Correr, la experiencia total. George Sheehan

Correr, la experiencia total - George Sheehan


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Y cuando tenga esa mirada que dice «me voy», hazme un favor: Déjame ir.

      Cuando salgo a correr por la carretera soy un santo. Soy San Francisco de Asís vestido con ropa minimalista y seráfica. Y soy Gandhi, el joven estudiante de Derecho en Londres, corriendo al trote diez o doce millas al día para luego ir a un restaurante barato a hincharme de pan. Soy Thoreau, el solitario, en busca de la unión con el mundo circundante.

      En la carretera, pobreza, castidad y obediencia emanan de forma natural. Soy un pobre de espíritu que verá a Dios. Mi castidad es mi firma del contrato con el verdadero Eros, que es el juego. Y Los diez mandamientos son el modo en que funciona el mundo.

      Sin embargo, lejos de la carretera, todo eso cambia. Todo el que haya vivido con un corredor de fondo lo sabe. Ven en él lo que dijeron de Moisés los consejeros del faraón. Mirando su retrato, dijeron: «Es un hombre cruel, codicioso, poco honrado y egoísta». El faraón quedó perplejo y preguntó a Moisés, el cual respondió que los expertos estaban en lo cierto. «De eso estoy hecho −dijo−. Luché contra ello y así es como me convertí en lo que soy».

      Por desgracia, yo estoy todavía lejos de esa victoria. Y, como la mayoría de los corredores de fondo, tengo todas las malas cualidades de un santo sin sus cualidades redentoras. Siento lástima por la familia y los amigos que tienen que preocuparse de nosotros.

      «Preocuparse» es su trabajo, porque los corredores de fondo suelen ser criaturas desvalidas que apenas saben cambiar una bombilla. Son incapaces de valerse por sí mismas en un mundo competitivo y desde hace mucho han renunciado a intentarlo. Por su larga experiencia, esperan que les hagan las cosas. Que les den de comer. Que les laven la ropa, que les hagan los recados. Que atiendan a todos sus asuntos para que puedan correr. Y que lo hagan con alegría de corazón.

      Por eso, mi pobreza no es pobreza. Mis necesidades tal vez sean menores, como las de San Francisco. Pero, a diferencia de él, lo poco que necesito, lo necesito horrores. Lo poco que quiero, lo quiero sin mesura.

      Mi desayuno es sencillo, pero debe ser perfecto. No cortes mi madalena con un cuchillo o no te hablaré el resto del día. Mi ropa puede ser regalada o estar tarada, pero, piérdela o déjala en la lavandería en el momento equivocado, y me habrás arruinado el día. Y así sucede con todo: desde las zapatillas hasta el yogur, todo tiene que estar correcto o el día se oscurece y se vuelve triste. Y no sólo para mí, sino para todos los que me rodean.

      Si de veras me parezco en algo a San Francisco de Asís, es en la cuestión del dinero. Nunca tengo un duro. Págame la entrada. Atiende a mi comida. Sólo en momentos de distracción hago el gesto de ir a pagar con un cheque. Pocas veces a lo largo de los años me han pillado con suficiente cambio para comprar un boleto de caridad.

      Y si la pobreza sigue siendo una batalla, ¿qué pasa con la castidad? Digamos que supera el grado de una lucha. Como otros miles de irlandeses escuálidos de rostro chupado, he luchado contra mi cuerpo desde la primera comunión, sabedor de que el cuerpo pertenece al diablo. Lee a Joyce, a O’Casey o incluso a Yeats, que escribió en su diario que dejaba esas cosas escritas para que otros jóvenes no se considerasen raritos.

      Por tanto, lejos de las carreteras, la castidad procede de la forma más elevada de miedo: el miedo a la condenación eterna. Otros, yo no he sido el primero –escribió Housman− han deseado hacer más daño del que se atreven». Sólo superada esa restricción se halla la reconciliación del cuerpo, el alma y luego del verdadero Eros y el amor de los amigos y, finalmente, el ágape en que dando recibimos.

      Y, por último, ¿qué pasa con la obediencia? La disciplina al correr, la disciplina en el entrenamiento surge con facilidad. La disciplina en la vida real es otra cosa. La mente, la voluntad y la imaginación no se controlan con la misma facilidad que las piernas, los muslos o el pecho jadeante. Correr, claro está, ayuda. El arte de correr, como escribió Eugene Herrigal refiriéndose al arte del tiro con arco, es una contienda profunda e inalcanzable del corredor consigo mismo. Y esa contienda debería conducir a la perfección.

