Los mejores días. Magalí Etchebarne

Los mejores días - Magalí Etchebarne


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      Los mejores días

      Magalí Etchebarne

      Los mejores días

      las afueras

      © Magalí Etchebarne, 2017

      Publicado por primera vez en Tenemos las Máquinas. Argentina, 2017

      © de esta edición, Editorial las afueras, 2019

      Av. Diagonal, 534

      08006 Barcelona

       www.lasafueras.com

      ISBN: 978-84-949837-1-9

      Diseño de la colección: Hermanos Berenguer

      Maquetación: María O’Shea

      Imagen de la cubierta: archivo familiar de la autora

      A Marta Schiavoni

      La mayor parte del tiempo los locos o los cuerdos tropezaban en la oscuridad, buscando con manos extendidas algo que ni siquiera sabían que querían.

      Claire Keegan

      Como animales

      Las mujeres en esta familia no engendran a sus hijos, se los traen de lugares. A nuestra prima Carolina la trajeron de una provincia del norte cuando tenía cinco años y dice mi mamá que llegó con las uñas negras de carbonero; la abuela misma no conoció a su madre, la entregaron a una prima lejana porque no tenían plata para criarla. Y a Francisco la tía Perla lo fue a buscar a una iglesia y cuando lo acostó en la cama de la abuela ya pesaba ocho kilos. Tenía el pelo duro y marrón y las piernas gordas y apretadas como un pollo al horno.

      Perla había abierto la puerta con el bebé en brazos. El santito venía envuelto en una manta verde agua. Casi no me dejaban ver qué pasaba, porque todas rodearon a Perla y se la llevaron como si fueran palomas picoteando de lo mismo. La abuela dijo por acá por acá, y abrió la puerta doble de su cuarto y Perla lo acostó en la cama. Ahí me dejaron pasar, que lo conozca la nena, dijeron. Por fin podía verlo de cerca. ¡Y olerlo! Tenía la cara redonda y gorda y los ojos cerrados con tanto hermetismo que pensé que nunca antes había visto a una persona dormir.

      Todas muy pavotas se sentaron en la mesa de la cocina y festejaron; la abuela Nélida preparó la mesa, mi mamá puso el té y la tía Perla sirvió los ñoquis fritos de miel y nueces, una receta a la que yo le adjudicaba orígenes ancestrales, pero que más tarde me enteré de que había sacado de la revista Para Ti. También estaban mis primas, Carolina y María, que también eran hijas del padre de Francisco pero con una mujer anterior a Perla, y también estaba mi hermana. Más tarde llegó la tía Susana. Estaban contentísimas y hablaban y hablaban a los gritos sin importar que el nene nuevo durmiera. Carolina cantó una canción que no me acuerdo, y cuando el tío y mi papá llegaron, frenaron todo para poner la cena.

      Yo estaba hipnotizada, me había enamorado.

      No sé si es algo que a los niños les pasa, enamorarse de bebés, porque no hablo mucho con niños y no sabría cómo hacerles esa pregunta. Pero durante mucho tiempo pensé en él y en mí, pensé en él y en mí como dos alas de una misma cosa, y de esa imagen no extraía nada; pero hoy que soy grande, una mujer adulta, me doy cuenta de que esa es la explicación: me enamoré de mi primo cuando yo tenía cinco años y él era un bebé.

      Después dijeron de nosotros que éramos culo y calzón, y que a mí me gustaba cuidarlo. ¡Que lo cuidaba! Eso me da gracia, porque ¿qué podía saber yo lo que era cuidar?

      Cuando creció, trajo a mi vida la gracia de estar vivos, la luz sobre la crueldad y me hizo saber cómo mueren y sufren mudos los animales. Lo veía descubrir el mundo y era abrir la cortina y ver todo lo mismo pero desde el escenario. Y trajo a mi vida el hecho de ser hombre como una forma de ser que también podía ser sofisticada: no era un rabioso como su papá ni indiferente como el mío, sabía estar en silencio contemplando sus propios planes, abollar un moquito mientras ideaba una aventura, andar descalzo por el jardín y señalar las apariciones: allá abajo arañas, aquí ojo que hay plantas venenosas, ahí sapos, allá huesos de antepasados, por ahí escondites secretos y pistas de fantasmas.

