Correr, la experiencia total. George Sheehan
su verdadero yo, pero fue corriendo cuando descubrió que ese verdadero yo era su cómplice. «Mi cuerpo me enseña lo que libremente puedo ser −escribió−. No me muestra una frontera sino una posibilidad cumplida. Y me libera de un pasado deprimente y de un futuro imposible». Y así tuvo vía libre para ser un «individualista de huesos pequeños –esas fueron sus palabras− nacido para volar y soñar».
Nunca olvidaré el poder de esas palabras, porque yo también era un solitario de huesos pequeños, y me dio la conciencia de pertenencia a una tribu fisiológica. Este libro fue esencial para que el mundo y yo aceptáramos y colaboráramos con cualquier excentricidad que nos hubiera impuesto el diseño de nuestros cuerpos. Y si no en el atletismo, los seres humanos deben descubrir esa otra actividad física adecuada a su estructura y constitución. «El significado de la vida, decía él, se encuentra donde sangre y carne susurran a nuestra conciencia».
El mensaje de George es de pura emancipación. Sus palabras liberadoras seguramente cautivarán a quienes lo echaron de menos la primera vez. Aquellos que sienten que sus vidas han sido secuestradas por el trabajo, la tecnología o las expectativas sociales. También ellos pueden separarse del rebaño y correr libres.
A lo largo de su obra abunda esa incitación a sobrepasar nuestros límites y descubrir, al igual que hizo su querido William James, que «una vida agotadora sabe mejor». Porque el descubrimiento de la naturaleza de uno mismo sólo es el principio. Un poco con él llega el rigor, el desafío de lograr realmente el auténtico potencial.
Para mí, leer a George Sheehan fue y sigue siendo manifestar la justicia de sus revelaciones. Leerle es, en esencia, definirse uno mismo, ya sea por estar de acuerdo o por reiterar nuestra propia naturaleza. Por eso, cada vez que me adentro en las páginas de Correr. La experiencia total, vuelvo a enfrentarme a mis propias limitaciones, a mis metas no alcanzadas.
Y es que leer a George Sheehan es sentir que uno también se somete al juicio final. «El corredor no está jugando −escribió−. Está en plena lucha (contest, en inglés, palabra cuya raíz latina significa “dar testimonio” o “ser espectador”). Por eso, cualquier cosa que no lo implique todo no basta. Cuando corres adquieres un compromiso. Estás dando testimonio de quién eres».
En mi opinión, todo esto evoca el espíritu de Steve Prefontaine. Recuerdo una vez que nuestro entrenador Bill Bowerman y Prefontaine debatieron sobre la obra de Sheehan en una sauna de Oregón, mientras se pasaban un ejemplar empapado de Runner’s World. Bowerman, que fue el introductor del footing en Estados Unidos durante la década de 1960 y entrenador de muchos corredores de una milla en 4 minutos, prefería que sus pupilos pecaran por falta de entrenamiento a que se sometieran a una tensión metabólicamente destructiva. Prefontaine vivía y entrenaba para dejar atrás a los demás. Lo recuerdo hablando con entusiasmo de cómo el sufrimiento sin medida de George, su dolor y purificación se erigían en el himno del corredor indomable. Por su parte, Bowerman, que prefería llamar «malestar» al dolor y le quitaba importancia al sufrimiento, estaba desconcertado por las impresionantes emociones de Sheehan.
Esa emoción era la razón por la que George amaba al filósofo William James, el cual creía que lo decisivo en nosotros no era la inteligencia, la fuerza ni la riqueza. «La verdadera pregunta a la que nos enfrentamos es qué esfuerzo estamos dispuestos a hacer –escribió Sheehan−. James decía que por eso necesitamos el equivalente moral a una guerra; para mí ese equivalente es el maratón. James siempre defendió una vida de santidad, de pobreza o de deporte. Siempre estuvo entre el atleta y el santo, al que veía como al atleta de Dios».
La misma fe de George era tan poderosa que ese rigor debió de echar para atrás a algunas personas. «Soy un animal teológico −afirmaba−. La respuesta a mi existencia comprende a Dios». Aunque también era existencialista cuando decía que «El sentido de la vida escapa a la razón. Se halla en la revelación que está en todos nosotros». Yo mismo hallé su sentido al intentar cumplir mis designios sin una justificación religiosa formal, sólo con la amplitud de miras de George.
