Noche prohibida - Delicioso engaño. Sophia James

Noche prohibida - Delicioso engaño - Sophia James


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Wellingham ni mitigar la intensidad de su mirada.

      Cuando su mirada fue a parar al retrato a carboncillo que tenía sobre la mesilla de noche, el riesgo que corría todo lo que amaba, todo lo que era querido para ella, creció de un modo exponencial.

      Su hija Florencia: su cabello veteado de plata y sus pómulos perfilados exactamente del mismo modo que los de su padre.

      A la mañana siguiente llegó una carta para ella.

      No llevaba sello en el lacre, de modo que no pudo prepararse para su contenido. Al menos aquella vez estaba sola en la tranquilidad de su habitación y había sido su doncella quien le había llevado el correo en una bandeja de plata.

      La caligrafía de Cristo Wellingham era tal y como ella se la imaginaba: atrevida y fuerte en las mayúsculas y escrita con una tinta del color del cielo de medianoche en verano.

      Quería verla cuando pudiera dedicarle unos minutos. ¡Sólo eso! no añadía explicación ni de por qué, dónde o cuándo. Pensar en contestarle que no le hizo sentir todavía más miedo. ¿Cuáles serían las consecuencias de una negativa? ¿La chantajearía, la obligaría a pagar por su silencio, o requeriría de ella algún… servicio? Por segunda vez en menos de doce horas experimentó el terror de saberse vulnerable.

      Por supuesto, tenía la opción de no decírselo a nadie. Martin no tenía ni idea de la otra identidad de Wellingham y nadie excepto Isobel, su amiga de París, sabía la verdad sobre sus meses en Francia. Por el momento, tampoco nadie se imaginaba nada de la razón de su absurdo desvanecimiento.

      Aquello era algo a lo que debía enfrentarse sola, pero ¿dónde podían encontrarse que fuese un lugar seguro? ¿Qué destino podía ocultarlos de los demás pero siendo al mismo tiempo lo bastante público para no correr riesgos? Necesitaba un lugar urbano, pero en los parques había demasiada gente.

      Tenía que ser también un lugar al que pudiese acceder andando porque pedir un carruaje para ella sola llamaría la atención ya que rara vez salía sin compañía.

      Aquella noción la sacó de su ensimismamiento; hubo un tiempo en el que era valiente, libre y aventurera, y se enfrentaba a cualquier desafío con energía e ilusión. Como en aquella ocasión en que entregó el mensaje de su abuelo…. Mejor no pensar en aquello.

      Su mirada se tropezó con la pila de libros que tenía junto a la cama de Hookham’s Lending Library, de Bon Street.

      Una biblioteca. La elegante y espaciosa zona de la biblioteca era lo bastante pública para sentirse a salvo sin estar rodeados de gente, y podían subir a alguna de las salas de reunión de la primera planta si se encontraban con algún conocido.

      Además, era uno de los pocos lugares a los que acudía sola cada semana para renovar sus préstamos de libros, de modo que no llamaría la atención.

      Pero ¿cuándo? No podía ser al día siguiente, ya que no podría enfrentarse a Cristo Wellingham tan pronto.

      El miércoles era el día que solía ir a las salas de lectura y no modificar su rutina sería el modo más seguro de proceder.

      Rápidamente escribió el lugar y la hora, selló la carta y la guardó en su bolso de mano para llevarla al correo.

      Seis

      Cristo se sentó junto a la ventana, en un lugar que le daba un buen acceso a las distintas salas. Eleanor Westbury se retrasaba ya veinte minutos, pero decidió esperar por si alguna dificultad inesperada le había impedido llegar a la hora.

      Y se alegró de haberlo hecho cuando vio una figura vestida de azul oscuro llegar apresurada a la puerta y mirar a su alrededor con el rostro semi oculto bajo un amplio sombrero de verano. Tenía que ser ella.

      Se levantó para que pudiera captar su movimiento y esperó. Ella no acudió directamente a su encuentro, sino que se acercó al mostrador a dejar un montón de libros ante un hombrecillo de aspecto eficiente.

      Debía ser el bibliotecario. Habló con él unos minutos antes de atravesar la estancia, escoger un volumen de una de las estanterías y luego otro de la siguiente. Con dos pesados volúmenes en los brazos seguramente sentía que tenía excusa suficiente para dirigirse a una de las sillas del fondo de la sala donde hojearlos y decidir cuál se llevaba a casa para leer.

      —¡Lord Cristo! Espero que podamos hablar rápidamente —dijo cuando por fin llegó ante él.

      Su voz era exactamente como la recordaba, aunque en aquel momento hablase inglés, un inglés de dicción perfecta teñido de cierta irritación.

      —Gracias por venir, lady Dromorne.

      Ella enrojeció y reparó en que las manos le temblaban cuando dejó los volúmenes en su regazo.

      —Pero no dispongo de mucho tiempo, milord.

      —¿Estáis ya recuperada de vuestra maladie del otro día? —Maldición. No debería haber utilizado el francés, a juzgar por cómo fruncía el ceño—. Os encuentro muy diferente…

      Otro error. Siempre se había enorgullecido de su tacto, y sin embargo en aquella ocasión se estaba comportando como un jovenzuelo torpe y obtuso.

      La furia oscureció sus ojos azules.

      —¿Diferente? —susurró con la voz casi ahogada por la ira—. Si os referís al pasado, creo que sería aconsejable que supierais que no dudaría en poner en conocimiento de vuestra familia el papel que interpretasteis en aquel desafortunado encuentro si decidís ser indiscreto, milord.

      Decidió pasar por alto la amenaza.

      —¿Por qué estabais allí, en París, y en el Château?

      Hubiera querido añadir vestida de prostituta, pero le pareció inapropiado añadirlo, teniendo en cuenta quién era en la actualidad.

      Ella miró a su alrededor por si había oídos curiosos.

      —Había ido a visitar a una buena amiga, y acabé en el Château Giraudon por mi propia mala cabeza.

      —¿Fuisteis allí con las otras mujeres? Eran prostitutas.

      No podían seguir andando de puntillas alrededor de aquel asunto.

      Ella asintió.

      —Había oído que la clase alta parisina era bastante… osada en su forma de vestir, o mejor dicho, en su casi desnudez, y pensé que era cierto cuando entré en aquel local que no tenía la más mínima intención de conocer.

      —Dios.

      —Lo del coñac fue culpa mía y no he vuelto a tocar ni una sola gota de alcohol desde entonces.

      —Dios —repitió, y se paso la mano por el pelo. No había sido culpa de ella sino suya, porque debería haberse dado cuenta de que aquella mujer era todo lo que otras no eran. Debería haber sabido leer los detalles con más exactitud y certeza. A él le pagaban por descubrir duplicidades y sin embargo se había dejado engañar por un rostro hermoso y un regalo inesperado. La conciencia le escocía. Si algún hombre trataba a su hermana como él había tratado a Eleanor, lo mataría.

      Ojalá la hubiera convencido de que se citaran en un lugar alejado y desconocido para poder reemplazar las líneas de preocupación de su rostro por alegría y risas.

      ¡Pero quedaban aún tantas preguntas sin respuesta!

      —Encontré una carta entre las sábanas la mañana que os marchasteis. Imagino que fue cosa vuestra.

      —Lo fue.

      —¿Conocíais su contenido?

      —El sobre iba lacrado, y como comprenderéis no iba a profanar las últimas voluntades de mi abuelo.

      —¿Vuestro abuelo?

      —Yo era Eleanor Bracewell-Lowen antes de casarme con Martin Westbury, el conde de Dromorne. Nigel era mi hermano.

      La


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