Mujercitas. Louisa May Alcott

Mujercitas - Louisa May Alcott


Скачать книгу
iba camino de convertirse en una niña malcriada. Todo el mundo la consentía y su vanidad y su egoísmo iban en aumento. Sin embargo, había algo que mantenía a raya su vanidad; verse obligada a usar los vestidos de su prima. La madre de Florence no destacaba, precisamente, por su buen gusto y, para Amy, llevar un sombrero rojo en lugar de uno azul, vestidos poco favorecedores y delantales chillones que no eran de su talla le parecía un suplicio. La ropa era de calidad, tenía buena hechura y estaba casi nueva, pero hería el gusto estético de Amy, sobre todo en aquel invierno, en el que tenía que ir a la escuela con un vestido de un morado apagado, con topos amarillos y sin nada que lo adornara.

      «Mi único consuelo —le había contado a Meg, con lágrimas en los ojos— es que mamá no me mete el dobladillo de la falda cada vez que hago una travesura, como hace la madre de Maria Parks. Es un verdadero horror; a veces, se porta tan mal que el vestido apenas le cubre las rodillas y no puede ir al colegio. Cuando pienso en la degradadación que sufre, el hecho de tener la nariz chata y un vestido morado con topos amarillos me parece una nimiedad».

      Meg era la confidente y guía de Amy y, curiosamente, Jo lo era de Beth, tal vez porque los opuestos se atraen. La tímida muchachita solo se abría con su atolondrada hermana mayor, sobre la que, sin darse cuenta, ejercía más influencia que ningún otro miembro de la familia. Las dos hermanas mayores se llevaban muy bien, pero cada una de ellas había tomado a su cargo a una de las menores y las protegían a su manera. Era su peculiar manera de jugar a «mamás», poniendo a sus hermanas en lugar de las muñecas que ya habían desechado, y lo hacían con el instinto maternal propio de unas mujercitas.

      —¿Alguien tiene algo interesante que contar? Ha sido un día tan deprimente que necesito algo de entretenimiento —comentó Meg cuando se sentaron a coser juntas aquella tarde.

      —Hoy me ha ocurrido una cosa curiosa en casa de la tía y, puesto que todo ha salido bien, os la contaré —empezó Jo, a la que le encantaba contar historias—. Estaba leyendo en voz alta ese interminable libro de Belsham, con el tono monocorde de siempre, para que la tía se quede dormida lo antes posible y yo pueda disfrutar de un buen libro hasta que se despierte. Esta vez lo que conseguí fue que me entrara sueño y, antes de que ella empezara a cabecear, se me escapó un bostezo enorme. La tía me preguntó si abría tanto la boca para devorar el libro de golpe. “¡Ojalá pudiese hacerlo y terminar de una vez!”, respondí sin pretender ser impertinente.

      »Entonces, me echó un largo responso sobre mis pecados, me pidió que me sentara y reflexionara sobre lo que habíamos hablado mientras ella “daba una cabezadita”. Como sé que la “cabezadita” suele durar bastante, en cuanto cerró los ojos saqué del bolsillo El vicario de Wakefield y me puse a leer con un ojo mientras que con el otro vigilaba a la tía. Cuando llegué al punto en el que todos se caen al agua, me olvidé de dónde estaba y solté una carcajada. La tía se despertó, descansada y de buen humor, y me pidió que leyera en voz alta un poco de ese libro frívolo que prefería al edificante y serio Belsham. Me esforcé al máximo y le gustó, aunque se limitó a comentar: “No comprendo bien de qué trata; léelo desde el principio, querida”.

      »Así lo hice, procurando que los Primrose resultasen más entretenidos que nunca. En un momento dado, cuando el texto estaba en un punto emocionante, tuve la picardía de interrumpir la lectura y le pregunté mansamente: “Tía, me temo que la estoy aburriendo. ¿Quiere que lo deje aquí?”.

      »Retomó la calceta que había dejado caer, me lanzó una mirada airada desde detrás de sus gafas y contestó tajante: “Jovencita, acaba de leer el capítulo y no seas impertinente”.

      —¿Reconoció que le estaba gustando? —preguntó Meg.

      —¡Por Dios, no! Pero dejó al viejo Belsham a un lado, y por la tarde, cuando volví a buscar los guantes que había dejado olvidados, la sorprendí tan embebida en la lectura de El vicario que ni me oyó reír y bailar de alegría en el vestíbulo, por los buenos tiempos que vendrían. Qué agradable podría ser su vida si eligiese ser feliz. A pesar de lo rica que es, no la envidio. Al fin y al cabo, imagino que los ricos tienen tantas preocupaciones como los pobres —añadió Jo.