George no se propuso exactamente ser un santo, pero sí sufrir y redimirse por medio de sus esfuerzos. «El pecado radica en la incapacidad de alcanzar el potencial −escribió−. La culpa procede de la vida no vivida».
Las contradicciones abundan en el mundo, y por eso también abundan en la vida de George Sheehan. Afirmaba que nuestra expresión máxima y más alta es la esencia del juego, el juego que nace de nuestros corazones infantiles. No obstante, y paradójicamente, consiguió que los rigores del maratón se pareciesen al vía crucis. El dolor era «penitencia» y la carrera «un purgatorio de kilómetros y más kilómetros para alcanzar al final una paz que escapa a la razón. Un momento en que hasta la muerte se torna aceptable».
Se produce también una paradoja entre su odio a la frialdad del espectador y en su amor por contemplar la perfección angélica de los mejores jugadores de baloncesto.
Y, aunque a menudo afirma en su libro que era una persona retraída, con una personalidad ectomórfica, y que le gustaban bien poco los actos sociales, me podría haber engañado. En todas las ocasiones que le oí hablar ante audiencias entregadas en convenciones de medicina y en simposios de atletismo, se mostró agudo, divertido y dueño de la situación. Que nadie intente decirme que no estaba experimentando un profundo éxtasis al conectar con los demás y ser de utilidad.
George estaba completamente enfrascado en sus obras, cualesquiera que fuesen, y nunca quiso abandonar. En su último año, después de suspender el tratamiento de quimioterapia para el cáncer de próstata y habiendo aceptado la proximidad de su muerte, comenzó a trabajar en un libro para compartir también sus ideas sobre ese tema, todavía acuciado por la necesidad, por la necesidad del maratoniano, la necesidad clásica del espíritu inquebrantable por seguir adelante. «Se me ocurrirá algo que posiblemente ayude a la gente –me dijo por entonces−. Quiero aportar algo más». Y vaya si lo hizo. Su último libro, Going the Distance: One Man’s Journey to the End of His Life, se publicó en 1996.
En la actualidad, todos los corredores que conozco, de entre once a ochenta años, desde las mamás agobiadas de los corredores olímpicos, están tan distraídos con los teléfonos móviles, tan atrapados por el trasiego diario, que este libro es más importante hoy en día que cuando George lo publicó. Nos hemos apartado de esa forma de correr que adoraba George y que enriquecía a sus discípulos, que le veneraban como a un santo. Nos hemos alejado de una verdad tao del atletismo, en la que uno se quita los auriculares de la cabeza, se pregunta quién diablos es y cómo puede servir y «deja que lleguen las respuestas», como decía George. Lee este libro y recuperemos de nuevo esos tiempos. Tal vez incluso aprendas quién eres y cómo puedes servir.
Prólogo
Hay ocasiones en que no estoy seguro de si soy un corredor que escribe o un escritor que corre. Me temo que ambas cosas son inseparables. No puedo escribir sin correr y no estoy seguro de que pudiese correr si no escribiera. Las dos son expresiones distintas de mi persona, tan difíciles de separar como el cuerpo y la mente.
Escribir es la expresión definitiva de la verdad que se descubre al correr. Porque, cuando corro, soy el cazador y también la presa; mi propia verdad. No sólo mi propia verdad presentida y mi propia verdad conocida, sino mi propia verdad escrita. Escribir bien es escribir la verdad. Algo escrito con tanta certeza como sea posible. Y esa verdad hay que buscarla dentro de mí. «Mira en tu corazón –decía el poeta− y escribe». La caza, pues, transcurre en mi corazón, en mi universo interior, en mi paisaje interno, en el profundísimo bosque interior.
Para llegar a esos entresijos, a esos rincones ocultos bajo la conciencia, primero debo concederme soledad. Hay que alcanzar la soledad necesaria para el acto creativo, tanto si uno es un maestro como una persona normal como yo. Porque nada creativo, grande o pequeño, ha sido hecho por el comité. Y una vez alcanzada esa soledad, esa intimidad, ese aislamiento, debo esperar la llegada de la verdad y encontrar el modo de plasmarla por escrito.
Sin embargo, todo esto empieza mucho antes. Primero, una idea capta mi interés. Entonces la conservo en mi cabeza y dejo que evolucione durante un tiempo. A diario la recupero