La prometida inadecuada - Solo para sus ojos. Liz Fielding
qué?
Él le ofreció la bandeja.
–Pensé que quizá tuviera hambre.
Diana se quedó mirándola un momento; después, sacudió la cabeza.
–No. ¿Por qué duda de su proyecto? Sea lo que sea.
–No de mi proyecto en sí, sino de su integridad. Ya sabe que los periodistas son unos cínicos.
–Es una forma de describirlos. ¿Por qué iba a creer a James Pierce y no a usted?
–El trabajo de Pierce es convencerla para que vaya a Nadira a ver el lugar con sus propios ojos.
Una sonrisa de él habría bastado, pensó Diana. Con una sonrisa conseguiría cualquier cosa que se propusiera…
–De haber sabido que ofrecía vacaciones pagadas, incluso yo podría haberme visto…
«Tentada».
Dejó la palabra sin pronunciar, pero los dos sabían qué iba a decir. Avergonzada, Diana fijó los ojos en los canapés que había en la bandeja.
–Parecen buenísimos –dijo ella.
–Adelante. Coma lo que quiera.
Las palabras parecían cargadas de segundas intenciones. Una invitación a probar algo más que los canapés. Hizo un esfuerzo por tomar las palabras en sentido literal. No tenía hambre, pero llenarse la boca de comida le evitaría algo de lo que más tarde podría arrepentirse.
El pequeño canapé estalló en su boca. No era totalmente fingido el gemido de placer que lanzó.
–¿Ha probado estos?
–¿Debería hacerlo? –preguntó Zahir con seriedad.
–Sí… ¡No! No, desde luego que no. Debería dejarme la bandeja entera y volver a la fiesta.
Él agarró un canapé y lo comió.
–Ahora la entiendo –dijo él chupando un trozo de queso que se le había quedado en el pulgar.
Diana se contuvo para no chuparle ella el dedo.
Pero no pudo evitar imaginarlo.
–¿Le parece que llevemos la bandeja a ese banco? –sugirió él–. Hay que comer sentado. Por cierto, debería haber traído un par de bebidas.
–¿Un par? Perdone, pero… ¿no le van a echar de menos en la fiesta?
–Quiere comerse sola la bandeja entera, ¿es eso?
Diana se echó a reír. Era fácil reír con él mirándola de esa manera.
–Exacto, jefe.
–Adelante. Yo todavía tengo que asistir a una cena.
Él no parecía entusiasmado con la idea de cenar en uno de los mejores restaurantes londinenses.
–No me parece que eso sea tan terrible.
–La alta cocina me va a arruinar. Me va a dar indigestión.
–Eso le pasa por mezclar los negocios con el placer.
–Es usted muy sabia, Metcalfe. Es una pena que los hombres con dinero no tengan su sentido común.
–Supongo que piensan que el tiempo es dinero, por lo que creen que haciendo dos cosas al mismo tiempo ganan el doble.
–Sobre todo, cuando no tienen que pagar la cena.
–Cierto.
Él dejó la bandeja en el banco, esperó a que ella se sentara y luego tomó asiento, dejando la bandeja entre medias de los dos.
–Me encanta esta vista, ¿a usted no? –preguntó Zahir–. Tanta historia concentrada en tan poco espacio.
–¿Ha pasado mucho tiempo en Londres?
–Demasiado –admitió él recostándose en el respaldo del banco y estirando las piernas–. Mi colegio estaba un poco más arriba, siguiendo el río.
–¿En serio? El mío también. Aunque, evidentemente, el mío no era Eton, sino un instituto en Putney.
–¿Es ahí donde vive?
–Sí. Veintitrés años y todavía no he salido de la casa de mis padres. Qué triste, ¿no?
–¿Triste?
–Bueno, patético.
–No, todo lo contrario. Así es como debería ser. En mi país, las mujeres viven en casa de sus padres hasta que se casan.
No si tenían un hijo de cinco años y no tenían marido, pensó Diana mientras se miraban el uno al otro.
Zahir sabía que debía marcharse. Dejar aquello, fuera lo que fuese. Mientras estaba allí flirteando con su chófer, su madre y sus hermanas estaban eligiéndole una esposa.
Mientras se animaba a marcharse, una ráfaga de aire le revolvió el cabello a Metcalfe y él, sin poder evitarlo, alargó la mano para capturarlo.
Seda, pensó Zahir cuando las hebras de pelo le acariciaron la muñeca. Seda de color castaño en perfecto contraste con el verde de sus ojos que se habían agrandado y oscurecido bajo su mirada. La tentación de atraerla hacia sí le sobrecogió.
Pero no del todo. No estaba tan perdido…
Despacio, con cuidado de no tocarle la mejilla, no le quedó más remedio que sujetárselo detrás de la oreja… La suavidad de esta, la fina piel de su cuello, le hicieron olvidar sus buenas intenciones. La calidez de ella le atrajo y, cautivándole, le hizo sujetarle la cabeza con la mano.
Ella le observó hasta el último instante, pero un segundo antes de que él le rozara los labios, los cerró, quedándose rígida e inmóvil. Entonces… ella se rindió y también le besó.
Fue el ruido de la bandeja al estrellarse contra el suelo lo que les hizo recobrar el sentido.
Metcalfe se echó atrás con un gemido.
–¡Dios mío! –exclamó ella.
Él quería decir algo, pero… ¿qué? Ni siquiera sabía su nombre de pila. Metcalfe no valía…
–Tengo que volver a la galería –dijo él poniéndose en pie.
Ella asintió.
–Yo llevaré la bandeja –entonces, cuando él permaneció inmóvil, Diana le miró–. Diana. Me llamo Diana Metcalfe.
–¿Como la princesa?
–Eso me temo. Mi madre era una de sus admiradoras.
–Diana también era una diosa.
–Sí, lo sé. La mayoría de la gente me llama Di.
Con un asentimiento de cabeza, él se dio la vuelta y se alejó a toda prisa.
¿Estaba enfadado con ella?
No tenía de qué preocuparse, ella estaba enfadada consigo misma por los dos.
Ella era una mujer soltera que había tenido un hijo a los dieciocho años. Y, después, cuando podía haber hecho algo de provecho con su vida, su padre había sufrido un infarto y había tenido que dejar de trabajar, dejando el trabajo para su madre y ella.
Al día siguiente iba a llevar preparados unos bocadillos y un termo con té, se prometió a sí misma al tiempo que recogía la bandeja y daba los restos de los canapés a los pájaros.
–Buen comienzo, Diana. Muy profesional. Has fallado en todo.
Diana fue a la galería, le dio la bandeja a una de las camareras y no miró hacia ningún lado mientras se dirigía a los lavabos para lavarse las manos.
Pero al volver al cabo de unos minutos, la primera persona a la que vio entre la multitud