Tarantela. Abril Castillo

Tarantela - Abril Castillo


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había sido toda mía.

      Aura hacía salsa macha que era puro chile serrano molido. Quien más la comía era mi abuelo. Además, comía chiles verdes a mordidas. Él era macho como la salsa. Mi papá decía que más bien ya no sentía el picor, a diferencia de nosotros. Que tenía la lengua muerta.

      Mi abuelo a veces se levantaba un poco el pantalón a la altura de la espinilla y me mostraba su cicatriz. La apuntaba con el dedo y seguía una línea desde ahí hasta su pecho. Cuando lo operaron, le metieron una vena falsa por ahí. Gracias a eso siguió vivo.

      Luego del cuarto infarto, el abuelo evitaba tomar analgésicos para poder notar cuando un dolor le dejaba de doler. Salía a caminar todas las mañanas. Si me despertaba antes y él no iba muy lejos, aceptaba que fuera con él. Tenía que ir más lento porque mis piernas eran más cortas que las suyas. De todas maneras, nuestros pasos iban al mismo compás.

      A veces llegábamos a los Viveros y veíamos ardillas. Otras íbamos al centro de Coyoacán y veíamos palomas. Otras, sólo pasábamos al súper y me compraba paletas heladas para toda la semana, una por día. Pero luego mi hermano también quería y ya no alcanzaba a probar todos los sabores.

      También iba a los Viveros con la abuela, pero con ella comprábamos flores. Un día entramos a la casa con muchas plantas nuevas. Mientras la abuela las dejaba en el jardín con ayuda de mi papá, yo entré a la casa con una violeta.

      Qué raro que la abuela te haya comprado una, ella odia las violetas, me dijo mi mamá.

      No odio las violetas, nos interrumpió la abuela desde el marco de la puerta, sólo que siempre se me mueren. Siempre las ahogo o se me secan. Nunca encuentro el punto exacto para mantenerlas vivas. A Jano sí se le daban, eran sus favoritas.

      Cuando cumplí cinco años, mi mamá me dijo que había alcanzado la edad de todos los dedos de mi mano. Sólo por eso hubo fiesta en casa de los abuelos.

      Ese mismo día la abuela cumplió sesenta. Pasó su cumpleaños entre niños y papás desconocidos y sus amigos de siempre, en una fiesta con un mago y pastel de helado, porque yo odiaba el pastel de merengue.

      Cuando extendí mi mano y vi mi vida contenida ahí, sentí que algo se me moría. Que no podía dar marcha atrás. Que un día no me iban a alcanzar las manos ni los pies para cargar con todos mis años. La primera mano era el principio de eso.

      El mago hizo que mi mamá metiera la muñeca en una guillotina y le pidió que sostuviera un pañuelo. Yo no aguanté y cerré los ojos justo cuando la cuchilla cayó. Vomité de la impresión.

      Luego resultó que era un truco de magia.

      Yo seguí llorando, embarrada de vómito y mocos y lágrimas.

      La magia se siente igual que la realidad.

      Cuando mi mamá sacó la mano entera de la guillotina, yo la tomé con mis dos manos y le besé la palma y el reverso, para asegurarme de que estuviera pegada a su cuerpo: ¿Sientes mis besos, mamá?

      Me dieron Mirinda para el susto. Dejé de llorar porque todos se reían y me hacían caricias en la cabeza.

      El abuelo salía temprano por la mañana y llegaba hasta la hora de la comida. No sé a dónde iba. La abuela iba al salón de belleza, a la iglesia, al súper hasta tres veces al día. Iba a ver a sus amigas. A veces la acompañaba, aunque odiaba el salón de belleza. Horas perdidas frente a un espejo donde todos te ven mirarte. La abuela iba y venía y yo me quedaba sola. Con Aura.

      Había una escalera secreta que me dejaba en el cuarto de lavado que está junto a la recámara de los abuelos. Era secreta porque en realidad tenía prohibido usarla. Mi abuela decía que me podía caer. Pero ella no le llamaba secreta, sino de servicio. Mi mamá le llamaba de caracol. Yo le llamaba secreta porque nadie sabía que subía por ahí. Como una vez me regañaron, mejor ya no les contaba.

      A quién le importan mis secretos.

