Los muertos no tuitean después de medianoche. Diego Duque

Los muertos no tuitean después de medianoche - Diego Duque


Скачать книгу
oportunidad.

      –Hombre… tú dirás… un miércoles… a estas horas… por esta calle…

      –Qué coño insinúas capullo. Mira, no me toques los cojones.

      –No tranquilo, ya te he dicho muchas veces que no eres mi tipo, que me van más machos, que tú mucho lirili y poco lerel…

      –Montoya no pudo acabar su frase, Otxoa se abalanzó sobre él. A pesar de que era algo más bajo y bastante más delgado que Montoya le aprisionó contra la pared, clavándole el antebrazo en la garganta. Montoya intentó zafarse, pero tenía la mano izquierda aprisionada con su propio culo contra la pared de cemento, rugosa y con pequeños cantos que se le clavaban en la piel. Otxoa le había capturado la mano derecha, retorciéndosela hacia afuera, de tal manera que estaba inmovilizado, como un chorizo en una redada.

      Otxoa le tenía muchas ganas a Montoya, todos sabían el pique que tenían por resolver casos, cuantos más mejor, de ello dependía la supervivencia de sus respectivas unidades, Alfa y Roja. De Otxoa fue la gracieta de cambiar el nombre de la unidad de Montoya a Rosa, algo que a ninguno de los tres les había hecho gracia lógicamente, pero era algo con lo que tenían que lidiar, si la casualidad, el destino o la providencia divina habían puesto a un gay, una lesbiana y un bisexual en la misma unidad debía ser por alguna razón que a los tres se les escapaba. Afortunadamente ellos habían demostrado su valía, más allá de las chanzas y gilipolleces de Otxoa y sus palmeros, Ruíz y Silva, y sus desaforadas ansias de quedar como los más machos de la comisaría.

      Montoya intentó moverse, pero notó que las piedras de la pared se le clavaban en la muñeca. Con la voz muy calmada le dijo a Otxoa.

      –Qué coño haces… anda suéltame.

      –¿Qué… ya no te ríes maricón? Ahora estamos en la calle… no tienes a la bollera y al julandrón para ayudarte. Solos tú y yo, gilipollas.

      –Otxoa anda, apestas a dios sabe qué, anda, afloja… no seas tonto.

      –Tonto yo… maricón… me tienes hasta la polla…

      –¿Ah sí?

      –Sí, gilipollas, ¿qué… tienes miedo, la pobre Montoyita está asustadita?

      Montoya no le dio tiempo a reaccionar. A pesar de su envergadura era bastante ágil y flexible, con un rápido movimiento se zafó de la mano que le aprisionaba su brazo derecho, pudo liberar su cuello y dar la vuelta a la situación, de manera que Otxoa acabó literalmente aplastado por la barriga de Montoya contra la pared, con los brazos retorcidos sobre la cadera, y el orgullo ligeramente lastimado.

      –Y ahora qué cabrón… sabes que soy más fuerte que tú, siempre lo he sido. No dices nada, ¿eh gilipollas?

      Montoya se había acercado a la mejilla de Otxoa, la mezcla de sudor, alcohol y colonia barata le producía escalofríos, era empalagosa y excitante. Montoya la aspiró como si esnifara cocaína y notó que se empalmaba, de hecho las manos de Otxoa le quedaban a la altura de su pubis y le rozaban el paquete, era inevitable, se había excitado con la situación.

      Otxoa no decía nada, intentaba escapar pero era realmente difícil huir del abrazo de un oso como Qino Montoya, el aire se había espesado con las hormonas de ambos hombres como en un cuarto oscuro de madrugada. Montoya volvió al ataque.

      –¿Bueno, no vas a decir nada? No ves que el maricón te tiene contra la pared… te podría follar ahora mismo cabrón… –Montoya volvió a acercar su mejilla a la de Otxoa… volvió a respirar su genuino aroma… su erección resultaba dolorosa, por un momento perdió la cabeza y juntó su mejilla con la de Otxoa dejando la lengua fuera, apenas un instante, un breve segundo que acabó cuando Montoya vio al final de la calle un corazón rojo y brillante que le despistó, lo justo y necesario para que Otxoa se escapara de su prisión.

      –Gilipollas, te vas a cagar, esta te la guardo cabrón, esta… esta te la guardo –dijo mientras se quitaba los restos de gravilla de la mejilla. Otxoa desapareció por la calle, dirección Bilbao maldiciendo y cagándose en toda la familia de Montoya.

