Gusanos. Eusebio Ruvalcaba

Gusanos - Eusebio Ruvalcaba


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con una pinche Minolta, fácil.

      II

      Lo ves y te decides. Es algo que se siente, que se presiente, más bien. Este cabrón te va a dar el premio. Tiene un rostro poca madre. Y ahora que no venías a eso. Así pasa. Lo ves y te decides. No pudiste haberte encontrado a nadie mejor, ni antes ni después. Preparas la cámara y lentamente te vas acercando hacia la entrada del metro, donde puedas captar el anuncio del metro y la mano extendida pidiendo limosna; donde puedas captar su cara sucia —tan sucia, que el que vea la foto adivine que apesta, que huele a porquería—; donde brillen sus pelos asquerosos, y, sobre todo, donde resalte su ojo izquierdo, esa canica deforme que parece que le está colgando: roja, fija, sebosa —no te me vayas a mover, un segundo, un segundo y ahí muere. Tomas la foto (tuvo que haber salido, tuvo que haber salido), pasas junto a él y le das diez pesos (cabrón, no sabes cómo me vas a alivianar).

      III

      Efrén Enríquez, primer lugar. Cien mil pesos en efectivo y diploma. Título del trabajo premiado: La apatía ciudadana. Seudónimo empleado: “Kachuchín”.

      Pablo Herrera Molina, segundo lugar. Cincuenta mil pesos en efectivo y diploma. Título del trabajo premiado: La estufa. Seudónimo empleado: “Spiderman”.

      Arturo Domínguez, tercer lugar. Veinticinco mil pesos en efectivo y diploma. Título del trabajo premiado: Día de campo. Seudónimo empleado: “Mum, bolita mágica”.

      El vuelo del búho

       Para Rafael Pastelín

      Te levantas, y sin ningún afán melodramático, sin ningún sui generis incentivo ni conducta esnob, decides —así, tan simple como escoger una camisa— echar la hueva, no ir a trabajar, pues.

      Piensas —mientras la oficialía de partes se va a mejor vida— que un paseo por el centro, en cambio, te sentará bien. Tal vez quieras recordar antiguas épocas cuando acostumbrabas caminar sin rumbo fijo por aquellas calles colmadas de recuerdos para ti. Del lado de tu madre. Y alguna vez de tu padre también.

      Te vistes ligero, desayunas peor, y en un abrir y cerrar de ojos te encuentras saliendo de la estación Juárez.

      Ya estás donde querías estar. Con las manos en los bolsillos caminas hasta un edificio que te resulta familiar: el Museo Nacional de Arte. ¿Cuántas veces has estado ahí? Lo ignoras. Pero ahora mismo crees haber visto un cartel en el que se anunciaba a un pintor o escultor que presentaba sus obras más recientes. Un artista aclamado en cielo, mar y tierra. No importa quién sea, pero ya que estás ahí. Será buena oportunidad.

      Dos colegialas —¿hermosas?, no lo sabes, pero a ti te lo parecen— ratifican con carne tu decisión. Ellas también van al museo, meneándose sobre sus piernas sólidas y anchas. Seguirlas, mirando el suelo, observando las paredes. Disimuladamente o no, y distraerse mientras transcurre la mañana. No pides más.

      Intentas ir tras ellas, pero algo te hace perder el ritmo, te estropea la cadencia que habías empezado a afianzar y que te hacía sentir en las nubes. Entonces vuelves tu vista a uno de los cuadros de los que el museo se jacta: Hacienda de Chimalpa de José María Velasco. Lo ves y algo extraño salta a la vista. No es la primera vez que te detienes ante él. Pero ahora distingues que los colores se están desparramando. Como si se fugaran de la pintura. No es posible. Parpadeas numerosas veces. Como para que la realidad se reacomode. Pero no hay tal. Delante de ti los colores escurren.

