Tarantela. Abril Castillo
Para las tres alacrañas
con quienes viví en la casa de Morelia
y para el cactus de la Narvarte
Cubre la memoria de tu cara con la máscara de la que serás y asusta a la niña que fuiste.
—
Alejandra Pizarnik, Caminos del espejo
Treinta años después, el día amanece en silencio y sin esperanzas. Es momento de hacer preguntas.
—
Maggie Nelson, Jane
Esta novela fue escrita con apoyo del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes a través del Programa Jóvenes Creadores (2016-2017).
Tarantela México, primera reimpresión, agosto de 2020 © Abril Castillo Cabrera, 2019
© de la portada: Lucía Prudencio
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Priscila Vanneuville y Gloria Ybarra
ISBN: 978-607-27-1176-1, UANL
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RÍOS DE PIEDRA
Tengo cuatro años y se hace tarde para salir. Mi mamá nos da jugo de mandarina y nos dice a mi hermano y a mí que nos lo tomemos rápido, pero el jugo no está colado y yo trato de escupir las semillas. No hay tiempo, me dice, trágatelas, no pasa nada. Y me acabo el jugo y me como todas las semillas.
Tengo cinco años y vamos en carretera. Mi mamá saca unas mandarinas y me pasa una. Me divierto quitándole la cáscara mientras coloco cuidadosa los pelitos en mi muslo. Es lo único que no me como. Cuando me termino la mandarina, mi mamá voltea para tomar la basura y me pregunta por las semillas. ¿Dónde dejaste las semillas?, me dice preocupada. Me las comí, le contesto. Mueve la mirada de mi muslo a mis ojos y me dice que las semillas no se tragan. ¿Qué me va a pasar? Suspira y se voltea a ver con mi papá, que maneja. Me mira de nuevo y me asegura que, no siempre pasa, pero podría crecerme un árbol en la panza. Espero paciente todo el día. Si para la noche no me ha atravesado una rama la garganta, expulsaré la semilla y seguiré viva otro día, al día siguiente, y otros más después de eso. Y si eso ocurre, no volveré a comer semillas.
Los pies me colgaban aunque tenía las piernas totalmente estiradas. El tío Guillermo me dio una galleta y seguimos esperando en ese pasillo largo con luces blancas. Batas blancas. Piso blanco. Paredes blancas. Cristales que separan los cuartos. No alcanzaba a ver qué había del otro lado, pero la gente se asomaba. No, no quería galleta. Me di cuenta cuando ya la había mordido y sólo la escupí. Guillermo dijo que me la comiera. Lloré. Dejó de insistir. Salió un hombre con bata azul, con la cabeza y la boca cubiertas. Sonrió. No lo supe por su boca, porque no la veía, sino por sus ojos. Eran los ojos de mi papá. Era su voz cuando dijo que Lucas estaba mejor. Guillermo me cargó y a través del cristal vi una pecera con alguien más pequeño que yo. La persona más pequeña que jamás había visto. Vi un pie, quizá era una mano. Vi tubos que salían de su nariz. Su boca clausurada. Vi luces falsas y un movimiento muy leve. No vi completa su cara. No alcancé a ver sus ojos. No existían trajes azules de mi tamaño. O eso me explicó mi tío cuando traté de seguir a mi papá y la puerta se cerró en mi cara.
Me ofreció otra galleta y esta vez me la comí.
¿Cómo se vería la boca de Lucas sin esos tubos?, imaginaba. ¿Y sus ojos, cuando los abra?
Mi hermano nació enfermo. No lo había visto, pero ya sabía que se llamaba Lucas. Mi mamá me había dado una muñeca que se llamaba Lucas también y tenía unos ojos muy bonitos que se le cerraban al acostarla. No había visto a mi mamá tampoco. Guillermo me cuidó mientras tanto.
El tío Guillermo tenía muchos animales en su casa. Pájaros, un perrito de la pradera y un oso enorme en las escaleras. Mi papá me dijo que Guillermo los había matado. Mi mamá, que los había cazado. Todos estaban muertos. Cuando iba a su casa, no podía dejar de ver al oso con el gran hocico abierto y los ojos de canica. Si no hubiera estado tan alto, habría intentado tocar esos ojos que miraban siempre sin ver nada.
Como en el súper, en donde me detenía a ver los pescados mientras mi mamá le pedía algo al encargado. Aprendí que pez es cuando está vivo, pescado cuando está muerto. Pez cuando nada, pescado cuando lo sacan del agua. Pescado lo que te comes. ¿Qué palabra se usa para un humano muerto? Tocaba los ojos de los pescados. Tocaba su cuerpo frío. Mojados, no sabía si por el hielo en el que los acuestan o porque son ellos mismos de agua. Sus escamas de colores, delicadas, fáciles de quebrar cuando se secan. Apenas rozaba con mi dedo sus cuerpos quietos. Sus diminutos dientes y su boca abierta, igual que la del oso.
Nunca vi un humano muerto.
¿Quieres conocer a tu hermano?
Mi papá me cargó y juntos recorrimos ese frío camino de mi recámara a su cuarto. Ahí había una cuna blanca con un velo que caía desde el techo, que brillaba solo. No sabía dónde estaba mi mamá, no la había visto en semanas. Mi papá me puso en el piso, como si fuera un pez que dejaba en el río, y con cuidado me acerqué, sintiendo que lo que estaba a punto de ver iba a cambiarlo todo, después de una larga espera.
Sólo veía cobijas enredadas, sombras grises entre mantos blancos. Noté una mano, pero me dio miedo tocar a mi hermano.
Después vi una nariz, bajo un gorro que terminó por caerse. Lucas abrió los ojos y me encontré con una mirada frágil que me contaba sin palabras que nacer era tan difícil como morir. Tomé su mano y dejó de preocuparme no ver a mi mamá, porque podía sentirla cerca. Y entendí que esa fragilidad ante la que estaba era la felicidad y la muerte, que son una y la misma cosa.
Mi papá siempre me pedía que no matara a las arañas. No te hacen nada, me decía. Además se comen a los moscos.
En la casa había muchas telarañas. Me gustaba vivir ahí. Me gustaba esa casa y mi ciudad húmeda. Me gustaban las arañas.
Mira, abuela, una telaraña, le enseñé a la abuela una vez que fue de visita. Disfrutaba ver a las arañas tejiendo y también a la abuela. La abuela tomó una escoba y destruyó la telaraña. En cuanto la araña cayó, la abuela dio un paso adelante para aplastarla y la arrastró hacia ella. Todos sus jugos quedaron embarrados en el piso.
No me miró en ningún momento.
A las arañas no las matamos, abuela.
No se mata a las arañas, me había enseñado mi papá, a los alacranes sí. Los alacranes son venenosos, las arañas no.
Una