Las aventuras de Sherlock Holmes. Arthur Conan Doyle

Las aventuras de Sherlock Holmes - Arthur Conan Doyle


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gerente.

      “—Me llamo Duncan Ross —dijo éste—, y soy uno de los pensionistas del fondo legado por nuestro noble benefactor. ¿Está usted casado, señor Wilson? ¿Tiene usted familia?

      “Le respondí que no. Al instante se le demudó el rostro.

      “—¡Válgame Dios! —exclamó muy serio—. Esto es muy grave, de verdad. Lamento oírle decir eso. El legado, naturalmente, tiene como objetivo la propagación y expansión de los pelirrojos, y no sólo su mantenimiento. Es un terrible inconveniente que sea usted soltero.

      “Al oír aquello, puse una cara muy larga, señor Holmes, pensando que después de todo no iba a conseguir la plaza; pero después de pensárselo unos minutos, el gerente dijo que no importaba.

      “—De tratarse de otro —dijo—, la objeción habría podido ser fatal, pero creo que debemos ser un poco flexibles a favor de un hombre con un pelo como el suyo. ¿Cuándo podrá hacerse cargo de sus nuevas obligaciones?

      “—Bueno, hay un pequeño problema, ya que tengo un negocio propio —dije.

      “—¡Oh, no se preocupe de eso, señor Wilson! —dijo Vincent Spaulding—. Yo puedo ocuparme de ello por usted.

      “—¿Cuál sería el horario? —pregunté.

      “—De diez a dos.

      “Ahora bien, el negocio del prestamista se hace principalmente por las noches, señor Holmes, sobre todo las noches del jueves y el viernes, justo antes del día de paga; de manera que me vendría muy bien ganar algún dinerillo por las mañanas. Además, me constaba que mi empleado era un buen hombre y que se encargaría de lo que pudiera presentarse.

      “—Me viene muy bien —dije—. ¿Y la paga? “—Cuatro libras a la semana.

      “—¿Y el trabajo?

      “—Es puramente nominal.

      “—¿Qué entiende usted por puramente nominal?

      “—Bueno, tiene usted que estar en la oficina, o al menos en el edificio, todo el tiempo. Si se ausenta, pierde para siempre el puesto. El testamento es muy claro en este aspecto. Si se ausenta de la oficina durante esas horas, falta usted al compromiso.

      “—No son más que cuatro horas al día, y no pienso ausentarme —dije.

      “—No se acepta ninguna excusa —insistió el señor Duncan Ross—. Ni enfermedad, ni negocios, ni nada de nada. Tiene usted que estar aquí o pierde el empleo.

      “—¿Y el trabajo?

      “—Consiste en copiar la Enciclopedia Británica. En ese estante tiene el primer volumen. Tendrá usted que poner la tinta, las plumas y el papel secante; nosotros le proporcionamos esta mesa y esta silla. ¿Podrá empezar mañana?

      “—Desde luego.

      “—Entonces, adiós, señor Jabez Wilson, y permítame felicitarle una vez más por el importante puesto que ha tenido la suerte de conseguir.

      “Se despidió de mí con una reverencia y yo me volví a casa con mi empleado, sin apenas saber qué decir ni qué hacer, tan satisfecho me sentía de mi buena suerte.

      “Me pasé todo el día pensando en el asunto y por la noche volvía a sentirme deprimido, pues había logrado convencerme de que todo aquello tenía que ser una gigantesca estafa o un fraude, aunque no podía imaginar qué se proponían con ello. Parecía absolutamente increíble que alguien dejara un testamento semejante, y que se pagara semejante suma por hacer algo tan sencillo como copiar la Enciclopedia Británica. Vincent Spaulding hizo todo lo que pudo por animarme, pero a la hora de acostarme yo ya había decidido desentenderme del asunto. Sin embargo, a la mañana siguiente pensé que valía la pena probar, así que compré un tintero de un penique, me hice con una pluma y siete pliegos de papel, y me encaminé a Pope’s Court.

