Mujercitas. Louisa May Alcott

Mujercitas - Louisa May Alcott


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razón, el muchacho se siente solo. Veré qué pueden hacer estas jovencitas por él, pensó el señor Laurence mientras escuchaba y observaba a la pareja. Jo le había caído en gracia, le gustaba su carácter, extravagante y directo, y parecía entender a su nieto tan bien como sí ella misma fuese un muchacho.

      Si los Laurence hubieran sido lo que Jo llamaba «tiesos y remilgados», no habría simpatizado con ellos, porque esa clase de personas la hacían sentirse inhibida e incómoda. Pero, como eran sencillos y naturales, se comportó tal cual era y causó una buena impresión. Al levantarse de la mesa, Jo anunció que se marchaba, pero Laurie dijo que tenía algo más que mostrarle y la llevó al invernadero, que estaba iluminado en su honor. A Jo le pareció estar en el país de las hadas mientras recorría los caminos bordeados de flores, en aquella luz suave, el ambiente húmedo y dulce, entre magníficos árboles y enredaderas, Su nuevo amigo cortó flores hasta que ya no le cupieron en las manos. Luego las ató en un ramillete y dijo con ese semblante alegre que tanto gustaba a Jo:

      —Por favor, déselas a su madre y dígale que me ha gustado mucho la medicina que me ha enviado.

      Encontraron al señor Laurence de pie junto al fuego, en el salón grande, pero lo que llamó la atención de Jo fue un magnífico piano de cola abierto.

      —¿Toca usted el piano? —preguntó volviéndose hacía Laurie con una expresión respetuosa en el rostro.

      —En ocasiones —contestó él con modestia.

      —Por favor, toque algo. Me gustaría oírle para poder contárselo a Beth.

      —¿No prefiere tocar usted primero?

      —Yo no sé tocar; soy demasiado torpe para aprender, pero me encanta la música.

      Laurie tocó para ella y Jo escuchó, embriagada por el olor de los heliotropos y las rosas. Su respeto y aprecio por el joven Laurence aumentaron al ver que tocaba bien y sin presunción. Deseó que Beth pudiese oírle, pero no lo dijo; elogió su arte hasta que el chico se ruborizó y el abuelo acudió en su rescate.

      —Es suficiente, suficiente, señorita; no le conviene recibir tantos cumplidos. No toca mal, pero confío en que pueda hacer cosas más importantes. ¿Se va ya? Muchas gracias por su visita. Vuelva pronto y salude a su madre de mi parte. Buenas noches, doctora Jo.

      El anciano le estrechó la mano cordialmente, pero parecía contrariado. Cuando se dirigían al vestíbulo, Jo preguntó a Laurie si había dicho algo inconveniente. El joven negó con la cabeza.

      —No, ha sido por mí. No le gusta verme tocar.

      —¿Por qué?

      —Se lo contaré en otra ocasión. Como yo no puedo acompañarla a casa, John irá con usted.

      —No es necesario. No soy una niña y, además, vivo a un paso. Cuídese mucho, ¿de acuerdo?

      —Lo haré, pero espero que vuelva pronto. ¿Lo hará?

      —Si promete devolvernos la visita en cuanto esté recuperado.

      —Así lo haré.

      —Buenas noches, Laurie.

      —Buenas noches, Jo, buenas noches.

      Cuando Jo terminó de relatar las aventuras de la tarde, todos los miembros de la familia sintieron ganas de visitar al muchacho. Aquella casa tenía un atractivo distinto para cada una. La señora March quería hablar de su padre con el anciano señor que todavía le recordaba, Meg soñaba con pasear por el invernadero, Beth suspiraba por el gran piano y Amy estaba ansiosa por ver las esculturas y los cuadros.

      —Mamá, ¿por qué crees que al señor Laurence le molestó oír tocar a su nieto? —preguntó Jo, que sentía mucha curiosidad.

