Tarantela. Abril Castillo
Me puso un vestido elegante y me quiso peinar como una niña que vio en la iglesia una vez. Me restiraba mucho el cabello y me cepillaba tan lento que hacía que me doliera más. Cuando mi mamá me cepillaba, lo hacía duro y rápido y terminaba en pocos segundos. La abuela se detuvo con cuidado en cada nudo y, cruel pero hábil, los desbarató todos.
Al terminar conmigo, se sentó a mi lado en la banca, frente al espejo. Abajo de sus ojos le colgaba la piel, igual que su cuerpo desnudo. Como si sus ojeras, sus brazos, su pecho hubieran estado inflamados. La abuela se puso rímel. Se puso sombras. Se puso rubor y me dejó sugerirle un labial. Le pasé el rosa que era mi favorito. Se puso al final de todo sus lentes y me miró a través del espejo. Estamos listas, me dijo. La huella de su tristeza ya no se notaba para nada. Me miró de lado, sin espejo de por medio, y nos sonreímos.
La abuela entró a su vestidor, sacó una llave de un zapato blanco y abrió frente a mí la puerta secreta. Ella no sabía que yo la conocía. Vi la foto prohibida y la señalé: ¿Y esos quiénes son? A la abuela se le cortó la respiración. Es Jano, dijo, y cerró las puertitas de golpe.
Nos fuimos a la iglesia, pero esa vez no me compró nada a la salida.
La abuela me dijo que no quería poner otra vez veneno para ratas en el Otate. Se me hizo raro, porque Lucas y yo jugábamos en el jardín todo el tiempo y nunca vimos ninguna rata.
Estábamos paradas frente a la ventana, la abuela y yo. De pie en la ventana del cuarto que era de Jano, mirando hacia el jardín. Unos jardineros arreglaban los arbustos y las flores y el pasto.
Ahorita no salgas al jardín porque está lleno de caca, me dijo la abuela.
¿De caca?, no entendí a qué se refería.
Sí, el abono es caca. Caca de caballo. Por eso huele horrible. Esa caca atrae ratas y ratones. Pero ya no quiero poner veneno, me quedé muy asustada de lo que pasó.
¿Asustada de qué?, le pregunté.
Pues de qué va a ser. Asustada de lo que le pasó a Jano.
Tú y yo somos del mismo día, me explicaba la abuela. Las dos géminis, pero de signo chino distinto.
O sea que si yo hubiera nacido serpiente, habría sido gemela exacta de mi abuela. Pero nací rata.
Mi mamá me contaba cómo, según la leyenda china, en el camino a visitar a Buda, iban todos los animales juntos. Doce animales. Y que a punto de llegar, la rata iba a ser la segunda, pero como no quería perder, se le subió en la joroba al buey que iba de primero y saltó adelante en el último momento. Se fue descansando en su lomo mientras él corría. Luego se quedó con todo el crédito.
Sea como sea, mi mamá agregaba, cada que nace una rata, toda la historia de los signos vuelve a empezar. Del uno al doce, una y otra vez.
Había una película que veía mucho, donde todos eran ratas. Los personajes hacían un viaje para intentar salvar a la rata menor. Pero en el viaje, la rata mayor se moría.
Veía la película una y otra vez, y mi papá un día me preguntó por qué.
Me gusta que la rata vieja reviva cada vez que la película vuelve a empezar, le dije.
Le dio risa.
Entonces no termines de verla, déjala en medio y así la rata vivirá para siempre, me sugirió.
Eso sería hacer trampa, le dije. El chiste de las historias es verlas completas.
¿Aunque sufras?
Sólo siento feo cuando se vuelve a morir, en el resto de la película no, al contrario: me da gusto verla otra vez viva, no importa que sólo sea un ratito.
Yo sólo vi tres veces a Jano.
Una fue sentado en una cama. Mientras se amarraba una agujeta, me sonrió.
La otra no me sonrió. Lo vi pero él no me vio.
La última fue en un jardín. Ya no parecía Jano. A veces no estoy segura de si inventé ese recuerdo o si realmente ocurrió. De los otros dos sí estoy segura, aunque nadie me crea.
