Amor inesperado. Elle Kennedy

Amor inesperado - Elle Kennedy


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se me ha escapado de entre las manos oficialmente. Mientras se me acelera el pulso por la ira, me siento en el borde de la cama de Tansy. Estoy sin habla. Es oficial: mi prima Tansy le ha usurpado el puesto a mi prima Alex. Es, de lejos, la peor. No hay nada que supere esto. Nada.

      Me tiemblan las manos mientras respondo.

      YO: ¿Me estás vacilando?

      TANSY: Lo siento muchísimo. Han sido dos días MUY estresantes para nosotros y cree que sería mejor para nuestra relación que pasáramos la noche juntos. Nos vamos a quedar en casa y veremos una peli para reconectar.

      ¿Reconectar? ¡Si se ven cada día! La rabia me sube por la garganta y tengo la mandíbula más dura que una piedra.

      YO: Felicidades. Has ganado el premio a peor prima del año, y solo estamos en abril.

      TANSY: Lo siento. Me sabe fatal.

      YO: No es verdad. De ser así no me dejarías tirada.

      TANSY: ¿Te has enfadado?

      YO: Pues claro que me he enfadado. ¿Qué cojones te pasa, tía?

      No me asustan los conflictos, y no voy a fingir que todo va genial entre nosotras cuando no es así. Mis duras palabras le han afectado porque, al cabo de unos momentos tensos, se retracta como una condenada.

      TANSY: Tienes razón. Lo siento. Estoy siendo ridícula. Deja que hable con Lamar otra vez y nos encontramos contigo en la discoteca, ¿te parece bien?

      Me quedo boquiabierta. ¿Está loca? ¿Cómo va a parecerme bien? Con los dientes apretados, redacto un ensayo a toda prisa. La tesis: que te den.

      YO: No, no está bien. Y no te molestes en venir a la discoteca. Quédate en casa de Lamar, claramente es lo que quieres hacer, y no quiero pasar tiempo con alguien que no quiere estar conmigo. Voy a hacer otros planes, Tansy. Tengo más amigos en la ciudad, así que disfruta de la velada y a lo mejor nos vemos mañana por la mañana.

      Cinco segundos más tarde, me suena el móvil.

      Lo ignoro.

      * * *

      Mi vestido brillante y yo terminamos en un pequeño local musical cerca de Fenway Park. Al principio intento ir a un par de bares diferentes. Por lo general, no me supone un problema salir sola y hablar con desconocidos, pero estoy de tan mal humor esta noche que me sorprendo a mí misma al ponerle mala cara a cualquier persona que se me acerca, ya sea hombre o mujer. No quiero ni echar un polvo ni tener una conversación. Quiero que me dejen en paz.

      Necesito ir a un sitio donde la música esté tan fuerte que impida cualquier tipo de propuesta.

      El Bulldozer encaja en esa descripción, pero tampoco me apetece bailar. Quiero pedirme una copa, beber y estar de mal humor en silencio. O, en su defecto, estar de mal humor con heavy metal de fondo, porque es el género musical que esta noche toca una banda en el local al que entro. Perfecto.

      El club está formado por una sala principal lo bastante grande para albergar un escenario estrecho y una pista de baile donde se puede hacer un pogo pequeño. Hay unas cuantas mesas altas empotradas contra la pared de ladrillo pintada de negro con algunos grafitis. Hay una barra en la otra pared, pero no hay sitio, así que me dirijo a las mesas. Están todas libres.

      La gente me mira cuando cruzo la sala oscura, seguramente porque voy vestida como si fuera a pasar la noche fuera de la ciudad, mientras que la mayoría de estas personas parecen haber salido de debajo de un puente. Ropa arrugada, pelo grasiento y camisetas de Pantera y de Slayer para dar y regalar. Por suerte, apenas hay luz, así que es casi imposible entrever las caras de la gente en las tinieblas. Aunque noto sus miradas, no tengo por qué verlas.

