La Revolución francesa y Napoleón. Manuel Santirso

La Revolución francesa y Napoleón - Manuel Santirso


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alcanzó un bloqueo, que se rompió por la acción mancomunada de las masas y de una minoría dirigente que preconizaba un orden alternativo. Su desarrollo posterior siguió un proceso que, con la ventaja que da la distancia, nos parece lógico: preparación, crisis, reformas, radicalización, reacción, consolidación y expansión. En la terminología al uso sobre la Revolución francesa, eso equivale a reacción nobiliaria (1787-1789), Estados Generales y Asamblea Nacional (1789), Asamblea Constituyente (1789-1791), Asamblea Legislativa y Convención (1791-1794), reacción termidoriana (1794-1795), Directorio (1795-1799) y época napoleónica (1799-1815). ¿La revolución comprendió todas esas fases? Como siempre, los historiadores no nos ponemos de acuerdo en cuanto a las fronteras temporales de un acontecimiento o un proceso. ¿No se la podría limitar a 1789-1799, o a 1789-1794? Por razones que el texto debería dejar claras, aquí se ha optado por una periodización amplia, de 1787 a 1815.

      Aunque las principales acciones revolucionarias, aquellas que contribuyeron más al gran cambio histórico que se refería al principio, acontecieron en los primeros años, la Revolución francesa a menudo se contrae abusivamente a su fase más radical, e incluso al Terror de 1793-1794. La propaganda contrarrevolucionaria impuso en su día la reducción a ese breve episodio —apenas diez meses—, una simplificación que arraigaría en el imaginario colectivo. No hay modo de que al hablar de la Revolución francesa no se evoque la guillotina. Sin embargo, la Convención jacobina y el Terror no fueron un patinazo (dérapage), como han sostenido ciertas revisiones historiográficas conservadoras, ni la culminación frustrada de un proceso, como ha pretendido cierta izquierda política y académica: tan solo señalaron el momento álgido de la pugna entre revolución y contrarrevolución. Aquí se ha adoptado una fórmula muy narrativa para dar cuenta de esta fase, más cuando muchas de sus soluciones carecerían de continuidad.

      En comparación, el período directorial ha sido marginado por la investigación y olvidado por el público, cuando introdujo algún orden en el marasmo revolucionario y consolidó sus principales logros, gracias a soluciones más sólidas que en la fase radical de la Convención y más realistas que en la monárquica y constitucional que la precedió. Las dudas reaparecen al ocuparse de la época napoleónica, para algunos un colofón, para otros una culminación previsible, para otros, en fin, una desviación aberrante. Muchos pensadores de los siglos xix y xx se preguntaron si era inevitable que una gran revolución liberal o democrática acabase con un régimen autocrático, y la incógnita todavía se plantea de vez en cuando. En cualquier caso, al final de la fase napoleónica la revolución había experimentado con casi todos los formatos de la política contemporánea: constitucional, liberal, democrático, totalitario y cesarista.

      Los períodos directorial y napoleónico dejaron patente, a menudo por la vía de las armas, una vocación universal que la Revolución francesa había mostrado desde sus inicios. Al mismo tiempo, pero de forma conflictiva, ultimó el concepto de «nación», que la Revolución estadounidense había enunciado como «pueblo». Al hacerlo, forjó una poderosa arma de cohesión social, pero también desencadenó la formación de otros nacionalismos, que con frecuencia se alzaron frente a ella en una mezcla de mímesis y contestación. Por otra parte, la soberanía nacional correspondía al conjunto de los ciudadanos, iguales ante la ley, pero ¿quién era considerado ciudadano? Al reservar esa condición a los hombres blancos, adultos y propietarios, la revolución trazó también las líneas de unas exclusiones que tardarían siglos en desaparecer: las de las mujeres, los pobres, los esclavos, las gentes de color, etc.

      La Revolución francesa ha seguido fascinando hasta hoy. La historia contemporánea como disciplina surgió al analizarla durante las primeras décadas del siglo xix. Quienes creyeron que se debía perseverar en las líneas que había marcado, pero en pos de una mayor igualdad y contra las exclusiones antes señaladas, la tomaron como arquetipo. Muchos la usaron como referencia: los escritos socialistas, la Revolución de 1848, la Comuna de París de 1871, la Revolución rusa de 1917, y hasta la revuelta de mayo de 1968. Mientras tanto, su estudio producía montañas de papel impreso, seguramente más que ningún otro episodio de la historia. Hoy sigue habiendo revistas y asociaciones de investigadores dedicadas a ella de forma monográfica. Su presencia llegó a ser tan agobiante que algunos historiadores de la segunda mitad del siglo xix criticaron el «mito de la revolución» y el «catecismo revolucionario». En realidad, esas objeciones también rendían tributo a una transformación histórica a la que, deslumbrados, volvemos una y otra vez.