      —No estoy segura, pero creo que tiene que ver con su hijo, el padre de Laurie. Se casó con una joven italiana, músico, que no era del agrado del padre, que es un hombre muy orgulloso. La joven era buena y agradable, pero a él no le gustaba y, por eso, no volvió a ver a su hijo después de la boda. Los padres de Laurie murieron cuando él era un niño y su abuelo lo acogió en su casa. Creo que el niño, que nació en Italia, es algo enclenque y el anciano teme perderle a él también; por eso lo cuida tanto. El amor de Laurie por la música le viene de su madre, a la que se parece mucho. Supongo que su abuelo teme que quiera ser músico. En cualquier caso, su talento le recuerda a la mujer a la que no aceptó, y supongo que por eso se puso «mohíno», como dice Jo.

      —¡Qué historia tan romántica! —exclamó Meg.

      —Qué disparate —protestó Jo—. Debería dejarle ser músico si es eso lo que quiere el chico, en lugar de obligarle a ir a la universidad, cuando no le apetece en absoluto.

      —Eso explica que tenga tan buenos modales y unos ojos negros tan bonitos. Los italianos son encantadores —afirmó Meg, que era algo sentimental.

      —¿Qué sabes tú de sus ojos y de sus modales? Apenas has hablado con él —espetó Jo, que no era nada sentimental.

      —Le vi en la fiesta y lo que has contado demuestra que sabe cómo comportarse. Es muy bonito lo que dijo sobre la medicina que mamá le mandó.

      —Supongo que se refería al pudin.

      —Qué tonta eres, niña. Se refería a ti, claro está.

      —¿En serio? —Jo abrió los ojos como platos, pues tal idea no le había pasado por la cabeza.

      —¡Nunca he conocido a una chica como tú! Te hacen un cumplido y ni siquiera te das cuenta —dijo Meg, con aire de una dama experta en la materia.

      —Todo esto no son más que tonterías y te agradecería que no aguases la fiesta con tus estupideces. Laurie es un buen chico, me cae bien, y entre nosotros no caben ni cumplidos ni estupideces por el estilo. Todas nos portaremos bien con él porque no tiene madre y podrá venir a vernos siempre que quiera. ¿No es cierto, mamá?

      —Claro, Jo, tu amigo siempre será bienvenido y espero que Meg no olvide que las niñas no deben tener prisa por crecer.

      —Yo no me considero una niña y aún no soy adolescente —comentó Amy—. ¿Qué opinas tú, Beth?

      —Estaba pensando en El progreso del peregrino —respondió Beth, que no había escuchado ni una sola palabra—. Salimos del Pantano del Desaliento y cruzamos la Puerta Angosta cuando decidimos ser buenas, y emprendemos el ascenso por la empinada colina sin dejar de intentarlo. Tal vez la casa que encontremos en lo alto, llena de sorpresas maravillosas, será nuestro Palacio Hermoso.

      —Pero antes tenemos que pasar junto a los leones —comentó Jo, como si la idea le resultase atractiva.

      6

       BETH ENCUENTRA EL PALACIO HERMOSO

      La casa grande resultó ser el Palacio Hermoso, aunque tardaron algún tiempo en entrar en él y a Beth le costó mucho pasar junto a los leones. El anciano señor Laurence era el león más temido. Sin embargo, una vez que las hubo visitado, hecho comentarios divertidos o amables a cada una de ellas y charlado sobre los viejos tiempos con la madre, casi ninguna le tenía miedo, salvo la tímida Beth. Otro de los leones era el hecho de que ellas fueran pobres y Laurie, rico, porque las avergonzaba aceptar regalos a los que no podían corresponder. Sin embargo, transcurrido un tiempo, comprendieron que Laurie las consideraba sus benefactoras y que todo le parecía poco para mostrar su gratitud a la señora March por acogerle como una madre y a las niñas por permitirle disfrutar de su compañía y por hacerle pasar tan buenos ratos en su humilde hogar. Así pues, no tardaron en olvidar su orgullo y aceptaron el intercambio de atenciones sin medir cuál era mayor.

      En aquella época, ocurrieron muchas cosas agradables


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