Cambio de vida. Sharon Kendrick
–Porque tú te pasas toda la vida corriendo detrás de ellas –la acusó con un gruñido.
–Todd, yo no…
–Anna, sí –se acercó a ella–. ¡Sabes que lo haces! ¡Insistes en hacerles todo! Como ahora, por ejemplo –la acusó mirando sombrío hacia los zapatos recién abrillantados–. ¿Por qué haces tanto por ellas?
–Porque soy su madre –contestó ella con calma.
–Otras madres tienen ayuda –señaló él.
–Otras madres tienen carreras. ¡Yo no puedo justificar dejar a mis hijas en manos de extraños cuando ni siquiera trabajo, Todd!
–No me gusta verte limpiándoles los zapatos –dijo él con obstinación–. Eso es todo.
Anna dejó de pensar acerca de si las chicas tendrían calcetines iguales limpios para la sesión fotográfica del día siguiente o si sacar la lasagna del congelador para la cena y prestó toda su atención a su marido. La curva de su boca se había convertido en una línea implacable. Tapó con cuidado la lata de betún.
–¿Estás enfadado por algo, Todd?
Sus ojos se encontraron.
–No querrás oírlo…
–¡Por supuesto que quiero! –murmuró ella con suavidad.
Con los profundos ojos azules cargados de curiosidad se incorporó y se apartó ausente un mechón de la frente.
El leve movimiento resaltó la lujuriosa curva de sus senos y Todd sintió una oleada de deseo bajo la piel aunque su mujer no estaba haciendo absolutamente nada por inflamarlo. Más bien al contrario.
Anna siempre se había vestido con mucho sentido práctico, un hábito que había adquirido al tener que cuidar a tres bebés a la vez y que nunca había perdido. Llevaba unas mallas que ya habían empezado a arrugarse por la rodilla y una camiseta roja de algodón bastante floja. Su pelo rubio ceniza estaba atado en una coleta con una cinta de terciopelo y no llevaba ni una gota de maquillaje.
Y si embargo…
–¿Por qué no me lo cuentas, Todd? –se levantó del todo y lo miró con gesto interrogativo–. ¿O quieres que te sirva una copa antes?
Él sacudió la cabeza antes de mirar su cara confiada y casi cambió de idea consciente de la bomba que estaba a punto de lanzar.
–No quiero una copa. Vamos al salón a sentarnos, ¿de acuerdo?
Anna asintió y le siguió. En el salón, él se acomodó al instante en uno de los grandes sofás verdes y suspiró.
Ella se deslizó en el otro extremo del sofá y le sonrió para animarle pensando que su marido, normalmente tan equilibrado, estaba de un humor muy irritable ese día. Aunque, ahora que se paraba a pensarlo, ¿no llevaba extrañamente distraído unas cuantas semanas? Y cada vez que le había preguntado qué le pasaba, había sacudido su cabeza morena con bastante impaciencia.
Anna estaba empezando a perder la paciencia; ella misma estaba demasiado ocupada para aquellos juegos de adivinación. Si pasaba algo malo, debería decírselo.
–Dime lo que te está preocupando, Todd.
Él vaciló eligiendo las palabras con mucho cuidado porque tenía la fuerte sospecha de que su esposa iba a poner muchas objeciones a lo que estaba a punto de decir.
–Cariño…
–¡Oh, por Dios bendito, Todd! ¡Suéltalo!
Él sonrió un instante porque era la única mujer en el mundo a la que permitiría que le hablara de aquella manera.
–Quizá sea hora de que pensemos en movernos…
Aquello era lo último que Anna había esperado oír. Si Todd le hubiera anunciado de repente que quería que se fueran los cinco al desierto de Arizona, no podía haber estado más sorprendida.
–¿Moverse?
Se sentó muy rígida en el sofá y le miró con desmayo.
Habían empezado su vida de casados en aquel apartamento de una mansión londinense, criado a sus trillizas entre sus amplias paredes y permanecido allí como una familia a pesar de los malos augurios de las pocas personas que los habían conocido desde el principio.
–¿Moverse? –repitió Anna con más debilidad esa vez.
Todd asintió.
–Exacto. No es una sugerencia tan rara, ¿no te parece, cariño? Mucha gente lo hace a menudo. Piensa en ello con sensatez.
Pero Anna había descubierto que pensar con sensatez era una cosa que se decía más fácilmente de lo que se hacía, sobre todo desde que se había convertido en madre. Porque en los diez años que habían pasado desde que habían nacido las trillizas, su cerebro se había hecho papilla por completo. Ella, que en el colegio era capaz de sumar una larga lista de números de memoria, se había visto reducida a contar con los dedos cuando las trillizas habían tenido invitados para merendar y había tenido que calcular el número de sandwiches.
Lo había achacado a la maternidad y a tener que recordar al menos veinte cosas al mismo tiempo, pero fuera cual fuera la causa, ya no se le daba bien pensar en un problema con lógica. Solía desistir cuando se sentía desbordada y así era exactamente como se sentía en ese momento.
También muy insegura.
Aquel apartamento era su nido y su refugio; había vivido allí desde que podía recordar, mucho antes de casarse con Todd. Y eran felices allí. Lo último que deseaba en el mundo era desarraigarlos a todos.
–Pero yo no quiero trasladarme a ningún sitio, Todd –le dijo a su marido con firmeza.
En la comisura de los labios de Todd se tensó un músculo de forma peligrosa.
–¡Pero no puedes rechazar una sugerencia de esa manera, Anna!
No. tenía razón. No podía. No si quería ganar con sus planteamientos. Porque Todd Travers era uno de esos irritantes hombres fríos y razonables que siempre tenían una respuesta para todo. Y si Anna rompía en ruidosas e histéricas lágrimas, que era lo que le apetecía en ese mismo momento, y anunciaba con pasión que no podría soportar irse, entonces Todd tiraría por tierra todos sus argumentos con el simple uso de la lógica.
Anna inspiró con fuerza.
–Pero Todd. ¿Por qué moverse? Quiero decir que somos felices aquí, ¿o no?
Él no contestó al instante. Anna notó que vacilaba por segunda vez y el silencio que llenó la habitación fue como una desagradable manta de humo.
Él sacudió la cabeza.
–Cariño, no es tan simple como eso.
Anna se puso rígida al notar el tono sombrío de su voz para sacar una conclusión inmediata de lo que su marido debía estar intentado decirle.
–¿Estás intentando decirme que hay otra persona? –preguntó temblorosa porque tenía el estómago en un puño.
Todd lanzó una carcajada.
–¡Oh, Anna!
–¡No me vengas con ese tono! –explotó ella tirándole un cojín por el alivio que sintió–. ¡Si hay otra mujer en tu vida, tengo el maldito derecho a saberlo todo, Todd Travers!
Todd apartó el cojín y se levantó y Anna se sintió horrorizada al encontrarse mirando sus muslos con lascivia. ¿Cómo era posible estar tan enfadada y saber al mismo tiempo que si el mismo hombre empezara a hacerle el amor no podría resistirse? Aunque no iba a hacerlo, por supuesto. No en el sofá a plena luz del día. Todd era un hombre que siempre había mantenido su formidable apetito sexual bajo control. ¡Haber tenido tres niñas a la vez lo había garantizado!
–No hay ninguna otra mujer –le