Los mejores días. Magalí Etchebarne

Los mejores días - Magalí Etchebarne


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veces el viejo no me paga, o me paga de menos, siempre tiene excusas para hacerlo fuera de tiempo y de forma, pero sobre todo de cantidad. Mi novio dice que es congruente, que un garca no le paga al biógrafo porque tiene que sostener una personalidad hasta la muerte. Así que antes de irme me dice que me dará el cheque recién en quince días porque necesita ver más material, necesita ver avances y progresos, necesita ver las curvas de su vida, leer si soy capaz de poner en palabras y por escrito el valor de su carrera.

      * * *

      ¡Nadie entiende lo que es ver crecer a alguien que trae sus propios genes! Es un milagro. No podía adivinar ningún rasgo de nuestra familia en su cara. Los ojos de Francisco eran suyos, lo redondo de su cabeza lo había traído él, y cada cambio de su cuerpo, para mí, era un paso en la luna. Una vez, se me cayó al suelo. Es el día de hoy que me acuerdo y sufro. La cabeza sobre el rosal, las espinas en la nuca. Lloraba pero me perdonó. Pero eso tiñó para siempre mi imagen frente a los demás. Pensaban que yo lo celaba, y hablaban de mí por lo bajo. Qué odio. Cuando un adulto se convencía de algo era como nadar en brea, y eso que yo nunca nadé en brea, pero sí jugué al remolino en la pileta y sé lo que se siente ir contra la corriente, sola, sola en contra de todos.

      Un sábado nos llevaron al hipódromo porque su papá le apuesta a los caballos. Francisco se había puesto morrudo y altivo, un príncipe indio que hablaba poco pero miraba como si supiera el secreto del mundo. Éramos inseparables. Mi tío se unió a un grupo de hombres como él, fumaban, hablaban, se paraban de golpe. Nos aburrimos así que nos dejaron alejarnos por ahí.

      Encontramos un kiosco y quisimos comprar dos alfajores, pero ninguno de los dos tenía plata. Un señor nos chistó desde un rincón. Era un viejo pelado y fumaba de costado. Nos preguntó si queríamos moneditas y Francisco le dijo que sí. El tipo dijo les doy, ¿pero vos me das un beso? me preguntó. Francisco dijo dale, dale un beso así nos da una moneda. Y el señor me levantó en brazos y nos dijo vamos al kiosco de afuera.

      Me llevó en brazos todo el camino, y me tuvo así todo el tiempo mientras la kiosquera puso los caramelitos y los alfajores en la bolsa. Solo entonces, cuando la kiosquera le entregó el vuelto y la bolsita, me bajó y se la dio a Francisco. Bajó la cabeza y se apuntó a la mejilla. Le di un beso y salimos corriendo.

      Al rato, su papá nos empezó a llamar por altoparlantes. Francisco me dijo vos seguime, yo sé dónde está mi papá, y lo seguí. Creo que había fe ahí. No tiene otra explicación, ¿el amor? Fe.

      * * *

      El lunes salí de la oficina del viejo hecha un león. Me presenté a las nueve como habíamos quedado con Aurora por mail pero cuando llegué, el viejo no estaba, nunca apareció. Aurora me puso a esperar en la sala de conferencias y me dejaron encerrada una hora. Cuando me quise levantar para ir a ver qué pasaba, por qué nadie venía ni siquiera a ofrecerme un vaso de agua, no pude abrir la puerta y me di cuenta del encierro. Estuve gritando cuarenta minutos. Hasta llamé con mi celular al teléfono del escritorio de Aurora, pero nada. Escuchaba cómo sonaba a lo lejos, parecía su risita diabólica. Casi a la hora, apareció un chico con cara y dicción de entrerriano y dijo que no se habían dado cuenta de que había alguien ahí, que habían cerrado sin querer. No puedo demandarlos, pero lo haría.

      Cuando salí a la calle, doblé en la esquina y me lo choqué. Ahí estaba; mi primo Francisco, rapado, con barba y los brazos tatuados con palomas.

      Me dijo eh, hola, yo dije hola, ¿sos vos? Como para entender lo que pasaba. Y nos abrazamos. No soy de abrazar a la gente, pero él me agarró y así nos quedamos cuatro o cinco segundos. Caminamos juntos, él iba para otro lado pero dijo te acompaño. Hacía diez años que no nos veíamos.

      Cuando sus padres murieron, sus medio hermanas desaparecieron. Dividieron la herencia y lo perjudicaron a conciencia, como hacen en las películas, y aunque él apenas tenía dieciocho, no lo llamaron más.

