(A)Cerca de Paisajes. María Elena Muñoz M.
y se apropia de él» (123).
Paisaje y naturaleza no son sinónimos. Sin embargo, es de la relación con la naturaleza desde donde surge aquello que llamamos paisaje, una relación que se establece a partir de una mirada estética. La posibilidad de apreciar estéticamente un pedazo de país, de percibirlo desinteresadamente, es lo que lo enmarca, lo que activa la transición de país a paisaje. Sobre su origen artístico dice el teórico francés Alain Roger: «El paisaje no es inmanente (no existe en sí) ni trascendente (no existe por intervención divina), pero si el paisaje no es inmanente ni trascendente, ¿cuál es su origen? Humano y artístico, esta es mi respuesta» (14). El arte, se dice, es el mediador que opera la transformación que da lugar al paisaje. En otras palabras, el paisaje no se percibe, en tanto tal, mientras no se haya producido algo que desmarque un «pedazo de país» del continuo de la naturaleza. Y ese algo es precisamente la mirada del sujeto capaz de aislar a un segmento del territorio respecto de implicancias agrícolas, económicas o geopolíticas.
La naturaleza precede al paisaje. Pero no solo lo precede en el acto de la percepción, sino que lo hace históricamente, puesto que la palabra paisaje ni siquiera existía como vocablo hasta entrado el siglo XVII, cuando empezó a constituirse como género autónomo de la pintura en los Países Bajos del norte1. Este empezar a existir del paisaje fue de la mano del surgimiento de unas representaciones pictóricas que reconocían a unas ciertas vistas del territorio como motivos dignos de ser pintados: es la pintura, en otras palabras, la que creó el paisaje, incluso antes de ser llevado al cuadro.
La relación arte/naturaleza está en el origen del paisaje, pero es más precisamente la pintura la que lo demarca. Sin desconocer las variadas formas que, desde la geografía, la antropología, la sociología, la filosofía, los estudios visuales, y otras disciplinas contribuyen a la reflexión sobre el paisaje, los textos que siguen retoman la relación originaria entre pintura y paisaje, para deslizarse desde allí a la cuestión de la pictoricidad2.
Los escritos a continuación versan todos sobre arte chileno. La mayor parte de ellos han sido articulados en torno al paisaje, especialmente en el momento de su mayor apogeo, esto es, a fines del siglo XIX y principios del XX. Durante ese periodo, la pintura chilena de paisajes jugó un rol fundamental en la construcción de una identidad nacional que necesitaba afirmarse en la imagen de un territorio común con características propias y distintivas3. La pintura hizo visible el modo en que el territorio de la joven nación se configuraba en sus relaciones con la naturaleza, particularmente la del campo chileno, donde dominaba la escena del latifundio, con todas sus implicancias. La marcada propensión hacia el género paisajístico en Chile induce a pensar que en esta larga faja se dio la peculiaridad de que la pintura de paisaje tuvo a bien asumir (inadvertidamente o no) la función que otras jóvenes naciones sudamericanas le asignaron a la pintura de historia4.
Con el tiempo, la pintura chilena de paisaje fue subsumida por las narrativas de la chilenidad. Durante la dictadura se vio una apropiación ideológica nacionalista del paisaje, apoyada por una estrategia de difusión que lo promovía como expresión de los valores patrios5. Su condición se instrumentalizó como imagen de una ideología que promovía a la geografía, particularmente al campo de la zona central, como lo esencialmente chileno. Luego, con el asomo de la resistencia neovanguardista, la pintura chilena de paisajes, cuyo mayor cuerpo se encuentra hoy en manos de coleccionistas privados, quedó arrinconada en el lugar de la tradición y el conservadurismo. De ese lugar es necesario rescatarla, atendiendo a otras cualidades, cualidades que tengan que ver tanto con su pictoricidad como con su potencial simbólico. Es preciso también relevar al paisaje del binomio tradición/vanguardia, y pensarlo como una categoría que atraviesa dichas nociones, teniendo en cuenta, además, que la recurrencia al paisaje no solo compete al periodo citado, sino que se extiende hasta hoy en muchas modalidades diferentes: pintura, fotografía, video, intervenciones, probando que puede perfectamente seguir siendo operativo como articulador de sentido.