      Cuando era joven, sufría lo que mi tía llamaba «sordera de conveniencia». Y todavía la sufro. Tengo la habilidad de desconectarme de lo que pasa a mi alrededor. Es normal en mí encerrarme en mí mismo y ser cada vez más ajeno a lo que pasa a mi alrededor. Si estoy con un grupo y no hablo, no des por supuesto que estoy escuchando. Estoy «lejos». Me he ido a otro mundo. Lejos, en mi hábitat natural, en mi mente.

      Estar «lejos» es la verdadera libertad. Me escapo y voy donde quiero estar, pienso lo que quiero pensar, creo lo que quiero crear. Donde quiera que esté, quien quiera que yo sea, no importa. Lo más molesto tal vez sea mantener la obra en cartel, pero soy intocable. Soy, como dijo una vez Yeats, un niño en un rincón jugando con sus cubos.

      Y «lejos» de hacer el idiota. Cuando estoy con gente, siempre hablo por exceso o por defecto. Cosas que es mejor no decir, o cosas estúpidas o de las que pronto me lamento. Si me cuesta diez horas escribir un ensayo de seiscientas palabras, ¿cómo podría decir algo disparatado que valiese la pena ver repetido?

      Provengo de gente de mentalidad similar. Hombres como Kierkegaard, Emerson y Bertrand Russell, que pronto se consideraron diferentes y, al principio, de manera desastrosa. «Era un mojigato tímido y solitario», dice Russell. Tacaño y egoísta, cauteloso y frío, así se describió Emerson a sí mismo. Kierkegaard hizo un análisis muy parecido. «Las ideas −escribió− son mi única dicha, mientras que los seres humanos son objeto de mi indiferencia».

      Dichas personas, según Ortega, tienen pocos conocimientos sobre las mujeres, sobre el trabajo, el placer y la pasión. Llevan una vida abstracta, dijo él, y pocas echan un bocado de auténtica carne cruda a los dientes afilados de su intelecto.

      La forma de escapar de esa existencia abstracta es abrirse, si no a otras personas, por lo menos al cuerpo. Y es así como esos hombres se convirtieron en grandes caminantes, gente que paraba poco en casa. El diario de Emerson hace referencia a un paseo de sesenta y cuatro kilómetros de Roxbury a Worcester, y Russell describió la placentera relajación experimentada después de sus paseos de cuarenta kilómetros.

      Y es por eso, supongo, que corro y encuentro la vida auténtica. «Primero sé un buen animal», dijo Emerson. Cuando corro soy un animal, soy ese animal, el mejor animal posible, y hago aquello para lo que estoy hecho. Me muevo con gracia, ritmo y seguridad, como si hubiera poseído esos atributos toda mi vida.

      Y es así como encuentro la dicha. Kierkegaard estaba equivocado al respecto. No hay dicha en las ideas. La dicha llega en la cumbre de una experiencia y siempre en forma de sorpresa. No se alcanza la dicha a voluntad. Como máximo, va uno adonde ha experimentado la dicha con anterioridad. Y eso casi siempre es en la carretera del río, corriendo a un ritmo que podría mantener toda la vida y con la mente liberada. Así soy durante esa alternancia de esfuerzo y relajación, de sístole y diástole. Y luego vivo esa fusión en la que todo es un juego y en la que soy capaz de cualquier cosa. Y me vuelvo un niño.

      No te sorprenderá que los pensadores crean que nuestro verdadero viaje es de vuelta a la infancia. Un místico escribió que la perfección y el éxtasis radican en la transformación de la vida corporal en un juego feliz. Norman Brown declaró que el hombre es una especie animal que tiene el proyecto inmortal de recuperar la infancia.

      Así, pues, no me disculparé por una actividad que me hace volver a ser un niño. Una actividad que me aparta de las mujeres, del trabajo, del placer y la pasión. Una actividad con sentido propio. Una actividad sin propósito.

      Corro con alegría e, incluso después de correr, siento una plenitud que perdura durante esa larga ducha caliente. Estoy «lejos», no en la mente sino en mi cuerpo tibio, relajado, hormigueante y feliz, con las sensaciones de correr todavía en piernas, brazos y pecho. Todavía estoy disfrutando de quien fui y de lo que hice durante esa hora en la carretera.

      Quizás algunos os preguntéis si una vida se puede experimentar de manera tan completa en ausencia de otras personas. Yo mismo me lo pregunto. Va en contra de todo lo que me han enseñado. Contra todo lo que sirve para la preservación


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