      Con la carabina que enseguida aprendió a usar, matábamos palomas y después las tirábamos en los tachos altos al lado de la parrilla, donde había restos del asado del mediodía que él había masticado pero no había tragado. Caían con su peso de plumas sobre el colchón de carne cocida.

      No fueron años divertidos, pero hubo grandes días. Así los recuerdo. A pesar de que después todos murieran y nos dejaran solos en el mundo y ya no supiera de él más que el dato guarango de que tiene una fiambrería.

      Pero su reaparición en mi vida volvió a afectar mi personalidad de una manera salvadora. Primero, me ayudó a idear un plan para taclear a ese viejo para el que trabajo y también a su secretaria, y aunque él no lo sabe me recordó que todavía puedo construir escondites en mi propia casa, incluso estando rodeada.

      * * *

      Hay moscas en la casa porque el vecino de abajo dejó una bolsa con basura en su balcón desde hace más de una semana. Me asomo por la ventana del lavadero y la veo. Si en esta casa hubiera fantasmas podrían venir por detrás ahora y empujarme, hacerme caer ocho pisos. Siempre pienso en fantasmas cuando estoy sola. Es una bolsa grande y negra, que a esta altura abrieron los pájaros a picotazos. Sobrevuelan el pulmón de manzana y apuntan a la bolsa. Se tiran en picada, picotean, se llevan cosas.

      —Es una carnicería —dijo mi novio.

      La bolsa está abierta como un ano. Como las fotos de ese artista brasileño que tituló a su obra El ojo del culo. Una serie de imágenes de agujeros anales tomados de muy cerca. Un amigo gay subió el link a Facebook. Algunos pusieron comentarios diciendo que eso no era arte pero otros decían que sí, sí, sí, ¿por qué no? Una chica escribió «para mí fue revelador, siempre creí que era ciego».

      —Parecen el centro de un moño.

      —La boca llena de un volcán o un cráter en algún desierto.

      —Una foto de la Tierra de hace miles de años— con mi novio perdemos el tiempo como podemos.

      Y su olor sube, sube y sube, llega hasta nosotros y anuncia la putrefacción. No podemos salir al balcón porque una ráfaga podría despabilar la oloranga. Le digo a mi novio que huele como los camiones de basura cuando uno pasa cerca, cuando uno está por cruzar la calle pero se pone en verde para ellos y avanzan como elefantes indigentes, enojados, y justo cuando están a tu lado tosen los motores para confundirte. Los chicos que cuelgan atrás, los que corren por las bolsas como en un juego del grupo de Acción Católica, y vuelven hasta el camión con las bolsas en la mano, siempre sonríen cuando te ven y sos mujer. Yo recibo sus frases, a veces hasta los miro con un gesto de disculpas: perdón por no tener que hacer ese trabajo y solo estar esperando para cruzar, pero te agradezco por estar haciendo eso, es importante para mí, para la ciudad, para el mundo todo.

      ¡Esperen! Se están cayendo un pañal que envuelve caca y tomates y una lata oxidada y vacía, una boca pequeña diciendo secretos ahí abajo, como un ano.

      Pero pienso en esos chicos ahora y gracias Dios por este trabajo que tengo. Estoy sentada la mayor parte del día y finjo interés, lo cual no habla bien de mí, ni de mi inteligencia, ni de mi educación, pero no quiero exigirme tanto. Son más de nueve horas en las que huelo relativamente bien, aunque a veces decido no bañarme en todo el día, pero a veces sí, a veces lo hago dos veces por día. Trabajar desde mi casa es como no crecer. Me saco tierra de las uñas, me quedo todo el día en bombacha, metiendo la mano ahí hasta sacarla mojada. Puedo trabajar así, masturbándome si quiero, nadie lo vería, tengo que lavarme las manos para seguir usando el teclado porque


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