Como ya anticipé, no todos los textos remiten directamente al paisaje; no obstante, todos ellos orbitan la cuestión de lo pictórico y sus tensiones constitutivas. Pero además los siguientes escritos se entrelazan, sobre todas las cosas, por la disposición a atender a la singularidad de las obras, por la intención de observarlas de cerca, atendiendo a detalles que normalmente se han soslayado. Esta mirada cercana apunta hacia el reconocimiento de elementos distintivos en la obra, susceptibles de catapultar posibles lecturas y derivar desde allí algunos horizontes de sentido.
El primer texto se refiere a un particular cuadro de Alberto Valenzuela Llanos, de cuyo análisis resulta una pequeña reflexión sobre la tensión entre opacidad y transparencia, la que es presentada como constitutiva de lo pictórico. El segundo se ocupa de una obra historiográfica atendiendo la propuesta del crítico Antonio Romera sobre el paisaje como constante de la pintura chilena, preguntándose qué es lo que hay tras la afirmación del autor y qué tan vigente podría estar actualmente. El tercer escrito aborda el trabajo de un artista contemporáneo, Juan Castillo, que se desarrolla sobre y en el paisaje, así como la relación o el desplazamiento que se produce en su obra desde la pictoricidad. En cuarto lugar va una apreciación hacia un par de pinturas de Inés Puyó, que reinstalan de manera muy sensible el problema de la ventana. Lo que sigue es una lectura crítica que se ocupa de la irrupción de Burchard, de su modo de pintar, de su idea de la pintura y de una obra suya en particular sobre una obra de Balmes, proponiendo la idea de actualización a través del mecanismo del montaje.
El sexto escrito propone una relación entre la noción virgiliana de «arcadia» y la modernización urbana santiaguina de fines del siglo XIX, lo cual se puede establecer a través de la construcción de parques y jardines, así como de sus respectivas representaciones pictóricas en la obra de Alberto Orrego Luco. El último texto no aborda la cuestión del paisaje, sin embargo se articula con el texto anterior respecto a la forma en que el arte chileno finisecular se vincula con el progreso modernizador de esa época, a la vez que se interroga acerca de la representación de la infancia en la pintura de Cosme San Martín. Las pinturas de San Martín se inscriben dentro del periodo en que la sociedad chilena experimentó los cambios provenientes de los procesos modernizadores, los cuales estaban tramados con la tensión entre cultura y naturaleza. En lo que incumbe a los formatos, los artículos oscilan entre la escritura académica y otra un poco más libre, tratando de atender siempre a esa zona entre la singularidad de la obra y la apertura que ella hace (nuevos y viejos horizontes de sentido).
Transparencia y opacidad: mirando a través de un paisaje de Valenzuela Llanos
Fig. 1. Alberto Valenzuela Llanos. Paisaje de Lo Contador, circa 1920. Colección privada. Cortesía Centro Cultural Las Condes.
I
Alberto Valenzuela Llanos (1869-1925) pintó muchísimos paisajes. En realidad, pintó más paisajes que cualquier otra cosa. En una reciente retrospectiva6, uno de ellos capturó de inmediato mi atención: se trata de una tela, más o menos grande, donde destacan árboles frondosos, entre los que sobresale un quillay, acaso, y otro, tal vez un manzano, a cuyo pie se vislumbran un par de pequeñas figuras femeninas. En el primer plano se alternan los tonos verdes y rojizos con los que el pintor describe la tierra, ocupando más de un tercio de la composición. La espesura de los árboles opera como un tamiz que apenas deja ver los elementos lejanos que completan la composición: un atisbo de cordillera, una corrida de álamos. Las copas de los árboles quedan interrumpidas con el borde superior de la tela tramándose con el gris blanquecino del cielo. En la mitad izquierda del cuadro, entre el límite del horizonte y un arco formado por una rama baja del árbol al lado izquierdo, se forma una especie de ventana que deja ver a lo lejos un edificio con algo que parece ser una cúpula, o una torre, una iglesia acaso (Fig. 2).
Fig. 2. Detalle Fig. 1.
Esa apertura, esa suerte de ventana enmarcada por las ramas, es lo más peculiar de este paisaje. Es el detalle que hace que este cuadro no solo destaque por su belleza, sino que estimule un pensamiento sobre la pintura, particularmente sobre la