La prometida inadecuada - Solo para sus ojos. Liz Fielding

La prometida inadecuada - Solo para sus ojos - Liz Fielding


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pero después de una semana en compañía suya, sabía lo mismo que si solo hubieran pasado un día juntos.

      Diana no mantenía conversaciones educadas y vacías.

      Diana Metcalfe era una mujer de extraordinaria naturalidad, no era artificial en lo más mínimo. Primero hablaba y después pensaba. No intentaba agradar. No poseía la cultivada educación que los Jack Lumley del mundo habían convertido en un arte.

      No podía estropear la gran oportunidad de Diana y hacer que volviera a conducir un autobús lleno de niños cuando ella no había hecho nada malo.

      Era él quien se había saltado las reglas y era él quien tenía que sufrir las consecuencias, pensó mientras veía el coche alejándose.

      –Excelencia –dijo el maître mientras le conducía al comedor privado reservado para la discreta cena–, es un placer verle de nuevo por aquí.

      –Lo mismo digo, Georges.

      Y, mientras le seguía ascendiendo la amplia escalinata, se distanció voluntariamente de aquel mundo cosmopolita e internacional, recordándose a sí mismo su cultura y su futuro. Y lo demostró preguntándole a aquel hombre por su familia, sin mencionar a su esposa e hijas ya que eso, en el mundo árabe, sería un insulto.

      –¿Cómo están sus hijos? –preguntó Zahir, lo mismo que habrían preguntado su padre y su abuelo.

      * * *

      Zahir había pensado en llamar a Diana a las once para decirle que se fuera a casa, pero se le había pasado. Cuando la vio esperándole delante de la puerta del restaurante, sabía que el subconsciente le había jugado una mala pasada. Y no podía evitar alegrarse.

      No era soledad lo que necesitaba en ese momento, sino la compañía de alguien con quien compartir su entusiasmo. Alguien cuya sonrisa le llegara adentro, al corazón.

      –Sé que ha tenido un día de mucho trabajo, Metcalfe, pero… ¿dispondría de cinco minutos?

      –Sí… sí, claro. ¿Adónde quiere ir?

      –A ninguna parte. ¿Le importaría dar una vuelta por la plaza conmigo?

      Diana salió del coche, lo cerró y se reunió con él.

      –No se ve ninguna estrella –dijo él alzando los ojos al firmamento–. La contaminación lo borra todo. Si estuviéramos en el desierto, sentiríamos como si pudiéramos tocar las estrellas extendiendo las manos.

      –Debe de ser sobrecogedor –él la miró–. Quiero decir que…

      –Sé lo que quiere decir –la interrumpió él–. Y tiene razón, es frío, vacío y despejado. Hay un absoluto silencio, un silencio sobrecogedor. Allí, uno se da cuenta de lo pequeño que es, de su insignificancia.

      –¿No ha ido bien la reunión? –preguntó ella con preocupación.

      –Mejor de lo que había esperado. Aparte de los cuatro que estábamos cenando, usted va a ser la primera persona en saber lo que el mundo sabrá dentro de dos días, que Ramal Hamrah va a tener sus propias líneas aéreas.

      –Ah. Eso es extraordinario.

      –Todo es extraordinario, solo cambian las cifras –Zahir la miró–. Cuando usted se compre su taxi de color rosa, también será extraordinario.

      –Será un milagro –dijo ella con vehemencia–. Pero, si lo consiguiera algún día, le prometo que miraré a las estrellas y me haré la firme promesa de no volverme demasiado ambiciosa.

      Zahir le tomó el brazo antes de volver a mirar al cielo.

      –En Londres no las va a ver, Metcalfe. Aunque supongo que podría ir al Planetario.

      –No necesariamente. En Londres, para ver las estrellas, no se mira hacia arriba, sino hacia abajo –él frunció el ceño y ella se echó a reír–. ¿No sabía que las calles de Londres no están pavimentadas con oro sino con estrellas?

      –¿En serio?

      Zahir miró al suelo y luego a ella.

      –Es evidente que se me está escapando algo.

      –Estamos en Berkeley Square, ¿no? ¿No ha oído nunca la canción? Es muy antigua.

      Zahir rebuscó en su memoria.

      –Creía que la canción trataba de un ruiseñor.

      –¡La conoce!

      –Me acuerdo de la música –él tarareó y ella sonrió.

      –Casi –dijo Diana riendo–. Pero no habla solo del ruiseñor, sino de las estrellas también. Mi padre solía cantársela a mi madre y bailaban en la cocina mientras cantaban.

      –¿En serio? ¿Así? –al instante, Zahir le rodeó la cintura.

      Diana no podía creer lo que estaba sucediendo. Todavía había gente en la calle. Quizá, de no ir vestida con aquel uniforme, no se habría sentido tan ridícula.

      –¡No! –rogó ella, pero Zahir le agarró la mano y, tarareando, comenzó a bailar–. Zahir… ¡Por el amor de Dios, ni siquiera sabe la música!

      –¿No? ¿Cómo es?

      El entusiasmo y la alegría de Zahir eran contagiosos y Diana, al final, acabó cantando. Se trataba de una canción que ya era antigua cuando sus padres la bailaban en la cocina. Era una canción que trataba de la magia del amor y de cómo era capaz de hacer realidad lo imposible. Hablaba de un Londres en el que los ángeles comían, los ruiseñores cantaban y las calles estaban pavimentadas con estrellas.

      Fue cuando acabó la canción cuando Diana se dio cuenta de que habían dejado de bailar y estaban de pie junto al coche, Zahir la abrazaba.

      Lo que más deseaba en el mundo era que él volviese a besarla.

      Y, como si le hubiera leído el pensamiento, Zahir le alzó una mano y se la llevó a los labios.

      –¿Lo oyes? –murmuró él–. El ruiseñor.

      A Diana le costó lo imposible ignorar la suave caricia del aliento de Zahir en su mejilla, sus dedos entrelazados con los suyos, su cálida mano en la espalda… ignorar la magia del ruiseñor.

      Le costó forzarse a recordar las palabras de Freddy: «Mamá, ¿vas a volver a casa antes de que me acueste?». Y su respuesta: «Estaré allí cuando te despiertes».

      –No, señor –logró responder ella con una voz que le sonó extraña a sus oídos–. Me parece que aquí solo quedan jilgueros.

      Con esas palabras quebró la frágil belleza del momento y el peligro pasó.

      Zahir dio un paso atrás y, con la más seria de las sonrisas, comentó:

      –Se me había olvidado, Metcalfe. Usted no cree en los cuentos.

      Durante un momento, ella quiso negarlo. En vez de eso, dijo:

      –Ni usted, señor.

      –No, yo tampoco –Zahir volvió a rozarle los dedos con los labios y, sin más palabras, se dio media vuelta y comenzó a alejarse.

      –¡Señor! –pero él no pareció oírla–. ¿Adónde va? ¡Zahir!

      Sin detenerse, sin volverse, él respondió:

      –Váyase a casa, Metcalfe. Voy a mi hotel.

      –Pero…

      Él se detuvo. Miró al cielo.

      «Pero… ¿qué? ¿En qué estaba pensando?».

      Como si fuera una respuesta a su silenciosa pregunta, Zahir se volvió y sus ojos se encontraron. Ella sabía qué era ese «qué».

      Siempre lo había sabido.

      Y la fuerza de esa mirada la asustó.

      Lo


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