La Revolución francesa y Napoleón. Manuel Santirso

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En su lugar, se ideó una «Asamblea de Notables» compuesta por privilegiados nobles y eclesiásticos bien seleccionados y a los que se suponía obedientes. Para su sorpresa, en febrero de 1787 ese senado ad hoc rechazó el plan de Calonne, quien por supuesto fue destituido unos meses después, y además desterrado a la Lorena por haber difundido sus informes.

      Comenzó entonces un duelo legal entre el rey, que usó el arma ceremonial del lit de justice para imponer su voluntad al Parlamento (alto tribunal) de París, y este, que pagó su oposición al monarca con el destierro de dos de sus magistrados. El secretario de Justicia Lamoignon redactó en mayo de 1788 un edicto real que desposeía a los parlamentos de sus poderes y les obligaba a registrar los decretos reales, pero de nuevo se encontró con una firme oposición. En junio siguiente, a los soldados del rey les llovieron piedras y tejas en la ciudad de Grenoble cuando llevaban al Parlamento del Delfinado la orden del rey (lettre de cachet) de registrar el edicto.

      El rey, «el primer amigo de sus pueblos»

      La monarquía francesa seguía siendo el espejo en el que se miraban los demás príncipes de la cristiandad. El rey de Francia descendía de San Luis, había sido ungido por Dios y muchos de sus súbditos seguían atribuyéndole poderes taumatúrgicos, como el de curar la escrófula mediante la imposición de manos.

      Luis XVI (rey de 1774 a 1793) conservaba el halo mítico de sus antepasados, pero no irradiaba el mismo brillo que su tatarabuelo el Rey Sol. Reservado y mediocre, gustaba de emplear su ocio en labores manuales de precisión, como la cerrajería, para la que tenía un taller en sus aposentos. Desde el preludio de la revolución hasta que fue ejecutado en 1793, Luis XVI cambió muchas veces de actitud y de táctica, bien adoptando la dureza que le exigían su mujer María Antonieta y el partido intransigente de la corte, bien optando por las concesiones que le sugerían sus administradores y consejeros más capaces.

      Su breve alocución en la solemne apertura de los Estados Generales ofrece una buena muestra de esa ambigüedad. El rey comenzó su discurso congratulándose por encontrarse rodeado de los representantes de la nación —ya no del reino—, reunidos para la fausta —e insólita— ocasión de unos Estados Generales, que había convocado a regañadientes después de «un largo intervalo» de 174 años. Tras agradecer a los dos primeros órdenes, los privilegiados, que mostrasen su disposición —de ningún modo confirmada— a contribuir al necesario esfuerzo fiscal, aconsejaba «cordura y prudencia» a los reunidos frente a «una inquietud general, un deseo exagerado de innovaciones» y la «agitación de las mentes». La intervención se cerraba con el clisé del monarca padre de sus súbditos: él era «el primer amigo de sus pueblos», de quien cabía esperar «el más tierno interés por la felicidad pública».

Retrato de Luis XVI en un óleo de 1777 pintado por Joseph Duplessis

      Retrato de Luis XVI en un óleo de 1777 pintado por Joseph Duplessis.

      La partida contra los privilegiados se había perdido, pero el problema financiero permanecía: en el presupuesto de 1788, el pago por los intereses de la deuda ascendía ya a 310 millones, un 59 % de los gastos. No quedaba más remedio que convocar Estados Generales, y así lo anunció Brienne en julio de 1788, poco antes de dimitir. En su lugar entró de nuevo Necker, quien tras largas negociaciones obtuvo del rey la gracia de que la cantidad de representantes del Tercer Estado ascendiera al doble de lo habitual.

      Una vez convocados los Estados Generales en enero de 1789, se procedió a la elección de los representantes de los tres órdenes. El método más usado fueron las asambleas de cada orden, unas reuniones únicas en los estamentos privilegiados y sucesivas en dos grados para el Tercer Estado. Los representantes recibían un cuaderno de quejas (cahier de doléances) donde se detallaban las demandas de sus electores, que tenían que ser transmitidas a la magna reunión. La solemne apertura de los Estados Generales tuvo lugar en Versalles el 5 de mayo de 1789; el monarca marcó en ella los estrechos límites de la tarea que se les encomendaba.

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