      Qino permanecía ajeno a las amenazas de Otxoa, había encontrado al misterioso chico que con paso firme se acercaba a él. Por fin Qino pudo verle bien y comprobar que no se había equivocado, era muy atractivo, el tipo de chico guapo que sabe que es guapo y que no hace nada por disimularlo, de esos que subirían una foto a Twitter o Instagram marcando paquete y musculitos con la excusa de enseñar su nuevo tatuaje o la merienda. Su amplia sonrisa relucía entre una poblada barba a la más pura moda malasañera, y todo él iba vestido de rojo, de pies a cabeza. En el cinturón brillaba un corazón anatómico, hecho con pequeñas luces y plástico.

      Por fin estaban cara a cara.

      –Yo… ehm… –la proverbial timidez de Qino Montoya atacó fieramente y simplemente acertó a balbucir unas torpes palabras. Afortunadamente el chico sonrió. La mejor manera de desarmar a Qino Montoya era sonreírle. Como era un osazo de metro noventa y peludo llamaba la atención, bonachón, confiado y simpático, de tal manera que rara vez notaba cuando estaban ligando con él. Una sonrisa le dejaba noqueado, porque él nunca pensaba que podía ligar.

      El desconocido disparó sin piedad, sorprendiendo al inspector y atacando donde menos se lo esperaba. Directamente le besó, metiendo la lengua, juguetona, hasta su campanilla. Sus narices chocaron y respiraron entrecortadas, el ruido y la situación hicieron que Qino se excitara aún más. El chico lo notó, deslizó sus manos por el cuerpo de Qino, por sus pezones y su barriga hasta llegar a su paquete, metió la mano dentro del pantalón.

      –Mmm –dijo sonriendo al descubrir que Qino iba sin calzoncillos.

      El inspector habría querido follarle ahí mismo, pero era absurdo viviendo a tan solo unos cientos de metros.

      –Vayamos a mi casa… vivo aquí al lad… –el chico puso sus dedos, levemente impregnados con el líquido preseminal de Qino, sobre los labios de este. El sabor salado y fuerte calló de inmediato al oso.

      –Shhh… en tu casa no… en mi hotel., vamos.

      –En tu hotel… ¿de dónde eres?

      –¿Yo? –Al chico pareció divertirle la pregunta –yo soy de Marte.

      –Cómo te llamas… mi nombre es Qino –su ingenua educación de pueblo le empujaba a presentarse y ser correcto incluso en situaciones tan extrañas como esa. El chico no respondió, simplemente tiró de su mano para que Qino le siguiera, y así lo hizo, a pesar de lo que le dictaba el sentido común, a pesar de que en su cabeza una vocecilla aguda y chillona le recordaba los peligros de ligar a las tantas de la madrugada con desconocidos, a pesar de que le habría gustado follarse a Otxoa, siguió al desconocido del corazón en la cintura.

      Rodearon los recién estrenados jardines de Ribera y siguieron callejeando hasta llegar a un hostal de la calle Pelayo, el coto privado de los osos. Mucho se había criticado la creación de un gueto dentro de otro gueto, porque visto desde fuera la calle Pelayo se había convertido en una reserva urbana de señores con barriga y pelos, amén de sus agregados en cuero y tachuelas. Resultaba curioso, cuando no ridículo, que el mundo gay fuera el primero en pedir su inclusión en todos los aspectos de la vida social y civil cuando, a veces, era el primero en discriminar, ya fuera a las pasivas, a las musculocas, a las bolleras o a los armarizados.

      A esas horas además de algún club o discoteca, lo único que había abierto eran los mal llamados hostales, ya que los viejos hostales de los sesenta habían sido reformados, en su mayoría, para albergar a los nuevos chicos de provincias, que ya ni eran tan ingenuos ni tan pobres. Los nuevos hostales de Chueca se codeaban con algunos hoteles, cobrando sin pudor lo mismo que un cuatro estrellas de Castellana. El Rainbow llamaba la atención porque tenía su fachada enteramente cubierta con pequeños cristalitos, a modo de trencadís, que relucían a la luz de las farolas. Qino y su desconocido entraron en la recepción, el soñoliento recepcionista le dio la tarjeta al chico, no pareció preocuparle mucho que ambos llevaran la ropa a medio meter y que estuvieran visiblemente cachondos.

      Los


Скачать книгу