Recorría sola los pasillos de casa de los abuelos. Entré a una habitación y estaba Jano amarrándose las agujetas. Tenía el cabello mojado y había una toalla tirada en el suelo. Su cabello castaño goteaba, pero las gotas desaparecían en la alfombra, las amortiguaba y ni se escuchaban. Olía a jabón y había un calor dulce por el vapor que se colaba a través de la puerta del baño. Lo miré desde el piso y me sonrió; sólo vi sus bigotes y sus dientes y su labio de abajo, el de arriba no se veía por el bigote. Yo no sabía hablar, no tenía más de un año.
Mi mamá tocó la puerta de la casa del Otate y Jano abrió en pijama. Tenía el pelo pintado de amarillo o decolorado de naranja. Su bigote seguía siendo café. Era diferente al otro Jano, al de las agujetas. Esta vez no sonreía, ni siquiera me miró. Abrió la puerta y se fue, sin decirnos nada.
No quiere que se le espante el sueño, me explicó mi mamá.
Estaba en un jardín y hacía sol. A lo lejos vi venir a alguien en silla de ruedas.
Saluda, le dijo el enfermero al hombre en la silla de ruedas, pero el hombre no podía hablar. Miré sus ojos y me pareció reconocerlo.
Ale, ¿no vas a saludar a tu familia?, le preguntó el enfermero. Le hablaba como si fuera un niño chiquito, aunque parecía de la edad de mi mamá.
No conocía a ningún Ale. Ale sonrió y sus ojos lagrimearon a la vez. El sol le estaba dando de frente y no parpadeaba. Giré la cabeza hacia donde Ale veía y miré directo al sol. Mi mamá se interpuso: Eso no se hace. Quise decirle que Ale sí estaba mirando de frente, pero cuando volví a verlo el enfermero ya lo había girado. Vi puntos blancos hacia donde volteara durante unos segundos.
No supe si acercarme o no y tomé fuerte la mano de mi mamá y la de mi muñeca roja. Tenía una muñeca roja y otra verde. La verde la había dejado en casa de los abuelos.
No es Ale, le dijo mi mamá al enfermero. Le decimos Jano.
Jano no podía hablar y yo no quería hacerlo. Ya no tenía bigote. Me daba miedo verlo sin bigote. No entendía su llanto ni por qué no caminaba. Miré sus pies y no tenía zapatos, sino unas chanclas que mostraban sus dedos blancos, amarillos, casi transparentes. Miré sus manos y me dieron miedo sus huesos. Miré sus ojos y entonces reconocí a mi tío. Nos miramos.
Le mostré la muñeca roja. Sólo la levanté a la altura de mi cabeza con el brazo de lado. Con los ojos le señalé también a mi nuevo hermano. Los dos, Jano y yo, habíamos cambiado desde la última vez.
¿Qué te pasó?, quise preguntarle, pero cuando estaba a punto de hacerlo, algo dijo Jano entre dientes. La abuela parecía ser la única que le entendía, porque todos los demás se acercaron ligeramente a él cuando emitió esos sonidos. Menos la abuela. Y menos mi hermano que, como siempre, se rio para llamar la atención de mi mamá, quien en ese momento me soltó.
Me quedé con la muñeca roja en una mano y la otra vacía. Nadie me miraba a mí. Tampoco Jano, a quien acababan de girar otra vez hacia el sol.
Yo me lo llevo de regreso al cuarto, le dijo la abuela al enfermero.
Mi abuelo los siguió detrás.
Y los vimos alejarse del jardín. Mi mamá abrazó a Lucas y yo a la muñeca roja. Los cuatro mirábamos en dirección al trayecto del sol y lo seguimos hasta volverse sombra.
Aura decía que la abuela se arrugó mucho de tanto llorar.
Si no dejas de llorar, te vas a poner viejita como tu abuela, me amenazaba.
¿Por qué lloró tanto la abuela, Aura?, le pregunté una vez.
Porque se le murió Jano. Ahí se le puso el pelo gris y se le arrugó toda la cara.
¿Cuándo se murió Jano?, le pregunté a mi mamá.
Tú