Noche prohibida - Delicioso engaño. Sophia James
rumores tienden siempre a la exageración.
—Un paso en falso aquí y la sociedad te crucificará —le advirtió Asher—. En París los extremismos del comportamiento humano se toleran, pero aquí no vas a poder disfrutar de ese lujo y yo no pienso quedarme de brazos cruzados y contemplar cómo arrastras por el suelo el nombre de nuestra familia. Ni yo, ni Taris.
Ya habían llegado al meollo de la cuestión. Se habían acabado las indirectas o la fingida congenialidad familiar. Su pasado le había alcanzado y ya se habían quitado los guantes.
—No he vuelto a casa para eso.
—¿Y para qué has vuelto?
En un primer momento sintió la tentación de mentir, de limitarse a sonreír y mentir descaradamente pero allí, en el corazón de Inglaterra, descubrió que no podía hacerlo.
—He vuelto para vivir.
Ninguno de sus hermanos contestó y él sintió cómo el músculo de la mandíbula le temblaba ante su silencio.
—Dios…
Ashe maldijo un par de veces justo cuando el sol traspasaba la barrera de nubes y la biblioteca se inundaba de luz. Taris alzó la mano izquierda para llevársela a la cara.
—Lucinda te envía su cariño.
Lucinda, su hermana.
—¿Se ha casado?
—No. Sigue empeñada en llegar a ser solterona.
—Es toda una elección.
—De ti podría decirse lo mismo.
Ashe recogió los guantes y el sombrero de la silla que había junto a él y Cristo se puso en pie cuando ellos lo hicieron, lo que le proporcionó una pequeña satisfacción, ya que a lo largo de los años había crecido unos cinco centímetros más que ellos. Se estrecharon la mano como harían con un desconocido y vagamente reparó en el escudo de los Carisbrook labrado en el grueso sello ducal que lucía su hermano mayor.
—Entonces, hasta esta tarde.
—Hasta entonces.
Los vio seguir a Milne hasta el vestíbulo y cuando la puerta se cerró, se apoyó en el brazo del sofá, ni sentado ni de pie. El día se oscureció mientras miraba por la ventana y las campanadas de una iglesia marcaron las horas. Unas voces inglesas le llegaron desde la calle.
Hogar.
El olor era distinto. Más suave. Más verde. Conocido.
«He vuelto para vivir». Aquella idea volvió a acudir libremente a su memoria y los secretos que guardaba tiñeron de negro su corazón.
Cinco
Eleanor no quería salir aquella noche. Soplaba con más fuerza el viento haciendo correr las nubes por el cielo y el fuego encendido en la chimenea del salón le resultaba mucho más tentador.
Pero dado que ya lo habían organizado todo y teniendo a Sophie y a Margaret hablando de ello toda la tarde, se sentía atrapada en la decisión.
El vestido que llevaba era de seda azul zafiro, una capa con el vuelo en chenilla con flecos y una enagua con volantes color crema. Le habían confeccionado aquel vestido el verano anterior, pero el estilo aún estaba de moda y le encantaba llevarlo. Se había adornado con una pulsera de perlas y al cuello otra hilada de perlas que había sido de su madre. Llevaba todo el pelo recogido atrás y hecho bucles, algunos adornando el óvalo de su cara.
En conjunto no debía estar mal, ya que el color del vestido realzaba el azul pálido de sus ojos, pero la misma inquietud que había sentido poco antes volvió a acechar.
Respiró hondo. No debía preocuparse. Tenía veintitrés años y la catástrofe que podía haber sido su vida había quedado reducida a una existencia… confortable. Su familia estaba sana y feliz, ella gozaba de buena salud y vivía en un barrio tranquilo.
No necesitaba nada más, de modo que cuando el gusanito de la inquietud apareció de nuevo, lo aplastó sin piedad. «Nada», se dijo de nuevo y tras asegurarse de que llevaba cambio en el monedero y un pañuelo por si lo necesitaba, salió de su alcoba y bajó al salón con los demás.
Cristo llegó al Theatre Royal Haymarket tarde. Se había perdido el primer reencuentro, lo sabía, pero Milne se había tropezado con el borde de la alfombra y habían tenido que llamar al médico para asegurarse de que no había nada roto.
Una noche. Una noche para acallar los rumores que pesaban sobre la familia. Con eso bastaría. Una noche en la que encontrarse con viejos conocidos y sonreír, y le dejarían en paz para disfrutar de lo que había ido a buscar en Inglaterra.
Paz.
Soledad.
Un lugar en el que poder respirar sin temor a que lo acuchillaran por la espalda o a que un secreto quedara al descubierto a la vuelta de la esquina.
Al abrir las cortinas del palco de la familia la oscuridad le ocultó mientras sus ojos se acostumbraban a la falta de luz. Tras un instante distinguió a sus hermanos y el asiento que habían dejado libre entre ellos.
Para él.
Entró sin disculparse y reconoció a Asher a la izquierda. Tres mujeres estaba sentadas muy apretadas en la primera fila: una de cabello oscuro, otra rubia y la tercera… Lucinda. Se volvió a mirarle con unos ojos que no habían cambiado lo más mínimo en diez años y le lanzó un beso.
No pudo por menos de sonreír ante su alegría de vivir.
Al otro lado del teatro, en palcos que quedaban a la misma altura que el suyo, vio que otros lo observaban sin apenas prestar atención a la comedia que se desarrollaba en la escena. En el patio de butacas un buen número de asistentes elevó también la mirada.
¿El hijo pródigo o la oveja negra? Se alegraba de que Milne se hubiera preocupado tanto por su ropa y le hubiera elegido chaleco y chaqué de la mejor cualidad. Criticadme cuanto queráis, parecía decir, y mientras se colocaba la corbata alcanzó a ver a la mujer que se sentaba directamente delante de Taris. No le había sonreído, ni siquiera se había movido, pero sintió una corriente inconfundible. Beatrice-Maude Wellingham, la esposa de su hermano mediano, una mujer de sustancia, inteligencia y genio puro y claro. Había leído sus escritos en el London Home y admirado sus puntos de vista. Ella miró hacia otro lado, lo que él no había sido capaz de hacer, y Cristo sintió que se ponía nervioso. Cuando las luces volvieron a encenderse para el descanso, fue un alivio poder levantarse y estirarse.
Lucinda, su hermana, fue la primera en acercarse.
—¡Ya era hora, Cristo! Me han dicho que andas buscando un sitio para la crianza de tus pura raza. He oído que la propiedad de los Graveson está en el mercado por primera vez desde hace un siglo. Quizás te vendría bien.
Se había olvidado de lo directa que era. Aun así había conseguido despertar su curiosidad por la propiedad que quedaba cerca de Falder. Le habría gustado que se lo dijeran sus hermanos, pero se olvidó enseguida cuando una mujer alta y de ojos azul turquesa se acercó a él. Cuando Ashe se acercó a ellos, Cristo supuso que se trataba de su mujer: Emerald Wellingham.
No se presentó, pero le estrechó la mano durante un momento más largo de lo normal, en silencio.
—Seguro que a mi hermano le gustaría recuperar su mano, Emmie.
—Pues aún no puedo devolvérsela, amor mío, porque no he terminado.
Cristo dio un respingo al darse cuenta de que le estaba leyendo la palma.
—¿Una larga vida, riquezas y buenos ejemplares? —bromeó.
—Y el inesperado final de un viaje —añadió ella cerrándole la mano.
—Tiene un gran don —la mujer de cabello oscuro se había acercado a ellos seguida por Taris—. Y si puedo atreverme a