      El Antiguo Régimen y la monarquía absoluta en Francia

       ~ 1754-1789 ~

      El rasgo más destacado de la sociedad del Antiguo Régimen, tanto en Francia como en otros países europeos próximos, era su carácter abrumadoramente rural. Más de tres cuartos de la población francesa vivía en, de y para el campo. Así pues, al decir «campesinos», de hecho, nos referimos a la gente en su mayoría, al común, que vivía en pueblos y aldeas, y cuya vida se organizaba según los ritmos de la agricultura tradicional. En comparación, y pese a que habían conocido un gran crecimiento desde la Baja Edad Media, las ciudades eran pocas y pequeñas. París se erigía como una excepción a la regla con sus 600 000 habitantes hacia 1789, lo que la convertía en la segunda ciudad de Europa (Londres tenía unos 800 000) y en una de las mayores del mundo. Lyon (con cerca de 150 000 habitantes), Marsella y Burdeos (unos 100 000) la seguían a mucha distancia.

      Como en sus países vecinos, especialmente los católicos (Austria, la monarquía hispánica, Portugal…), en la Francia de la década de 1780 persistía el régimen señorial, el feudalismo, como no dudaban en llamarlo los contemporáneos. Por supuesto, no era el feudalismo que se había implantado en Europa Occidental y Central en el siglo xi a partir de la propia Francia: el feudalismo final convivía con unos niveles de desarrollo económico y tecnológico mucho mayores. También había conocido algunos importantes cambios sociales, entre ellos la progresiva abolición de la servidumbre en la mitad occidental del continente; en la Francia prerrevolucionaria, solo quedaban vestigios de ella en algunas comarcas del nordeste.

      Sin embargo, la vida económica del Antiguo Régimen seguía basándose en la diferencia entre tres principios jurídicos que operaban simultáneamente: propiedad, señorío y jurisdicción. Cualquiera podía ser propietario de un bien, en especial de bienes inmuebles, pero eso no significaba que disfrutase también de su señorío. Muchos de esos campesinos que componían la mayoría de la población eran propietarios de sus tierras, como hoy en día y con idénticos títulos, pero no eran sus propios señores. Si este era el rey, no había demasiadas diferencias respecto a la actualidad, si bien resultaba corriente que lo fuesen casas nobles o instituciones eclesiásticas. El señorío, una superioridad social admitida y plasmada en las leyes, daba derecho a percibir rentas, por eso llamadas señoriales, como los censos, el champart o los lucrativos derechos de transmisión de bienes raíces. A ello había que añadir los derechos derivados de ejercer la jurisdicción en lugar del rey: los pagos por la aplicación de la justicia y los monopolios señoriales de algunos servicios, las banalités, muy rentables pese a su nombre. Los campesinos propietarios aún soportaban una última carga, el diezmo (dîme, cerca de una décima parte de la cosecha, pagada en especie), que era anterior al feudalismo y en origen se había destinado al mantenimiento de la Iglesia, aunque en ocasiones era percibido por señores laicos.

      Además de todo esto, los campesinos tenían que pagar los impuestos que, junto a las rentas de aduanas, sostenían el Estado. Los no privilegiados que vivían en ciudades también los pagaban, pero eran muchos menos y realizaban menos esfuerzo fiscal. Los privilegiados estaban exentos de impuestos y de muchas tasas, por lo que su aportación resultaba ínfima.

      La sociedad del Antiguo Régimen no solo contemplaba la desigualdad jurídica entre las personas, sino que se levantaba sobre los cimientos del privilegio. La visión de la sociedad feudal que se había forjado en el siglo xi y pervivía en el xviii la presentaba vertebrada por tres órdenes, a los que correspondían otras tantas funciones (los que rezan, los que combaten, los que trabajan), cuando en realidad estaba escindida en privilegiados y no privilegiados. Aquellos, que componían una ínfima minoría (entre el 2 y el 5 % de la sociedad francesa), gozaban de fuero propio, ejercían ciertas


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