Amor inesperado. Elle Kennedy
Enseguida me acerco la bebida a los labios.
Mi compañero da un trago largo a su cerveza.
—¿Y cómo te llamas?
—Brenna.
—Dabuti.
—Gracias. ¿Y tú?
—No, ese es mi nombre: Dabuti. Me llamo Dabuti.
Ehm.
Reprimo un suspiro demoledor.
—¿Te llamas Dabuti?
—Bueno, no, en realidad me llamo Ronny. Dabuti es mi nombre artístico. —Se encoge de hombros, unos enormes—. Antes tenía un grupo. Versionábamos a los Guns N’ Roses.
—Oh. Guay. Aunque creo que prefiero llamarte Ronny.
Echa la cabeza hacia atrás y se ríe.
—Eres una tocapelotas. Eso me gusta.
El silencio nos envuelve de nuevo. Se acerca un poco más y me roza el codo con el suyo.
—Pareces triste —dice.
—Ah, ¿sí? —Lo dudo. La única emoción que experimento ahora mismo es la irritación.
—Sí. Pareces necesitar un abrazo.
Fuerzo una sonrisa.
—No, gracias, estoy bien.
—¿Estás segura? Soy el maestro de los abrazos. —Estira los musculosos brazos y arquea las cejas, como si fuera Patrick Swayze en Dirty Dancing y me animara a saltar encima de él.
—Estoy bien —repito, esta vez con más firmeza.
—¿Puedo probar tu bebida?
¿Qué? ¿A quién se le ocurre preguntar eso?
—No. Pero te puedo comprar una, si quieres.
—No, nunca dejo que me invite una señorita.
Trato de alejarme y dejar más espacio entre los dos, pero se acerca de nuevo. Aun así, no me siento amenazada. Es un tipo grande, pero no parece peligroso. No trata de intimidarme con el tamaño de su cuerpo. Creo que solo es ajeno al desinterés que transmito.
—Pues, sí, la historia de mi vida es…, es complicada —confiesa Ronny, como si yo hubiera preguntado sobre su vida.
Cosa que no he hecho.
—Crecí en la costa norte. Mi padre es pescador de alta mar. La zorra de mi madre se largó con un gilipollas.
No puedo más. Dios mío, simplemente no puedo más.
Ronny no es un acosador horrible ni nada de eso. Habla demasiado de sus cosas privadas, eso ha quedado claro, pero parece bastante majo y solo trata de mantener una conversación.
Pero es que no puedo más. Quiero que esta noche, este fin de semana entero, se acabe de una vez. Ha sido absolutamente horrible. Pésimo. De verdad que no puedo ni imaginar cómo podría empeorar.
Y en cuanto formulo esa frase en mi cabeza, el universo decide darme una bofetada y me pone a Jake Connelly en el campo de visión.
A Jake Connelly, joder.
Se me tensan los músculos del cuello debido a la desconfianza.
Qué. Hace. Aquí.
—Es una mierda, ¿sabes? Te mudas a Boston con la idea de encontrar un trabajo de puta madre, pero te resulta complicado porque no tienes un título.
Solo escucho a medias a Dabuti. Quiero decir, a Ronny. Jake acapara casi toda mi atención. Con esos tejanos de color azul desteñido, una camiseta verde oscura de Under Armour y la gorra de los Bruins, es el único hombre del bar que no lleva la camiseta de un grupo o va de negro. También es unos treinta centímetros más alto que el resto.
Aprieto los dientes. ¿Por qué los deportistas tienen que ser tan corpulentos y masculinos? El cuerpo de Jake es increíblemente atractivo. Piernas largas, brazos musculosos, pecho esculpido. Nunca lo he visto sin camiseta, y me pregunto cómo será su pecho al descubierto. Bien definido, supongo. Pero ¿será peludo? ¿Será suave como el culito de un bebé? Las traicioneras puntas de los dedos se me estremecen debido a las ganas de averiguarlo.
Todavía no me ha visto. Está de pie al borde del escenario y charla con uno de los miembros del grupo. Con el guitarrista, creo.
Me pregunto si podré salir por la puerta sin que me vea. Que Connelly me encontrara aquí, en este cuchitril, engalanada con este vestido ceñido brillante, sería la guinda podrida del pastel caducado que está siendo este fin de semana.
—¿Y sabes qué es lo más difícil? El tema de las aplicaciones de citas —se lamenta Ronny.
Aparto los ojos de Jake.
—Sí, las aplicaciones de citas son horribles —digo, ausente, mientras trato de localizar al camarero.
—He coincidido con muchas chicas y todas me saludan diciendo: «Hola, guapo, eres tan genial y sexy», y luego las conversaciones mueren. No lo entiendo.
¿En serio? ¿No lo entiende? Porque tengo la sospecha de que sé por qué mueren todas estas conversaciones. A su táctica le fallan muchos elementos. Por ejemplo, las menciones casuales a «la zorra de su madre» y que no deja de contar que dejó los estudios. Tristemente, Dabuti no presenta su mejor versión, pero me abstengo de hacerle una crítica constructiva. Estoy demasiado ocupada intentando ejecutar un plan de escape.
Dirijo la mirada hacia el escenario. Jake todavía está muy ocupado en una profunda conversación con el guitarrista.
Mierda. ¿Dónde está el camarero? Tengo que pagar las copas y salir a toda prisa de aquí.
—Eres una tía guay, Brenna —dice Ronny con torpeza—. Es fácil hablar contigo.
Barro la sala con la mirada de nuevo. Es hora de irse. Si Jake me ve aquí, me lo recordará toda la vida. El vestido, el sitio, la compañía.
Por fin. Localizo al camarero, que aparece por la puerta que hay junto a la barra. Muevo el brazo con vehemencia.
—Perdona, intento que me traigan la cuenta —le digo a Ronny—. Estoy…
Dejo de hablar. Porque Jake ya no está al otro lado de la sala.
¿Dónde ha ido?
—¿Te vas? —Ronny está descorazonado.
—Sí, estoy cansada y…
—Aquí estás, cariño —pronuncia una voz familiar, que alarga las palabras—. Perdona por llegar tarde.
Y, de repente, Jake se acerca, me sujeta por detrás del cuello y posa su boca sobre la mía.
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