Mujercitas. Louisa May Alcott

Mujercitas - Louisa May Alcott


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que hacía sus delicias. Laurie la escuchaba embelesado, y cuando le contó cómo un caballero viejo y presumido había ido a hacer la corte a la tía y el loro le había arrancado la peluca en plena declaración, rió hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas y una criada se asomó para ver qué pasaba.

      —Esto me sienta muy bien, por favor, siga —pidió, separando el rostro del cojín, rojo y resplandeciente de alegría.

      Satisfecha por la buena aceptación, Jo siguió hablando de sus representaciones y sus proyectos, del miedo y la esperanza con que vivían la ausencia de su padre, y de los acontecimientos más interesantes del pequeño mundo que compartía con sus hermanas. Después charlaron de libros y Jo descubrió complacida que a Laurie le entusiasmaban también y que había leído incluso más obras que ella.

      —Puesto que le gustan tanto los libros, venga conmigo abajo y eche un vistazo a nuestra biblioteca. Mi abuelo ha salido, así que no tiene nada que temer —propuso Laurie, levantándose.

      —A mí no me asusta nada —repuso Jo meneando la cabeza.

      —¡La creo! —afirmó el joven mirándola con admiración, aunque para sus adentros se decía que había motivos para temer al anciano, sobre todo cuando estaba de mal humor.

      En la casa había un ambiente estival. Laurie la condujo por varias habitaciones deteniéndose para que la joven observase aquello que le llamaba la atención, hasta que al fin llegaron a la biblioteca, donde Jo aplaudió encantada y dio unos saltitos, como solía hacer siempre que algo la entusiasmaba. Estaba repleta de libros, había cuadros, esculturas y unos armarios llenos de monedas y curiosidades; butacas, mesitas curiosas y figuras de bronce, pero lo mejor de todo era la chimenea, con el hogar abierto, rodeado de hermosos azulejos.

      —¡Qué riqueza! —Jo se dejó caer con un suspiro en una gran butaca tapizada de terciopelo y miró maravillada alrededor—. Theodore Laurence, debería sentirse el joven más afortunado del mundo —añadió muy impresionada.

      —Un hombre no vive solo de libros —repuso Laurie, meneando la cabeza, mientras se sentaba en una mesa frente a ella.

      Antes de que pudiese agregar algo más, sonó el timbre. Jo se levantó asustada y exclamó:

      —¡Dios mío, debe de ser su abuelo!

      —¿Y qué si lo es? Usted no teme nada, ¿no lo recuerda? —repuso el joven con aire pícaro.

      —Me asusta un poco su abuelo, aunque no sé por qué. Marmee me dio permiso para venir y no creo que mi visita haya empeorado su estado —dijo Jo tratando de recuperar la compostura, pero sin dejar de mirar hacia la puerta.

      —Al contrarío, me encuentro mucho mejor y le doy las gracias por ello; pero temo que se haya cansado demasiado hablando conmigo. La conversación ha sido tan agradable que no quería que acabara —afirmó Laurie, muy agradecido.

      —Es el médico, señor; quiere verle —explicó una criada haciendo una seña.

      —¿Le importaría que la dejase sola un minuto? Supongo que debo verle —dijo Laurie.

      —No se preocupe por mí. Aquí estaré feliz como una perdiz —contestó Jo.

      Laurie salió y su visita se entretuvo a su manera. Jo estaba mirando un retrato del dueño de la casa cuando oyó que la puerta de la habitación se abría y, sin volverse, anunció:

      —Ahora estoy convencida de que no debo temerle. Tiene ojos de buena persona, aunque su gesto es bastante severo y parece la clase de persona que siempre se sale con la suya. No es tan guapo como mi abuelo, pero me cae bien.

      —Gracias, señorita —dijo una voz ronca a sus espaldas—. Para consternación de Jo, allí estaba el anciano señor Laurence.

