Las aventuras de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle
donde todo es dulzura, delicadeza y armonía, y donde no hay clientes pelirrojos que nos fastidien con sus rompecabezas.
Mi amigo era un entusiasta de la música, no sólo un intérprete muy dotado, sino también un compositor de méritos fuera de lo común. Se pasó toda la velada sentado en su butaca, sumido en la más absoluta felicidad, marcando suavemente el ritmo de la música con sus largos y afilados dedos, con una sonrisa apacible y unos ojos lánguidos y soñadores que se parecían muy poco a los de Holmes el sabueso, Holmes el implacable, Holmes el astuto e infalible azote de criminales. La curiosa dualidad de la naturaleza de su carácter se manifestaba alternativamente, y muchas veces he pensado que su exagerada exactitud y su gran astucia representaban una reacción contra el humor poético y contemplativo que de vez en cuando predominaba en él. Estas oscilaciones de su carácter lo llevaban de la languidez extrema a la energía devoradora y, como yo bien sabía, jamás se mostraba tan formidable como después de pasar días enteros repantigado en su sillón, sumido en sus improvisaciones y en sus libros antiguos. Entonces le venía de golpe el instinto cazador, y sus brillantes dotes de razonador se elevaban hasta el nivel de la intuición, hasta que aquellos que no estaban familiarizados con sus métodos se le quedaban mirando asombrados, como se mira a un hombre que posee un conocimiento superior al de los demás mortales. Cuando le vi aquella tarde, tan absorto en la música del St. James Hall, sentí que nada bueno les esperaba a los que se había propuesto cazar.
—Sin duda querrá usted ir a su casa, doctor —dijo en cuanto salimos.
—Sí, ya va siendo hora.
—Y yo tengo que hacer algo que me llevará unas horas. Este asunto de Coburg Square es grave.
—¿Por qué es grave?
—Se está preparando un delito importante. Tengo toda clase de razones para creer que llegaremos a tiempo de impedirlo. Pero el hecho de que hoy sea sábado complica las cosas. Necesitaré su ayuda esta noche.
—¿A qué hora?
—A las diez estará bien.
—Estaré en Baker Street a las diez.
—Muy bien. ¡Y oiga, doctor! Puede que haya algo de peligro,
así que haga el favor de echarse al bolsillo su revólver del ejército. Se despidió con un gesto de la mano, dio media vuelta y en un instante desapareció entre la multitud.
No creo ser más torpe que cualquier hijo de vecino, y sin embargo, siempre que trataba con Sherlock Holmes me sentía como agobiado por mi propia estupidez. En este caso había oído lo mismo que él, había visto lo mismo que él, y sin embargo, a juzgar por sus palabras, era evidente que él veía con claridad no sólo lo que había sucedido, sino incluso lo que iba a suceder, mientras que para mí todo el asunto seguía igual de confuso y grotesco. Mientras me dirigía a mi casa en Kensington estuve pensando en todo ello, desde la extraordinaria historia del pelirrojo copiador de enciclopedias hasta la visita a Saxe-Coburg Square y las ominosas palabras con que Holmes se había despedido de mí. ¿Qué era aquella expedición nocturna, y por qué tenía que ir armado? ¿Dónde íbamos a ir y qué íbamos a hacer? Holmes había dado a entender que aquel imberbe empleado del prestamista era un tipo de cuidado, un hombre empeñado en un juego importante. Traté de descifrar el embrollo, pero acabé por darme por vencido, y decidí dejar de pensar en ello hasta que la noche aportase alguna explicación.
A las nueve y cuarto salí de casa, atravesé el parque y recorrí Oxford Street hasta llegar a Baker Street. Había dos coches aguardando en la puerta, y al entrar en el vestíbulo oí voces arriba. Al entrar en la habitación encontré a Holmes en animada conversación con dos hombres, a uno de los cuales identifiqué como Peter Jones, agente de policía; el otro era un hombre larguirucho, de cara triste, con un sombrero muy lustroso y una levita abrumadoramente respetable.
—¡Ajá! Nuestro equipo está completo —dijo Holmes, abotonándose su chaquetón marinero y cogiendo del perchero su pesado látigo de caza—. Watson, creo que ya conoce al señor Jones, de Scotland Yard. Permítame que le presente al señor Merryweather, que nos acompañará en nuestra aventura nocturna.
