Correr, la experiencia total. George Sheehan
no implicándose, igual que Einstein, que estaba hecho para tirar de un solo arnés. Como Thoreau, que no ha encontrado un compañero más sociable que la soledad. Y, como decía Kazantzakis, «La gente siente que no los necesito, que soy capaz de vivir sin su conversación. Hay muy pocas personas con las que podría vivir algún tiempo sin que se sintieran enojadas».
Su solución, por supuesto, no es hacerse pasar por alguien que llega muy alto o por uno de esos que aman a su comunidad. Esto sería una pseudovida. Incluso si tiene éxito, fracasa. Debe darse cuenta de que la vida que los hombres elogian y consideran exitosa, tal y como dijo Thoreau, es de un solo tipo.
Y dejar que su cuerpo le indique cuál es.
Quién soy yo no es ningún misterio. No es necesario pincharme el teléfono ni abrirme el correo. No es necesario someterme a psicoanálisis. No llames a nadie para investigar mis cuentas corrientes. Nada obtendrás invadiendo mi intimidad. De hecho, no hay intimidad que invadir. Porque, como los demás seres humanos, no tengo intimidad. Lo que soy salta a la vista.
Mi cuerpo lo dice todo. Habla de mi carácter, de mi temperamento, de mi personalidad. Mi cuerpo habla de mis puntos fuertes y débiles, habla de lo que puedo hacer y de lo que no. Si estuviera metido en una caja negra y todo cuanto supieras de mí fueran mi talla, altura, anchura y contorno, podrías saber qué tipo de hombre soy.
William Sheldon usó esas técnicas en su obra Las variedades de la psique humana para describir los temperamentos dominantes asociados con los componentes físicos primarios.
Sheldon dijo algo que saben todos los retratistas, especialmente los caricaturistas. El hombre se revela a través del cuerpo. «Cuando dibujo a un hombre –escribió Max Beerbohm− me ocupo sólo del aspecto físico. Veo todos sus puntos sobresalientes exagerados y todos sus puntos insignificantes proporcionalmente disminuidos. En esos puntos sobresalientes se revela el alma de un hombre. Por tanto, si subrayas esos puntos y dejas que otros se desvanezcan, uno se arriesga a desnudar el alma».
Lo que cada uno de los cuerpos revela a la cinta métrica de Sheldon y al bolígrafo de Beerbohm son los límites de las reacciones humanas a la tensión, sea psíquica o física. Incluso los límites más amplios de los placeres y deseos. Y cada ser humano se debe considerar normal como individuo concreto. De lo contrario, viviríamos la vida de otro. En efecto, estaríamos jugando al deporte de otro. Mi vida sólo es auténtica cuando siento, pienso y hago lo que soy, y lo que sólo yo debo sentir, pensar y hacer.
En ningún otro caso como en el del solitario, introspectivo, indiferente y delgado corredor de fondo resulta tan evidente. En una sociedad competitiva e igualitaria donde no hay excusa para el fracaso, el corredor de fondo puntúa bastante por debajo de la media en su necesidad de cosechar éxitos. Carece de la energía psicológica necesaria, y del emprendimiento y la voluntad para asumir riesgos.
Es mucho que aprender, podrías decir, sólo con una larga mirada. Pero Sheldon no es el único que acepta esta idea. Son muchos los que piensan que el cuerpo, el producto de la herencia y los genes, sigue siendo la fuerza dominante sobre quiénes somos y sobre lo que nos ocurrirá. Así oímos hablar de personalidades tipo A que sufren cardiopatías y de la predicción de enfermedades coronarias a partir de la constitución física.
Hay muchos que no aceptan esta idea. Los freudianos, que creen haber nacido con una tabla rasa en la que se imprime la infancia y lo que nuestros padres nos inculcan, consideran esta idea una aberración. Así hacen quienes viven el sueño americano, quienes afirman poder ser lo que se propongan. Consideran que las teorías de Sheldon son deterministas, una amenaza para la libertad.
Yo lo veo de otro modo. Mi cuerpo me demuestra que soy libre para ser. No establece unos límites sino que me demuestra la capacidad de realización. Y me libera de un pasado deprimente y de un futuro imposible.
