Mujercitas. Louisa May Alcott

Mujercitas - Louisa May Alcott


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lo que Meg había calificado de «una falta absoluta de modales», Jo había guardado unos bombones para sus hermanas pequeñas, que dieron cuenta de ellos mientras oían el relato de los acontecimientos más emocionantes de la velada.

      —Ahora sé lo que siente una joven de clase alta que vuelve a casa en carruaje y espera sentada en su tocador a que su criada la sirva —dijo Meg mientras Jo le daba unas friegas de árnica en el tobillo y le cepillaba el cabello.

      —No creo que las jóvenes de la alta sociedad lo pasen mejor que nosotras, a pesar del cabello chamuscado, los vestidos viejos, los guantes desparejados y los zapatos pequeños que hacen que las que son tan tontas como para ponérselos se tuerzan el tobillo.

      Y a mí me parece que Jo tenía toda la razón.

      4

       CARGAS

      —¡Oh, querida! ¡Qué duro resulta retomar nuestras obligaciones y seguir adelante! —dijo Meg con un suspiro, la mañana siguiente de la fiesta. Las vacaciones habían acabado y aquella semana de felicidad no le había aportado energía suficiente para ocuparse de tareas que no eran de su agrado.

      —Ojalá todos los días fuesen Navidad o Año Nuevo. ¡Sería estupendo! —comentó Jo en tono melancólico y entre bostezos.

      —Entonces no disfrutaríamos de esos días especiales ni la mitad que ahora. De todos modos, debe de ser maravilloso que te inviten a cenar y te regalen ramos de flores, ir a fiestas, volver a casa en carruaje y, al llegar, leer un rato y descansar, sin tener que pensar en trabajar. Algunas jóvenes llevan esa vida, y yo las envidio. ¡El lujo me atrae tanto! —comentó Meg mientras trataba de decidir cuál de los dos vestidos desgastados que tenía ante sí lo estaba menos.

      —Bueno, eso no está a nuestro alcance, así que, en lugar de lamentarnos, arrimemos el hombro y cumplamos con nuestras obligaciones con alegría, como hace Marmee. Para mí, la tía March es como el viejo de Simbad el Marino, pero imagino que cuando aprenda a soportarla sin protestar me quitaré esa carga de encima o me resultará tan ligera que ni pensaré en ella.

      La idea puso de buen humor a Jo, pero no alegró a Meg, porque su carga, cuatro niños malcriados, le parecía más pesada que nunca. No tenía ánimo para ponerse guapa como solía hacer, con un lazo azul en el cuello y un peinado favorecedor.

      —¿Qué sentido tiene arreglarse cuando los únicos que me van a ver son unos mocosos malhumorados y a nadie le importa si estoy guapa o no? —musitó cerrando de golpe el cajón de la cómoda—. Me pasaré la vida trabajando y penando, divirtiéndome solo en contadas ocasiones, y me convertiré en una vieja fea y amargada; todo porque soy pobre y no me puedo permitir disfrutar de la vida como hacen las demás. ¡Qué desgracia!

      Meg bajó con aire compungido y se mantuvo en ese estado de ánimo durante todo el desayuno. De hecho, todas estaban de mal humor y quejumbrosas. A Beth le dolía la cabeza y se había tumbado en el sofá con la gata y los tres gatitos en busca de consuelo; Amy estaba muy preocupada porque no se sabía bien la lección y no encontraba sus útiles. Jo no dejaba de silbar y de armar ruido mientras se preparaba para salir; la señora March intentaba terminar de escribir una carta que tenía que enviar de inmediato, y Hannah estaba muy gruñona porque no le sentaba bien acostarse tarde.

      —¡No creo que haya una familia de peor humor! —exclamó Jo, que perdió los estribos después de volcar un tintero, romper los cordones de sus zapatos y aplastar su sombrero sentándose encima de él.

      —¡Pues tú eres la más cascarrabias de la familia! —replicó Amy, cuyas lágrimas cayeron sobre su pizarra y borraron la suma, llena de errores, que acababa de hacer.

      —Beth, si no bajas estos horribles gatos a la bodega, acabaré ahogándolos —exclamó Meg, muy enfadada, mientras trataba de librarse de uno de los gatitos, que se había encaramado a su espalda y se mantenía clavado a ella, como si de un erizo se tratara, fuera de su alcance.