      —Por mí mejor —dijo—, son unas gordas traumadas y angurrientas.

      Me dijo que se había ido a vivir a Córdoba y se había hecho una casa de barro al pie del cerro Uritorco, en unas tierras que no tenían dueño. Pero un día se tuvo que ir porque otros ocuparon la tierra de al lado y pusieron una pista de kartings. Se volvió porque dice que se convirtió en un infierno a cielo abierto. Con lo que le quedó de esa herencia mal dividida, se abrió una fiambrería. Había querido ser piloto de avión, pero las horas de vuelo son carísimas y nunca llegó a juntar suficientes para volar sin instructor o llevar gente. Le gustaban las armas, me dijo, como le habían gustado siempre y me invitó a ir un día a jugar paintball.

      —Nos disparamos con rifles de aire comprimido cargados con pinturas; antes marcaban así a los animales.

      Iré, le dije. Y antes de que se alejara le vi la cabeza rapada, el piquito en el centro de la nuca que formaba su pelo igual que cuando era un bebé.

      El encuentro me tuvo emocionada varios días, y mi novio me convenció de que lo invitara a comer a casa. Que las familias se unen cuando alguno toma la iniciativa.

      Esa noche, él preparó carne al horno con papas y compramos vino. Francisco llegó con una botella de whisky y porro. Yo estaba nerviosa. No había sabido cómo vestirme, ni si tenía que maquillarme, no era un amigo, tampoco una cita, ni siquiera era alguien a quien conociera tanto, hay que decirlo, habían pasado tantos años que toda nuestra complicidad había quedado en la infancia, un lazo sanguíneo que habíamos inventado y que ahora teníamos que comprobar si seguía vivo.

      Cuando llegó, nos sentamos en el living, mi novio me dijo que iba a ser más descontracturado comer en el piso, sobre la mesa baja, y no los tres en las sillas altas de la cocina. Y a pesar de la artillería pesada que había traído Francisco, al principio solo tomamos vino y nos comportamos como personas limpias.

      Al final, cuando ya habíamos terminado de comer y estábamos esperando el helado, Francisco dijo si podía encender un porro y creo que mi novio por fin respiró.

      —¡Claro que sí, hermano! —le dijo. Y ahí nos vi unidos, tres vagos a la deriva.

      Francisco se acordó de nuestra casa en el árbol, arriba de un olivo que estaba junto al palomar. A través de una roldana nos subían comida. Su papá le había pedido a un herrero que le construyera esa torre a su príncipe, y nada me pareció más acertado en el mundo; allá arriba, al final del jardín frondoso y lejos de la mirada de los demás, podía admirarlo de cerca.

      Hablamos del funeral de la abuela al que él no había ido porque estaba en Córdoba, de la demencia senil del abuelo sobre el final, y recordamos en voz alta, y para mi novio, cuando el abuelo se subió a un 165 en la avenida Pavón y Cordero y terminó en Pompeya. Lo trajo de vuelta el colectivero que lo reconoció perdido. Otra noche se despertó diciendo que tenía que llevar a las palomas para que las soltaran. Ya estaba viejito y el palomar no existía. Mi tío había vendido esa casa, los nuevos dueños habían tirado abajo todo, incluido el palomar, y habían hecho un gimnasio, y los abuelos vivían con nosotros. Mi papá tuvo que seguirlo en el delirio, ponerse la campera arriba del pijama, hacer lo mismo con el abuelo, y llevarlo hasta la colombófila de Lomas a las tres de la mañana. Cuando llegaron, mi papá le hizo señas al sereno y el tipo se avivó.

      —No, don Gregorio, suspendieron el concurso, pensé que le habían avisado.

      Francisco dijo que esperaba no envejecer, que antes de que se le volaran así los pájaros, prefería mirar todo desde arriba y mandar saludos.

      Le conté de mi trabajo, del viejo, de su secretaria, y de la historia de su vida que estaba escribiendo, que al tipo no le gustaba, y que yo quería renunciar pero necesitaba la plata. Le conté que me habían encerrado.

      Mi novio se paró para llevar los platos, guardar la carne que había sobrado y preparar el whisky.

      —¿Te acordás de eso que le había pasado a la abuela? ¿Esa señora que la cuidaba y que cuando la echaron, antes de irse, puso pescado en los barrales de las cortinas? El abuelo casi tira abajo la casa buscando de dónde venía el olor —dijo Francisco—. Eso tenés que hacerle al viejo. Un día, cuando nadie te vea,


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