      —¿Qué te pongo? —Un camarero con una larga melena negra que le llega hasta la cintura se acerca para atenderme—. La banda está a punto de empezar, así que será mejor que pidas rápido.

      —Un vodka con zumo de arándanos, por favor.

      Asiente y se aleja sin pedirme el carné de identidad. Lo llevo encima, así que tampoco me preocupaba. Me giro hacia el escenario y observo cómo el cantante de pelo largo da un salto hacia el pie del micrófono.

      —¡Hola, Boston! ¡Somos Stick Patrol y estamos a punto de petarlo!

      Si con «petarlo» se refiere a que van a reventarnos los tímpanos con seis canciones estridentes con letras ininteligibles y recoger antes de que me dé tiempo a terminar la primera copa, misión cumplida.

      Me resisto a la necesidad de enterrar la cara entre las manos y echarme a llorar.

      ¿Qué ha sido esto?

      Mientras el cantante da las gracias por venir a todo el mundo, me quedo de pie, embobada. Estoy de piedra.

      Su repertorio ha durado catorce minutos. Eso es una media de dos minutos y medio por canción. ¿No se supone que estas canciones duran tropecientos minutos? Puedo asegurar que todos los temas de Metallica que he oído son más largos que las películas de El señor de los anillos.

      Tras catorce minutos, las luces de la sala se encienden y veo de reojo cómo el grupo desmonta el equipo. Un chico baja un amplificador del escenario con una carretilla y otro enrolla los cables de los micrófonos.

      «Que os den, Stick Patrol». Que les den a ellos y a su estúpido nombre, a mi prima por no seguir la regla de las chicas, a Harvard por haber ganado el partido de esta noche y al calentamiento global por echarnos encima toda esta lluvia inoportuna. Que le den a todo.

      Me termino la bebida de un sorbo y hago una señal al camarero para que me traiga otra.

      Es, sin lugar a dudas, el peor fin de semana del mundo.

      —Espera, ¿me he perdido el concierto? —Un chico corpulento con el pelo rapado y dos piercings en una ceja se acerca de manera atropellada. Sus ojos van de mí hacia el escenario vacío y otra vez hacia mí. Le arde la mirada en deseo cuando se fija en el vestido.

      Ausente, paseo la punta del dedo por el borde de mi vaso vacío.

      —Sí, lo siento. Acaban de terminar.

      —Vaya mierda.

      —Dímelo a mí. —Y ni siquiera soy fan del metal. No puedo ni imaginarme cómo será tener verdaderas ganas de ver a la banda y descubrir que el concierto ha terminado al llegar al local.

      —¿Te importa que te haga compañía? —Se agarra al borde de mi mesa con los dedos.

      Le miro las manos. Son enormes, dos zarpas fornidas con los nudillos rojos. No me gustan, y no tengo ganas de tener compañía, pero no me da la oportunidad de negarme.

      Se acerca más y apoya los brazos en la mesa. También tiene los brazos enormes y el izquierdo lo lleva cubierto de tatuajes tribales.

      —¿Te gusta la música?

      ¿Me acaba de preguntar si me gusta la música? ¿En general? ¿Acaso no le gusta a casi todo el mundo?

      —Sí, claro.

      —¿Cuál es tu banda de metal favorita?

      —Ehm, no tengo, en realidad. No me gusta el metal. He entrado aquí porque me apetecía tomar una copa.

      —Guay.

      Espero a que diga algo más. No lo hace, y tampoco se va.

      —Entonces, ¿eres estudiante? —pregunto, resignada a tener esta conversación. Tampoco tengo nada mejor que hacer.

      —Dejé los estudios —responde con sequedad.

      Ehm. Vale. No me importa demasiado, pero se me hace raro que alguien diga eso.

      —¿Y dónde estudiabas cuando lo dejaste? ¿En la Universidad de Boston? ¿En la de Briar? Yo voy a Briar.

      —Fui a St. Michael’s.

      —¿St. Michael’s? —Hago un repaso mental rápido—. No


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