Los mejores días. Magalí Etchebarne

Los mejores días - Magalí Etchebarne


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escribo libros para otras personas, tengo en este momento tres clientes: un anciano millonario dueño de miles y miles de hectáreas de campos de soja en Córdoba y Buenos Aires y me contrató para que yo escriba sus memorias; un ex ministro joven que quiere contar su paso por el gobierno y cómo surfear el amor y la política, y una psicóloga que dirige un grupo de autoayuda para personas con cáncer. Todos quieren su libro y yo escribo por ellos. Ellos hablan, yo grabo, luego desgrabo, más tarde garabateo sobre sus frases y las convierto en algo legible.

      A veces no sé qué dicen, puedo usar el canal sonoro como huevos, leche, harina. Pero me comprometo con mi trabajo, ellos dicen que lo hago bien, todos menos el anciano que ama el maltrato y le gusta hacerme esperar. Llego puntual, porque es algo que me caracteriza, pero él me deja esperando entre quince y veinte minutos y su secretaria me deposita en una de las salas para conferencias.

      Su oficina está en el piso treinta de una torre plateada, alta como una grúa. Veo, desde ahí, una parte de la ciudad que es hermosa y rodeada por un asentamiento de personas pobres y las vías del tren que salen de Retiro como un pelo y se estiran a lo lejos, bordeando el río, y los talleres de un artista plástico que junta chatarra. Por todos lados, edificios se trenzan en panales espejados. Cuando me invita a pasar a su despacho siempre está serio y tiene algo malo para decir sobre el último capítulo que le envié de su vida, algún error de tipeo, una frase que no le gusta para nada, le gusta tan poco que lo puso de muy mal humor.

      Las novelas autobiográficas pueden ofender más que la foto de un culo. Podría decir que es una versión patética de un escritor complicado, un anciano rodeado de edificios iguales al suyo, miles de despachos como este multiplicando la escena al infinito, ¡pero él no puede escribir!, entonces me paga a mí, y ahí estoy: pantalón negro, mis zapatillas all star gastadas, la remera más linda que tengo con flores grandes que de lejos parecen manchas y el peinado nuevo. Un rodete alto que engancho con clips pero del que se sueltan algunos rulos. No tengo un peinado moderno, ni siquiera lo que se dice canchero. Pero me gusta pensar que mi imagen es misteriosa, con el secreto de una personalidad antigua y llena de ramas.

      Me siento frente a él y, antes de decirme nada, llama a su secretaria por el teléfono fijo:

      —Aurora, traé lo que te pedí que imprimas.

      Aurora es alta y castaña, maciza, pero debe haber sido ágil y, seguro, una buena bailarina. Es una mujer de unos sesenta años que trabaja ahí desde hace muchos años. Lo sé porque ella aparece en un capítulo. Es uno en el que él vuelve de Nueva York, es 1981, fueron a bautizar a sus nietos a St. Patrick y los recibió una ola polar que calaba los huesos. Afuera nevaba todo el tiempo, caía una nevada mortal en Nueva York y él se dio cuenta de que era momento de dejarles un legado a los nuevos descendientes. Tenía una oficina pero necesitaba más, comprar algo grande, sumar secretarias, teléfonos, comprar computadoras, modernizarse. Desde la ventana de su hotel sobre la calle 59 miró el cielo gris completamente tapado, la nieve flotando tipo manchas en una ecografía, un recuerdo nebuloso que no se iría nunca más de su mente, como tampoco la sensación acolchonada de los pies sobre esa alfombra peluda, y estoy segura de que supo cómo se llamarían sus empleados, estoy segura de que pensó en Aurora, que vio cuerpos sin cara pero con nombres simples, genéricos, imposibles de olvidar, un roberto, una susana, dos patricias para empatar e ingeniarse apodos, un jorgito, gente moviéndose como un ejército sincopado vestidos con el uniforme de su industria. La nieve caía sobre el mundo entero y se sintió feliz, completo, helado y con futuro eterno. Tal vez algo de su inteligencia solidificada y resplandeciente, la parte de su inteligencia que brilla como una costra animal, le dijo que algún día sería el viejo de mierda para sus empleados, pero en ese momento estaban su ego y su voluntad dirigiendo el tránsito de la fantasía, la tiranía omnipotente de un niño al que le preguntan qué quiere ser cuando sea grande, y que, como ha sufrido, puede pedirlo todo.