¿Quién eres tú? Veamos.
Soy corredor. Años atrás esa afirmación habría significado poco más que la elección accidental de un deporte. Una actividad para el tiempo de ocio seleccionada por razones tan superficiales como la actividad misma.
Ahora sé la verdad. El corredor no corre porque sea demasiado flojo para practicar fútbol americano o porque carezca de la capacidad suficiente para introducir una pelota por un aro o chutar una pelota que trace una curva. Corre porque tiene que hacerlo. Porque al ser corredor, al correr con dolor, fatiga y sufrimiento, al imponerse esfuerzo tras esfuerzo, al eliminar todo menos los aspectos más necesarios de la vida, se está realizando y se está convirtiendo en quien es.
He renunciado a muchas cosas durante este proceso transformador. Ninguna supuso un sacrificio. Cuando algo se volvía prescindible, no había problema en abandonarlo. Y cuando algo se hacía claramente esencial, no había problema en aceptarlo y con ello todo lo que implicara.
Desde fuera, el mundo del corredor parece antinatural. Un cuerpo castigado, los apetitos suprimidos, las satisfacciones soslayadas, las motivaciones que impulsan a la mayoría de los hombres ignoradas. La verdad es que el corredor no está hecho para las cosas, las personas y las instituciones que le rodean. O como dice Aldous Huxley, sus pocos redaños y sus débiles músculos no le permiten comer ni abrirse paso luchando por el ordinaria confusión y violencia de la vida.
Que no está hecho para el mundo rutinario, que su naturaleza esencial y su razón de ser son distintas de las ordinarias y usuales, resulta difícil de entender para todos, incluso para el corredor. Pero una vez que lo entiende, el corredor se puede rendir a su ser y a su razón de ser. Y convertirse −en el sentido estricto de la palabra− en un «hombre libre», en el hombre que sólo tiende lazos con el bien.
Con esta renuncia, el corredor no niega su cuerpo, sino que lo acepta. No lo somete ni lo esclaviza ni lo mortifica. Lo perfecciona, lo potencia, lo magnifica. No suprime sus instintos, sino que los tiene en cuenta. Y va más allá de ese animal interior, y se encamina hacia lo que Ortega llamaba su veracidad, su propia verdad.
El producto final es, por tanto, una labor de toda una vida. Esa renuncia, ese dejarse ir, esa desafección de las ataduras, es un proceso desigual. Hay que renunciar sólo a lo que ya no atrae, o a lo que interfiere con algo muy deseado. Ésa era la regla de Gandhi. Aconsejaba a la gente que siguiera haciendo lo que les ayudara interiormente y lo que les reconfortara.
También he aprendido eso. A todo lo que renuncio, sean satisfacciones inocentes, placeres ordinarios o vicios extraordinarios, lo hago por compulsión interna, no como un sacrificio o por sentido del deber, sino simplemente porque me sale de forma natural.
Para el corredor, menos es más. La vida, que es su obra de arte, se subestima. Sus necesidades y apetencias son pocas; se le puede describir con unas pocas pinceladas: un amigo, algo de ropa, una comida de vez en cuando, algo de calderilla en los bolsillos y, para disfrutar, sus pensamientos y los elementos meteorológicos.
Y aunque corre, no tiene prisa. Aunque preocupado a veces por las décimas de segundo, en realidad se debe a las estaciones, pasando de un ciclo a otro, y cada vez prescinde de más cosas, hasta que cuerpo, mente y alma se funden y todo es uno.
Considero esa simplicidad como mi perfección. A ojos de los observadores, sin embargo, parece algo completamente diferente. Mi éxito al desprenderme de las cosas y las personas, de la ambición y los deseos ordinarios, se considera falta de interés, una prueba de desafecto, de falta de implicación, de incapacidad para contribuir.
Así sea. Una visión más amplia del mundo podría incluir la posibilidad de que esas personas fueran necesarias; de que los corredores que alientan una llamita en alguna carretera solitaria están aportando algo. Y, aunque un mundo compuesto únicamente por corredores sería impracticable, un mundo sin ellos sería invivible.
3. Comprender