      “Para mi sorpresa y satisfacción, todo salió a pedir de boca. Encontré la mesa ya preparada para mí, y al señor Duncan Ross esperando a ver si me presentaba puntualmente al trabajo. Me dijo que empezara por la letra A y me dejó solo; pero se dejaba caer de vez en cuando para comprobar que todo iba bien. A las dos me deseó buenas tardes, me felicitó por lo mucho que había escrito y cerró la puerta de la oficina cuando yo salí.

      “Todo siguió igual un día tras otro, señor Holmes, y el sábado se presentó el gerente y me abonó cuatro soberanos por el trabajo de la semana. Lo mismo ocurrió a la semana siguiente, y a la otra. Yo llegaba cada mañana a las diez y me marchaba a las dos de la tarde. Poco a poco, el señor Duncan Ross se limitó a aparecer una vez cada mañana y, con el tiempo, dejó de presentarse. Aun así, como es natural, yo no me atrevía a ausentarme de la habitación ni un instante, pues no estaba seguro de cuándo podría aparecer, y el empleo era tan bueno y me venía tan bien que no quería arriesgarme a perderlo.

      “De este modo transcurrieron ocho semanas, durante las cuales escribí sobre Abades, Armaduras, Arquerías, Arquitectura y Ática, y esperaba llegar muy pronto a la B si me aplicaba. Tuve que gastar algo en papel, y ya tenía un estante casi lleno de hojas escritas. Y de pronto, todo se acabó.

      —¿Que se acabó?

      —Sí, señor. Esta misma mañana. Como de costumbre, acudí al trabajo a las diez en punto, pero encontré la puerta cerrada con llave y una pequeña cartulina clavada en la madera con una chincheta. Aquí la tiene, puede leerla usted mismo.

      Extendió un trozo de cartulina blanca, del tamaño aproximado de una cuartilla. En ella estaba escrito lo siguiente:

      “Ha quedado disuelta la liga de los pelirrojos.

      9 De octubre de 1890”

      Sherlock Holmes y yo examinamos aquel conciso anuncio y la cara afligida que había detrás, hasta que el aspecto cómico del asunto dominó tan completamente las demás consideraciones que ambos nos echamos a reír a carcajadas.

      —No sé qué les hace tanta gracia —exclamó nuestro cliente, sonrojándose hasta las raíces de su llameante cabello—. Si lo mejor que saben hacer es reírse de mí, más vale que recurra a otros.

      —No, no —exclamó Holmes, empujándolo de nuevo hacia la silla de la que casi se había levantado—. Le aseguro que no dejaría escapar su caso por nada del mundo. Resulta reconfortantemente insólito. Pero, si me perdona que se lo diga, el asunto presenta algunos aspectos bastante graciosos. Dígame, por favor: ¿qué pasos dio usted después de encontrar esta tarjeta en la puerta?

      —Me quedé de una pieza, señor. No sabía qué hacer. Entonces entré en las oficinas de al lado, pero en ninguna de ellas parecían saber nada del asunto. Por último, me dirigí al administrador, un contable que vive en la planta baja, y le pregunté si sabía qué había pasado con la Liga de los Pelirrojos. Me respondió que jamás había oído hablar de semejante sociedad. Entonces le pregunté por el señor Duncan Ross. Me dijo que era la primera vez que oía ese nombre.

      “—Bueno —dije yo—, me refiero al caballero del número 4. “—Cómo, ¿el pelirrojo?

      “—Sí.

      “—¡Oh! —dijo—. Se llama William Morris. Es abogado y estaba

      utilizando el local como despacho provisional mientras acondicionaba sus nuevas oficinas. Se marchó ayer.

      “—¿Dónde puedo encontrarlo?

      “—Pues en sus nuevas oficinas. Me dio la dirección. Sí, eso es, King Edward Street, número 17, cerca de San Pablo.

      Salí disparado, señor Holmes, pero cuando llegué a esa dirección me encontré con que se trataba de una fábrica de rodilleras artificiales y que allí nadie había oído hablar del señor William Morris ni del señor Duncan Ross.

      —¿Y


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