Los muertos no tuitean después de medianoche. Diego Duque
se escandalizaba porque en Madrid, de cuando en cuando, la calle bullía sexo y deseo. Y en plena calle Pelayo, entre bares de osos, leathers y saunas, era evidente que no eran los primeros que llegaban con un calentón, y algo le decía a Qino que tampoco era el primero en follar con el chico de rojo. A Qino no le importaba ser uno más, lo que necesitaba en esa insoportable noche de insomnio y calor era sexo, simple y llanamente follar.
Una de sus mayores pulsiones en la vida era el sexo. Montoya disfrutaba del sexo, del más cariñoso al más cañero, del casual al romántico. Con Robert o con Elvis estaba servido, pero ahora estaba obligado a una castidad que le hinchaba las pelotas en el sentido más físico y doloroso de la expresión.
Durante un segundo la bruma de los celos le cegó.
Mientras subían a trompicones las inmaculadas escaleras de madera, que habían sido restauradas concienzudamente, se comían el uno al otro, mordiéndose los labios, metiéndose mano y desnudándose, Montoya dudó un segundo si eso serían cuernos. A pesar de que Robert se lo había dicho mil veces, a pesar de que su no–novio tenía otros dos o tres no–novios, a pesar de que le había dicho explícitamente que podía follarse a quien quisiera, que él no era su marido y que no tenía que serle fiel, a pesar de todo sentía que le estaba poniendo los cuernos. Y de manera fugaz, casi imperceptible, casi inapreciable, volvió a rondar por su cabeza una palabra, encendida como un neón en un bar de los ochenta:
NOVIO.
Si sentía que le estaba poniendo los cuernos a Robert es porque pensaba que eran novios y eso… eso no es lo que él quería. Así que volvió a la realidad, al misterioso chico de rojo y a la escalera interminable que subía hasta el séptimo cielo. Todavía quedaban edificios seculares sin ascensor, como ese hotel o el bloque de Qino. El séptimo piso estaba pintado de blanco, como todo el interior del edificio, contrastaba con la antigüedad del bloque, que sería de un siglo como poco, las puertas de las habitaciones eran de espejo y el efecto de sus cuerpos, empujados por la pasión y el deseo, arrastrándose por el pasillo con la luz difusa del techo les puso aún más cachondos.
Qino tenía el pantalón desabrochado y el polo en la mano, su chico misterioso estaba directamente en slips, por supuesto rojos. Por fin llegaron a la habitación setenta y tres, entraron y entre risas y deseo, se terminaron de desnudar. Montoya no se equivocaba, el chico era bastante peludo y fibrado, con varios tatuajes y un piercing en el pezón izquierdo. En condiciones normales Montoya ni se habría fijado en él, pero esa noche era diferente y si el chico se había paseado por su calle seria que el destino quería que follaran como animales.
Alguien encendió una ducha en la habitación de al lado y en otra, lejana, tiraron de la cadena. La acústica de las casas viejas de Madrid era terriblemente indiscreta, Montoya estaba acostumbrado a las risitas y las miradas de reojo de sus vecinas los días en los que dormía con Robert. Sus polvos en la terraza debían de oírse hasta en la Latina.
Los dos se lanzaron desnudos contra la cama, que gimió escandalosa al recibir a los amantes. La habitación entera estaba decorada en blanco, impoluta e inmaculada. La ropa de cama, la descalzadora, la mesilla o la lamparita eran de diferentes tonos blancuzcos. El chico encendió la luz y la reguló con un pequeño mando a distancia, eran varias bombillas led que le dieron en seguida un tono rojizo a la habitación, como si fuera un puticlub barato, Montoya no le dijo nada, pero esa luz le molestaba, prefería follar con luz normal, pero desde pequeño había aprendido que el invitado debía acomodarse a lo que le ofrecían, incluso si su eventual amante parecía estar distraído mandando un SMS. Por fin dejó el teléfono en la mesilla y sonrió mientras le sobaba el cuerpo, gozando con su barriga y su tripa.
