Periféricos. Antonio José Royuela García

Periféricos - Antonio José Royuela García


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entenderme.

      —Quiero decir que la ley no castiga lo suficiente a quienes se benefician de vuestra explotación.

      —La historia se repite —adujo, silenciando sus quejas.

      Traté de explicarle la importancia de un marco jurídico que ordenara la lacerante realidad de las mujeres en su situación. Si las normas solo sirven para tranquilizar al dragón de la conciencia con bellas palabras que disfrazan su inmoralidad, es que no hemos aprendido nada con el paso del tiempo.

      —Deberías ser político.

      —Son muy contradictorios e hipócritas.

      —Mejor no —concluyó con la mejor de sus sonrisas.

      Era uno de los pocos días que gozábamos de temperatura agradable. Terminé la única tarea planificada para ese día y estaba de vacaciones. Delante, una mujer de bandera. El tren pocas veces pasa cuando estás en el andén adecuado. Aquella fue una de esas oportunidades. Le propuse comer juntos.

      —Te lo agradezco. Lo dejamos para otra ocasión. Tengo que volver antes de las tres de la tarde.

      Sus palabras fueron lo suficientemente explícitas y secas para cejar en mi empeño.

      —De acuerdo. Hoy no insistiré más, pero te tomo la palabra. En breve cerraremos nuestro acuerdo gastronómico.

      —Me recuerdas a alguien.

      —¿Estabas enamorada de él o le guardas inquina?

      No conocía la palabra inquina.

      —Su significado es parecido a rencor u odio.

      Me clavó los ojos e intenté mantenerle los míos, hasta que los bajé.

      —Ninguna de las cosas que has dicho. Es alguien a quien le hice una promesa que no cumplí.

      Me pidió mi número de teléfono. En pocas palabras, dejó claro que sería ella la que contactaría cuando pudiese hacer un hueco en su controlada agenda. Nos despedimos con un beso en los labios, sin lengua y corto. Encontré en él el sabor agridulce de las manzanas confitadas.

      Conseguir que te llegue a querer alguien a quien le resultas indiferente no es tarea fácil. Estamos acostumbrados, los hombres sobre todo, a arrebatar por la fuerza lo que somos incapaces de conseguir con la inteligencia o con el afecto. Ese no sería mi caso. Estaba dispuesto a entregarme a la causa del amor, a propiciar que Sophía guardase en su memoria un calor que no formara parte de ningún registro de los que conocía, un calor que pasara a ser su mayor patrimonio. Sophía era una mujer con un poso de tristeza, pero al mismo tiempo era valiente, decidida y segura de sí misma. Sabría valorar mis loables intenciones.

      21

      Como soy poco dado a la teología, lo divino no me aclara las dudas sobre la eternidad. Soy de los que creen únicamente en los placeres terrenales. Uno de los mayores deleites a los que aspiro en la suma del tiempo que me quede por vivir es la lectura.

      La tarde soñada con Sophía quedó en stand-by. En su lugar, decidí disfrutar de los relatos que Felipe Benítez Reyes publicó hacía algún tiempo. Doce relatos estructurados a lo largo de los meses que marca nuestro calendario anual. No me acuerdo del mes al que correspondía el relato que estaba leyendo cuando sonó el teléfono. Era Rafa.

      —¿Dónde te escondes?

      —Haciendo de España un lugar más seguro —parafraseé a Luis Lozano—. Fuera de bromas, me pillas relajado, disfrutando de la lectura.

      —Tenemos que hablar de gozar unos días en la costa, al remojo de sus saladas aguas, ¿no te parece?

      Desde los tiempos estudiantiles de la facultad, el grupo de amigos hemos conseguido perpetuar dos tradiciones. La primera es comer juntos dos veces al año, durante la feria de Córdoba y alguno de los días navideños. La segunda, pasar algunos días del periodo estival en algún lugar con mar. Bien es cierto que esta última cada vez somos menos los que la continuamos manteniendo. La vida conyugal de la mayoría es un hándicap difícil de sortear.

      —Invítame a cenar y lo dejamos atado.

      —Pedimos al chino, pagamos a medias y montamos la tertulia alrededor de la ensalada y el arroz oriental.

      —A eso de las nueve estoy por tu casa.

      La llamada de Rafa y el nuevo alborozo de Sophía, que no se dejaba controlar, me llevaron a dejar de leer. En su lugar puse la radio, buscando esas melodías que tanto ayudan a paliar el dolor de la vida mientras intentas darle forma al deseo y a la esperanza, al compromiso y al espíritu crítico, todo al mismo tiempo, todo en esta locura que es vivir.

      Escudriñando las distintas frecuencias me encontré con un programa donde el locutor interrogaba a un experto en terrorismo yihadista. El motivo que había originado la entrevista era la noticia de dos mujeres detenidas en Melilla cuando intentaban unirse a la yihad como dos guerreras más. Ambas confesaron en la Audiencia Nacional que fueron captadas a través de Facebook y por WhatsApp.

      El invitado explicaba que la yihad es la obligación doctrinal que tiene el musulmán de bregar por implantar la palabra de su dios transmitida por el profeta Mahoma. Que ese esfuerzo era tanto de carácter espiritual como material y que buscaba hacer del mundo un lugar más esperanzador. Al mismo tiempo, matizaba que el problema es la orientación que algunos musulmanes radicales hacen de los medios para alcanzar el fin. La conclusión final venía a decir algo así como que cuando se decide utilizar la violencia como obligación individual para contribuir a la liberación final de la umma es cuando aparece el yihadismo.

      Mi interpretación de todo lo que acababa de escuchar es que un día unos serían víctimas de la lucidez descarnada de otros.

      El programa dio paso a una sección donde animadores desde distintos puntos de la geografía española preguntaban a turistas extranjeros sobre su experiencia viajera en España. Escuchar las peculiaridades de mi país en otro idioma me calmó sin esperarlo. Todo parece menos estresante y más lejano en una lengua que no es la tuya.

      22

      Rafa me abrió la puerta con la sonrisa serena y afectuosa de siempre. Su expresión era despreocupada, pero no podía ocultar el recelo por algo que yo desconocía.

      Le conté la versión adulterada que me interesaba de lo sucedido con Sophía. Al fin y al cabo, no había testigos de mis pensamientos. El giro que acababa de dar la historia: de pensar en renunciar a mi placa de sheriff a mi inusitado interés por el complejo laberinto de puertas sin abrir que hay detrás de los deseos y de las obligaciones morales y cívicas con las que uno decide cargar. También le hice saber el pequeño contacto que había tenido con Teo Areces.

      —No es gran cosa, pero los primeros pasos están dados.

      —Es más de lo que crees. Ten paciencia, las prisas son malas consejeras —me advirtió.

      Hay quien se planta en la vida sin hacerse preguntas, atendiendo sin pretensiones lo que encuentra a diario. No quería ser de esos. Aun así, mi amigo tenía razón.

      —¿Te apetece algo de postre antes de que te cuente lo último sobre Abdel?

      —Un cubata.

      Mientras él preparaba los combinados de alcohol, encendí un cigarrillo y dejé volar mi imaginación entre las nubes de la mujer que empezaba a arruinarme el sosiego del corazón.

      —No te imaginas lo aplicado que está Abdel en sus estudios informáticos.

      —Me alegra saberlo. Es buena señal, ¿no? Quizá se haya dado cuenta de que las compañías que viene frecuentando no son las idóneas para labrarse un buen porvenir.

      —Ojalá fuera así, pero me temo que los tiros no van por ahí.

      Al


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