      Jo reía, Meg protestaba, Beth imploraba y Amy se lamentaba porque no recordaba cuánto era nueve por doce.

      —¡Niñas! ¡Niñas! Callad un minuto, Debo enviar esta carta con el correo de la mañana y, con tantas quejas, no me puedo concentrar —exclamó la señora March al tachar por tercera vez una frase de la carta.

      Se produjo un momento de calma que tocó a su fin después de que Hannah entrara con dos empanadas recién hechas, las dejara sobre la mesa y se marchara. Aquellas empanadas eran toda una institución; las jóvenes las llamaban «manguitos» porque, a falta de éstos, resultaba muy agradable sentir en las manos el calor de la pasta recién horneada en las mañanas frías. Hannah nunca dejaba de prepararlas, por muy ocupada o malhumorada que estuviera, porque sabía que la jornada sería larga y dura; las pobres criaturas no comían nada más hasta volver a casa, y rara vez regresaban antes de las tres.

      —Beth, acurrúcate con tus gatos; espero que se te pase el dolor de cabeza. Marmee, adiós; esta mañana nos hemos portado como una banda de granujas, pero volveremos a casa hechas unos auténticos angelitos. Meg, vamos. —Y Jo echó a andar pensando que los peregrinos no estaban haciéndolo todo lo bien que debían.

      Siempre volvían la cabeza antes de doblar la esquina, pues sabían que su madre estaría en la ventana para hacerles un gesto, sonreír y decirles adiós con la mano. En cierto modo, eso parecía darles fuerzas para hacer frente al día porque, estuvieran del humor que estuviesen, esa última imagen del rostro de su madre tenía sobre ellas el efecto de un rayo de sol.

      —Si Marmee nos amenazara con el puño en lugar de mandarnos besos con la mano nos estaría bien empleado, porque nos hemos comportado como unas brujas —comentó Jo, que, en su arrepentimiento, consideraba que el lodo del camino y el fuerte viento eran una merecida penitencia.

      —No uses expresiones vulgares —se quejó Meg, oculta tras el chal con que se había cubierto como una monja harta del mundo.

      —No veo nada malo en emplear palabras fuertes cuando su significado es el adecuado —repuso Jo sujetándose el sombrero cuando dio un salto sobre su cabeza, dispuesto a salir volando.

      —Puedes dedicarte todos los insultos que quieras, pero yo no soy ni una granuja ni una bruja.

      —Está claro que hoy no tienes un buen día y, además, estás frustrada por no poder vivir rodeada de lujos. ¡Pobrecita! Espera a que yo me haga rica; entonces, podrás disfrutar de todos los carruajes, helados, zapatos de tacón y ramilletes que quieras y bailarás con todos los jóvenes pelirrojos que te apetezca.

      —¡No seas ridícula, Jo! —exclamó Meg, que no obstante se rió de la ocurrencia y se sintió mejor a su pesar.

      —Da gracias de que lo sea. Si adoptase ese aire abatido y me dejase vencer por el desaliento como tú, estaríamos apañadas. Afortunadamente, siempre encuentro algo divertido para animarme. Deja de quejarte y haz el favor de volver a casa de buen humor.

      Cuando llegó el momento de separarse, Jo dio una palmada de ánimo a su hermana y cada una siguió su camino, con la empanada caliente en las manos, intentando poner buena cara al mal tiempo, al trabajo duro y al hecho de no poder satisfacer sus sueños adolescentes de bienestar.

      Cuando el señor March perdió su fortuna en un intento de ayudar a un amigo caído en desgracia, las dos hijas mayores rogaron que se les permitiese colaborar en el sustento familiar. Sus padres, convencidos de que nunca era demasiado pronto para conocer el valor del esfuerzo, el trabajo y la independencia, accedieron y ambas se pusieron a trabajar henchidas de amor y buena voluntad, seguras de que, a pesar de los obstáculos, saldrían adelante.

      Margaret encontró un puesto como institutriz y se sintió rica con su pequeño sueldo. Como ella misma reconocía, «le encantaba el lujo», y su principal preocupación era la pobreza en que vivían.


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