El misterioso chico no desentonaba con la habitación, seguro que no era casualidad, pensó Qino, todo en el chico era rojo, hasta sus tatuajes. Montoya le besó los labios, mordiéndoselos, con demasiado ímpetu, pero el chico pareció feliz por ello. Olía a sudor, un sudor suave, de recién duchado, Montoya lamió los sobacos y el pecho, bajó hasta el ombligo y se recreó en el pubis. Adoraba ese olor, penetrante, a sexo, a vicio… a vida. Montoya jugó con la polla del chico, estaba dura, como la suya, se la metió en la boca, la saboreó, lamiéndola de arriba abajo y pasando luego a los huevos. El chico gimió cuando Montoya le tiró sin querer de un arillo en el escroto.
–Sigue… no pares –el deseo con el que susurró esas palabras encendió a Qino, que se incorporó y de rodillas agarró con una mano los huevos del chico mientras con la otra le acariciaba el culo. Con un par de dedos ensalivados fue abriéndose camino poco a poco hasta que entraron suavemente, sin oponer resistencia. Montoya sonrió vicioso y el chico resopló de placer, mirando al armario, mordiéndose el labio y sonriendo como si Qino no estuviera allí.
Sobre la mesilla descansaban un par de condones rojos, Qino se puso uno, sabía a fresa, lo desenrolló sobre su polla y dejando caer un poco de saliva desde sus labios se la metió al chico aupándole las piernas sobre sus hombros, embistiendo con furia varias veces. El desconocido gemía, el oso resoplaba, y la cama rechinaba, todos juntos formaban un extraño coro de placer y deseo. El chico se empezó a masturbar al ritmo que le marcaban los empellones de Qino, alargó la mano y de un neceser que había en la mesilla sacó una botellita de Popper, lo aspiró profundamente mientras Qino se acercaba para besarle pero el chico le apartó la cara con los brazos, alejándosela, haciendo incluso fuerza con las piernas, mirando al espejo del armario, sonriendo, como si quisiera zafarse de él, pero el oso seguía aferrado a su cintura y a su culo, seguía embistiendo como un toro y el chico continuaba masturbándose, hasta que le miró, con los ojos vidriosos y la boca entreabierta, jadeando y asintiendo, comunicándole sin hablar que estaba a punto de correrse. Montoya asintió, él también estaba a punto de irse. Aceleró el ritmo y sus empujones hicieron temblar la cama y la mesita de noche. El chico empezó a jadear como un potro, resoplando y chillando, lo que hizo que Montoya se pusiera aún más cachondo. Los dos gritaron a la vez, corriéndose al unísono. Montoya sacó con cuidado la polla, hizo un nudo al condón y lo tiró a la papelera, aunque cayó al suelo. Rendidos y agotados se tumbaron sobre la cama. Montoya buscó en su pantalón el tabaco, pero no encontraba el mechero.
–Oye... ¿Tienes fuego?
–Sí, espera que busco –dijo poniéndose de pie. Abrió el armario y buscó entre varias camisas, verdes, azules, moradas… de todos los colores –toma, quédatelas –dijo lanzándole unas cerillas.
–Oye cómo te llamas… todavía no me lo has dicho… –dijo el oso dando una larga calada al cigarro.
–¿Cómo quieres que me llame? Elige… –dijo robándole un cigarro y encendiéndolo.
–Cómo que elija –dijo riendo Montoya –qué eres, un fugitivo –dijo abriendo la ventana para que saliera el humo.
–Nooo. Mucho peor –respondió sonriendo pícaramente.
–¿Peor?
–Sí, pero es un secreto, por eso no puedo decirte como me llamo.
–Vale –dijo Montoya cediendo a su juego –te llamaré Rouge.
–Rouge –dijo el chico sonriendo.
–Claro, es rojo en…
–En francés, lo sé… me parece bien.
–Bueno Rouge y qué hacías de madrugada por la calle.
–Buscando una víctima… –dijo Rouge guiñándole un ojo.
–¿Yo soy tu victima? –Montoya seguía sonriendo, pero el jueguecito del chico misterioso que echa polvos con victimas callejeras no le gustaba un pelo.
–Todos somos víctimas –dijo lacónicamente Rouge.
–Te importa si me ducho, estoy pringado.
–No, claro.
Montoya cogió la ropa y entró en el cuarto de baño, algo pequeño, sobre todo para su corpulencia y encendió la ducha, supuso que todo el hostal les habría oído correrse y ahora todos le oirían ducharse. Se lavó todo lo rápido que la microducha le dejaba y en pocos minutos salió vestido y dispuesto a irse.
–¿No