      —Eso me recuerda —dijo Meg— que yo también tengo algo que contar. No es tan divertido como la anécdota de Jo, pero he estado dándole muchas vueltas mientras venía de camino. Hoy, en casa de los King, todo el mundo estaba muy inquieto y uno de los niños me contó que su hermano mayor había hecho algo horrible y que su padre lo había echado de casa. Oí llorar a la señora King y gritar al señor King, y Grace y Ellen volvieron la cabeza cuando pasé junto a ellas para que no viese que tenían los ojos enrojecidos. Por supuesto, no pregunté nada a nadie; pero sentí lástima por ellos y me alegré de no tener ningún hermano rebelde que pudiera deshonrar a la familia.

      —Yo creo que recibir un castigo en la escuela es mucho peorible que tener un hermano rebelde —intervino Amy meneando la cabeza, como si tuviera una honda experiencia de la vicia—. Hoy Susie Perkins ha venido al colegio con una sortija de cornalina roja preciosa. Me gustó tanto que deseé con toda el alma ser como ella. Bueno, el caso es que dibujó una caricatura del señor Davis con una nariz monstruosa y una joroba, y escribió las palabras «¡Señoritas, no les quito ojo!» saliendo de su boca. Nos estuvimos riendo del dibujo, hasta que descubrimos que, en efecto, el señor Davis no nos quitaba ojo, y ordenó a Susie que le mostrase su pizarra. Ella se quedó patrificada del susto, pero se la enseñó y… ¿qué creéis que hizo él? La cogió por la oreja. ¡Por la oreja! ¡Figuraos qué horror! La obligó a subir al estrado y la tuvo allí plantada, una hora y media, sujetando la pizarra para que todas la viéramos.

      —¿Y las demás no se rieron al ver la caricatura? —preguntó Jo, a la que le encantaba aquel lío.

      —¿Reírse? En absoluto, estuvimos todas bien quietas y Susie lloró a mares. Eso fue lo que pasó. Yo ya no sentí envidia de ella, porque me dije que ni un millón de sortijas de cornalina me hubiesen hecho feliz después de algo así. Yo nunca me hubiese repuesto de semejante humillación. —Y dicho esto, Amy retomó su labor, orgullosa de su virtud y de haber pronunciado dos palabras largas sin que se le trabara la lengua.

      —Esta mañana vi algo que me gustó y que pensaba contar a la hora de la cena, pero se me olvidó —explicó Beth al tiempo que ordenaba el enmarañado cesto de labores de Jo—. Salí a comprar unas ostras por encargo de Hannah y encontré al señor Laurence en la pescadería, aunque no me vio porque me escondí detrás de un barril y él estaba hablando con el señor Cutter, el pescadero. En eso, entró una mujer pobre con un cubo y una fregona y se ofreció a limpiar el local a cambio de un poco de pescado porque no tenía nada que darles de cenar a sus hijos y le habían escatimado un jornal. El señor Cutter, que estaba algo atareado, le contestó que no sin pensarlo, bastante molesto. La mujer, que parecía muerta de hambre, se dio la vuelta para salir con aire afligido, y entonces el señor Laurence pinchó un pescado grande con la punta de su bastón y se lo ofreció. Ella lo cogió sorprendida pero encantada y le dio las gracias varias veces. Él le dijo: «Vaya y guíselo», y ella se marchó a toda prisa la mar de contenta. Qué detalle tan enternecedor, ¿no os parece? ¡Era tan gracioso verla abrazada a aquel pescado enorme y diciéndole al señor Laurence que esperaba que Dios le guardase una cama cómoda en el cielo!

      Todas rieron, y luego pidieron a su madre que les contase también algo. La mujer guardó silencio unos instantes y, después, dijo muy seria:

      —Hoy, mientras cortaba tela para unas chaquetas de franela azul, me acordé de vuestro padre y pensé en lo sola y desamparada que me sentiría si le ocurriese algo. Sé que no debería pensar en ello, pero no pude evitarlo, hasta que un hombre mayor entró para hacer un pedido. Se sentó cerca de mí y me puse a hablar con él, porque parecía pobre, cansado y nervioso. «¿Tiene hijos en el ejército?», le pregunté al ver que traía


Скачать книгу