—Como ve, doctor, otra vez vamos de caza por parejas —dijo Jones con su retintín habitual—. Aquí nuestro amigo es único organizando cacerías. Sólo necesita un perro viejo que le ayude a correr la pieza.
—Espero que al final no resulte que hemos cazado fantasmas —comentó el señor Merryweather en tono sombrío.
—Puede usted depositar una considerable confianza en el señor Holmes, caballero —dijo el policía con aire petulante—. Tiene sus métodos particulares, que son, si me permite decirlo, un poco demasiado teóricos y fantasiosos, pero tiene madera de detective. No exagero al decir que en una o dos ocasiones, como en aquel caso del crimen de los Sholto y el tesoro de Agra, ha llegado a acercarse más a la verdad que el cuerpo de policía.
—Bien, si usted lo dice, señor Jones, por mí de acuerdo —dijo el desconocido con deferencia—. Aun así, confieso que echo de menos mi partida de cartas. Es la primera noche de sábado en veintisiete años que no juego mi partida.
—Creo que pronto comprobará —dijo Sherlock Holmes que esta noche se juega usted mucho más de lo que se ha jugado en su vida, y que la partida será mucho más apasionante. Para usted, señor Merryweather, la apuesta es de unas treinta mil libras; y para usted, Jones, el hombre al que tanto desea echar el guante.
—John Clay, asesino, ladrón, estafador y falsificador. Es un hombre joven, señor Merryweather, pero se encuentra ya en la cumbre de su profesión, y tengo más ganas de ponerle las esposas a él que a ningún otro criminal de Londres. Un individuo notable, este joven John Clay. Es nieto de un duque de sangre real, y ha estudiado en Eton y en Oxford. Su cerebro es tan ágil como sus manos, y aunque encontramos rastros suyos a cada paso, nunca sabemos dónde encontrarlo a él. Esta semana puede reventar una casa en Escocia, y a la siguiente puede estar recaudando fondos para construir un orfanato en Cornualles. Llevo años siguiéndole la pista y jamás he logrado ponerle los ojos encima.
—Espero tener el placer de presentárselo esta noche. Yo también he tenido un par de pequeños roces con el señor John Clay, y estoy de acuerdo con usted en que se encuentra en la cumbre de su profesión. No obstante, son ya más de las diez, y va siendo hora de que nos pongamos en marcha. Si cogen ustedes el primer coche, Watson y yo los seguiremos en el segundo.
Sherlock Holmes no se mostró muy comunicativo durante el largo trayecto, y permaneció arrellanado, tarareando las melodías que había escuchado por la tarde. Avanzamos traqueteando a través de un interminable laberinto de calles iluminadas por farolas de gas, hasta que salimos a Farringdon Street.
—Ya nos vamos acercando —comentó mi amigo—. Este Merryweather es director de banco, y el asunto le interesa de manera personal. Y me pareció conveniente que también nos acompañase Jones. No es mal tipo, aunque profesionalmente sea un completo imbécil. Pero posee una virtud positiva: es valiente como un bulldog y tan tenaz como una langosta cuando cierra sus garras sobre alguien. Ya hemos llegado, y nos están esperando.
Nos encontrábamos en la misma calle concurrida en la que habíamos estado por la mañana. Despedimos a nuestros coches y, guiados por el señor Merryweather, nos metimos por un estrecho pasadizo y penetramos por una puerta lateral que Merryweather nos abrió. Recorrimos un pequeño pasillo que terminaba en una puerta de hierro muy pesada. También ésta se abrió, dejándonos pasar a una escalera de piedra que terminaba en otra puerta formidable. El señor Merryweather se detuvo para encender una linterna y luego nos siguió por un oscuro corredor que olía a tierra, hasta llevarnos, tras abrir una tercera puerta, a una enorme bóveda o sótano, en el que se amontonaban por todas partes grandes cajas y cajones.
—No es usted muy vulnerable por arriba —comentó Holmes, levantando la linterna y mirando a su alrededor.
—Ni por abajo —respondió el señor Merryweather, golpeando con su bastón las losas que pavimentaban