suelen irse a la cama temprano. Todo eso se va describiendo con la voz baja y suave, con unos ojos oscuros que lo reconocen —como si se fijara en los labios del hombre, en la piel blanca, en la barba que rodea la boca y hace sombra en la nariz— mientras con los dedos se quita los cadejos de cabello que insisten en cubrir el rostro por el viento generoso de ese mediodía.
Los ojos azules van y vienen, descansan en un mango alto de cuyas ramas penden los frutos carnosos, pesados.
—¿Puedes repetir tu nombre? —pregunta mientras inclina la cabeza, sabiéndose malignamente alto.
—Margarita.
Eleva el hombro hacia el oído como para guarecer la voz que ha transitado.
—Margarita —repite, sorprendiendo al chico del trompo, que ahora se sabe inútil. Suelta el lápiz sin darse cuenta, con esa usual dificultad que lo circunda en cuanto a sumergirse en los contenidos de sus actos. Aun así, la confusión es delicada y reveladora, va y viene en medio de un olor que no deja de hechizarlo.
Y es suficiente. Cae en la cuenta de que ha soltado el lápiz.
—¿Es posible que se queden ahora mismo?
—¿Cómo ha dicho?
—Hoy mismo, usted y sus hijos.
Mamá nos ha mirado confundida. ¿Ha sido la elegida?
—¿Quedarnos?
—Sí, usted es la indicada.
—¿Por qué? —pregunta ella, alterando el desarrollo y el formato, los límites y las líneas, el contenido y el fondo.
—No lo sé bien —contesta él, dándose cuenta de que ha caído la linealidad en la que había instaurado ese escenario—, pero creo que es usted.
—No puedo aceptarlo. Lamento haber perdido el tiempo aquí y habérselo hecho perder a usted. —Y se levanta.
Cuando ella se pone de pie y nosotros rodamos como migas de galleta, con un torpe esfuerzo por levantarnos prontamente, el alemán omite retornar a su silencio de siempre, la inquietud lo cercena y lo delata, llevándolo a jugar una partida más:
—¿Qué debo hacer para que se quede?
Mamá lo mira con sinceridad y atrevimiento, sintiéndolo acaso un caminante con el que se ha topado, un igual con el que es posible conversar en ese borde de camino.
—No lo conozco, no puedo vivir aquí con mis hijos, su invitación es un insulto.
—¿Y entonces por qué ha venido?
—Mis hijos tienen hambre, por un momento la tragedia tomó la decisión. Pero no puedo permitirlo.
Como si pensara en esa respuesta y lo abandonaran las objeciones, el alemán tose y se obstina en mirarla, pero su interlocutora no aguarda más, nos ata a sus manos a lado y lado dándose la vuelta en busca del laberinto por donde llegó, ese pasadizo de cuartos blancos que desembocan en la luz radiante que viene de la calle.
Una vez más alcanzamos a percibir, en ese retorno agitado,