      A nadie.

      A los muertos.

      A mí.

      Por esa escalera subía y por esa escalera bajaba después. Aura me creía en la mesa del antecomedor separando las piedras de las lentejas. Yo subía y bajaba rápido y ella pensaba que nunca me había ido. Era como un fantasma. Recorría la casa. La recámara de Jano. La biblioteca. Los baños. Abría los clósets. Sacaba la baraja y el dominó del cuarto de juegos y volvía a acomodarlo todo para que nadie se diera cuenta de que había pasado por ahí.

      Un día entré a la recámara de los abuelos, a sus vestidores alfombrados, y me senté frente al espejo de la abuela, en su banca de madera y mimbre. Abrí las puertas donde guardaba su maquillaje y me pinté la boca de rosa. Luego de rojo. Luego de vino. Luego de café oscuro. Me despintaba con el reverso de la mano. Mi piel se volvió una suma de colores de sangre. Me pinté la boca del primer rosa otra vez y así me la dejé. Tomé la lata de espuma de rasurar del abuelo y me eché un poco en la mano. La acaricié como si fuera un conejo bebé hasta que se derritió, como un helado. Aunque me enjuagué luego luego, no se iba ese olor punzante a colonia. Se me atoró en la garganta y no sé si fue eso lo que me dio náuseas o lo que encontré después.

      Cuando entré al vestidor de la abuela, me fui directo al clóset que tenía una sección con cerradura. Ese día las puertas de madera estaban abiertas. Vi sus collares, aretes, perfumes y una flor seca, vi la imagen de un santo y, en medio de todo, vi la foto de una pareja abrazada en una fiesta. No entendía por qué esa foto estaba guardada, por qué no la dejaba afuera con las demás fotos. Por toda la casa había fotos de mis papás, de mi hermano, mías. De mis tíos cuando eran niños y también de grandes.

      La foto escondida no parecía muy vieja. El hombre y la mujer debían tener la edad de mis papás. Estaban en una boda, abrazados, se veían muy felices. El hombre estaba vestido de traje y la mujer con un vestido blanco y un velo. Ambos sonreían plenamente, las caras pegadas cachete con cachete, miraban a la cámara pero se abrazaban con todo el cuerpo. Era de noche y atrás de ellos estaba la fiesta. No parecía importarles perdérsela.

      Escuché un ruido en el pasillo y mientras cerraba todo, alguien dijo a mis espaldas mi nombre y brinqué del susto. Vi a mi mamá en el marco de la puerta del vestidor. ¿Qué haces?, me regañó en un susurro. Pero luego se rio. ¿De qué te ríes?, le pregunté quedito. No sabía por qué hablábamos así. Como si jugáramos a las escondidillas. Las dos éramos fantasmas. Ya no te pintes la boca, le arruinas todas sus pinturas a la abuela, me regañó. ¿Quién es él, mamá?, le pregunté en un volumen normal de voz, para que el juego terminara. A mi mamá se le quitó la sonrisa. Vámonos, me dijo otra vez a media voz, no tenemos por qué estar aquí, tú no tienes por qué estar aquí, vámonos. Y apagó la luz.

      Siempre le preguntaba a mi mamá por qué ninguno de mis tíos se había casado. Quería tener primos para jugar.

      Juega con tu hermano, me decía mi mamá.

      No quiero jugar con mi hermano. Quiero primos de mi edad.

      Aunque tus tíos tuvieran hijos ahora mismo, no tendrían tu edad. Serían más chicos que Lucas. Juega con Lucas.

      No quiero.

      Pues juega sola.

      Mamá, ¿por qué si tú eres la más chica, tienes los hijos más grandes?

      Porque tus tíos no quieren tener hijos. Jano seguro sí habría querido.

      Mamá, ¿quiénes son los novios en la foto escondida de la abuela?

      Pregúntale a ella.

      El siguiente domingo acompañé a la abuela a la iglesia.

      Tú ni crees en Dios, me dijo mi mamá.

      Yo no sabía qué era Dios, pero me gustaba ir con la abuela. Tal vez sí creía en él.

      Sólo vas porque te compra dulces a la salida.

      La abuela dejó que me bañara con ella ese domingo, porque ya era tarde


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