      * * *

      Mi abuelo, nuestro abuelo, y mi tío, es decir, el padre de Francisco, eran colombófilos. En el fondo de la casa de los abuelos había un palomar del tamaño de un galpón donde podrían haber entrado dos camiones. Las palomas descansaban ahí y se alimentaban. Las hembras estaban en un piso y los machos en otro para que no se juntaran y se pisaran, y atrás, en una habitación las que elegían para reproducir. Cuando una paloma nacía, le ponían un anillo en la patita para identificarla.

      Una vez al día mi abuelo las vareaba. Con un palo en una mano, parado en el techo del palomar, hacía sonar un silbatito y se movía, flameaba el palo vaya a saber diciéndose qué cosas. Las palomas salían todas juntas y ese momento de levantar el vuelo colectivo era conmovedor. Después giraban en círculos, o haciendo un ocho, y las figuras ocupaban el radio de un kilómetro. Un buche, una paloma llamadora, se quedaba en el palomar y en determinado momento hacía sonidos para que volvieran. Cuando bajaban, el abuelo las arreaba con una caña larga. Él decía las palomas son chiquitas, no pesan más de cuatrocientos gramos, pero están enfocadas y, a la vez, tienen la libertad de la danza. Porque, claro, esas coreografías aéreas eran tan hermosas que parecían un baile ensayado. Pero lo mágico es que nunca nadie subió con ellas a explicarles.

      Cuando concursaban, se las llevaban en camiones, adentro de jaulas todas juntas y cuando abrían las cajas, así fuera a miles de kilómetros de casa, ellas volvían.

      Con Francisco nos sentábamos a mirar el despliegue familiar los días de concurso, porque hasta que la primera paloma no pisaba el palomar, era todo nervios. En cuanto alguna llegaba, el abuelo, rápido, la agarraba, le sacaba la pulsera de la patita y la ponía en un reloj para marcar la hora. El abuelo y el tío salían disparando para la colombófila y hasta que no volvían, cerca de la noche, no sabíamos si nuestras palomas eran las ganadoras.

      * * *

      Aurora entra al despacho con veneno en la boca, una reserva de saliva caliente que acumuló desde que me vio llegar, y un vestido celeste pálido; trae las fotocopias. Es su momento de vengar el maltrato que recibe desde hace años de parte de él y echarme una mirada aniquiladora, una mirada que dice no puedo creer que te paguen por hacer esto, yo podría hacer esto, podría haberlo grabado todos estos años y estar escribiéndolo yo, lo haría mejor. Su mirada dice eso porque una vez llamó a mi casa a escondidas de él para decirme que el capítulo que le había enviado tenía errores, una calle mal escrita, una coma mal puesta, un nombre sin mayúscula.

      —El libro lo trabajo con el señor —le dije rascándome la panza, tirada en mi cama. Y dije señor porque quería ironizar pero también aceptar la empatía de ser empleadas las dos—. En serio, Aurora, no te preocupes, después lo va a ver un corrector.

      —Pensé que tu trabajo era escribir bien. —Algo hacía tic, tic, tic, por detrás, su lápiz contra la mesa, o su reloj.

      —Estás corrigiendo muchos detalles de su vida… No creo que al señor le guste saber que leés las fotocopias que hacés, Aurora.

      Aurora me cortó y desde ese día me trae café frío y me pone a esperar en esa sala abandonada que mira a la Villa 31.

      Y aunque podría odiarla, no quiero hacerle mal. Pero sueño con su renuncia. Es un día en el que Aurora lo deja para siempre pero antes pega cada una de las impresiones de la biografía en las paredes del despacho como una muestra de fotos. Pone debajo un nombre para cada sección. Titula el capítulo de la infancia del anciano como «Pasaje por el intestino grueso», a la adolescencia la llama «Obstrucción intestinal», y así. Sería una versión de El ojo del culo pero esta iría hasta el fondo, donde se gesta La Obra.

      Aurora entra y deja las fotocopias sobre la mesa, el viejo pide su té con leche de siempre y yo, un cortado. Cuando toma el té, una burbuja blanca se le apichona en la comisura. Le pasa siempre lo mismo, y cuando la cosa blanca aparece ahí, yo ya no puedo pensar ni mirar para otro lado. Pero pongo rec y grabo: habla del pasado, del ejército, habla de un pan duro que mojaba en agua caliente, de cuando vivió en el norte y de sus amigos los Lezama, los dueños de la azucarera, habla de cuánto lo impresionó ver llegar un tren desde Bolivia cargado de personas que se portaban como animales, de que esa impresión lo dejó estupefacto, de que no sabían para qué servían los tenedores, mucho menos las cucharitas de postre, y de que él trataba de explicarles


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