      La pobre Jo se ruborizó y el corazón le empezó a latir demasiado rápido mientras recordaba qué había dicho. Por unos segundos, sintió un irrefrenable deseo de salir corriendo. Pero eso hubiese sido cobardía y sus hermanas se hubiesen mofado de ella, por lo que decidió quedarse y salir del aprieto de la mejor manera posible. Al mirar de nuevo al anciano observó que sus ojos, bajo unas cejas pobladas, brillaban y parecían aún más benévolos que los del retrato y tenían una expresión pícara que hizo que gran parte de su miedo se esfumara. La voz del caballero sonó más ronca que nunca cuando preguntó de pronto, tras el terrible silencio:

      —Así pues, dice que no me tiene miedo, ¿verdad?

      —Así es, señor.

      —Y no me encuentra tan guapo como a su abuelo.

      —En efecto, señor.

      —Y parece que siempre me salgo con la mía.

      —Era una opinión, señor.

      —Y, a pesar de todo eso, le caigo bien.

      —Sí, señor, así es.

      Las respuestas de Jo fueron del agrado del anciano caballero, que se echó a reír, le estrechó la mano, y la tomó de la barbilla para levantarle el rostro, lo observó con expresión seria y, tras retirar la mano, meneó la cabeza.

      —Tiene usted el carácter de su abuelo, aunque no se parece físicamente a él. Era un buen hombre, querida, pero, por encima de todo, era valiente y honrado. Me enorgullezco de haber sido amigo suyo.

      —Gracias, señor —repuso Jo, que ahora se sentía a gusto después de oír un comentario tan agradable.

      —¿Qué le ha hecho a mi nieto? —preguntó a continuación el anciano con tono severo.

      —Solo intentaba ser una buena vecina, señor —respondió Jo, y le explicó el propósito de su visita.

      —¿Cree que necesita distraerse un poco?

      —Sí, señor, parece algo solitario y tal vez la compañía de otros jóvenes le haría bien. En casa somos todas mujeres, pero estaríamos encantadas de ayudar, si está en nuestra mano. Nunca olvidaremos el magnífico regalo de Navidad que nos hizo llegar —dijo Jo emocionada.

      —Eso fue cosa de mi nieto. ¿Cómo está aquella pobre mujer?

      —Está mejor, señor —contestó Jo, que a continuación, hablando muy rápido, le explicó todo cuanto sabía sobre los Hummel, a los que, por mediación de su madre, ahora ayudaban unos amigos más ricos que ellas.

      —Así era como hacía el bien su abuelo, señorita. Pasaré a visitar a su madre un día de éstos. Coménteselo. El sonido de esa campanilla anuncia la hora del té; lo tomamos temprano por el muchacho. Baje conmigo y siga comportándose como una buena vecina.

      —Si así lo quiere, señor —repuso Jo.

      —De no ser así, no se lo pediría. —Y el señor Laurence le ofreció el brazo, a la antigua usanza.

      ¿Qué diría Meg si me viera?, pensó Jo, mientras caminaba del brazo del señor Laurence y los ojos le bailaban de alegría al imaginarse contándoselo a sus hermanas.

      —¡Eh!, ¿qué demonios le pasa a este joven? —exclamó el anciano al ver que Laurie bajaba corriendo por las escaleras y se paraba perplejo al encontrar a Jo del brazo de su temible abuelo.

      —No sabía que ya estaba en casa, señor —dijo Laurie mientras Jo le lanzaba una mirada de triunfo.

      —Eso está claro por el estruendo que has armado al bajar por las escaleras. Ven a tomar el té y compórtate como un caballero. —Y tras dar un cariñoso tirón de pelo a su nieto, el anciano caballero continuó caminando, mientras, a sus espaldas, Laurie le hacía mofa con unos gestos tan cómicos que a Jo le costó contener la risa.

      El anciano bebió cuatro tazas de té sin apenas pronunciar palabra. Se dedicó a observar a los dos jóvenes,


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