      Vuelves tu mirada y observas acuciosamente otros cuadros. Nada. Todo está perfectamente normal. Entonces miras uno más de José María Velasco. Su Valle de México de 1890. Y lo mismo. Los colores han terminado por escurrir y ahora empiezan a manchar la pared. Del asombro pasas al terror. Aunque quizás todo no sea más que una maldita confusión. Suele pasar. Algo inexplicable. Las colegialas están tomando apuntes, y te aproximas —en otras circunstancias jamás lo habrías hecho— y les señalas los cuadros de Velasco. Pero ellas deciden poner tierra de por medio. Les das miedo. Y es evidente que no están dispuestas a escucharte. Quién sabe qué piensen de ti. Caminando como si estuvieras ebrio recorres el resto de la sala. Todo está como debe estar. Hasta que te topas con otro cuadro de Velasco: Camino a Chalco con los volcanes. Cuando lo miras, pierdes el equilibrio y caes estrepitosamente al suelo. Como si alguien te hubiera dado una patada en los bajos. La gente se te queda viendo, y alguien se acerca y te ayuda a incorporarte. Te dicen que si necesitas ayuda y dices que no, que gracias.

      No te atreves a mirar una vez más las pinturas de Velasco. Si era el artista favorito de tu madre. Mejor aún, de tus padres. Aficionados a la cultura en general y a la pintura en particular, aún tienes presente los libros que te mostraban de la vida y obra de aquel pintor. Paso a paso tu madre te explicaba la grandeza de su obra mientras tu padre observaba la escena, sonriente y ensimismado. Todavía hace poco tú mismo tomaste uno de esos libros y lo hojeaste. Incluso te encontraste una flor a modo de separador, en la lámina correspondiente a la pintura que le gustaba a tu madre por encima de cualquier otra: Los ahuehuetes. Reviviste entonces aquellas intimidades. Pero también vino a tu mente el momento en el que tu madre fue atropellada, precisamente en un recorrido por el centro, por estas calles que acabas de caminar. ¿Por qué no te atropellaron a ti?, siempre te lo preguntaste. Y seguramente tu padre también se lo preguntó cuando decidió darse aquel balazo en la cabeza.

      Ves a un policía que acude hacia ti. Pero tú no estás dispuesto a hablar con nadie. Corres. Y el policía corre atrás de ti. Con el rabillo del ojo, ves Los ahuehuetes. Los colores le escurren como si fueran la sangre de la pintura. La sangre de Velasco. Avistas el vacío. La escalera de mármol en espiral. Tres pisos. La gente se hace a un lado para dejarte pasar. Que nadie te detenga. Miras a un hombre de traje que viene hacia ti en sentido opuesto. Su aspecto de guardia es inconfundible. El policía detrás y él delante. Cuando el hombre del traje cree haberte atrapado lo eludes. Él es ahora quien se cae. Prosigues tu carrera. El vacío te llama.

      Mi madre

      Mi padre era un borracho consumado. Todo lo que yo logré en la vida, lo hice por quitármelo de encima. Murió a dos calles de la casa. Un policía vino a darle la noticia a mi madre. Yo tenía once años. Mi madre me ordenó que la acompañara. Pero me negué. Inventé cualquier pretexto.

      Han pasado muchos años desde entonces. Hasta el día de ayer, el nombre de mi padre estaba proscrito en la casa. Mis hijos crecieron sin abuelo, y, lo que es peor, sin memoria de él.

      Pero hoy en la mañana me encontré una carta de mi madre que arroja luz en este asunto. No suelo escombrar cajones ni hurgar en los bolsillos de la ropa. Nunca lo he hecho. Y mi esposa menos. Esta carta me la encontré en un libro, El mundo de ayer de Stefan Zweig. No soy aficionado a la lectura, y ni el autor ni el título me dicen nada, pero mi madre lo ocultó toda la vida en el cajón de su buró, y, aunque me duela, quiero compartir el documento. Por la memoria de mi padre.

      La carta está fechada hace cinco años y está dirigida a mí, el único hijo que tuvo. Y dice.

      Mi hijo adorado: El diagnóstico del médico que visité ayer en la noche fue trágico. No me dio ni un mes de vida. Podría despedirme de ti y partir. Pero no tengo valor. Desde la muerte de tu padre —hace ya veinte años—, dejé que el tiempo pasara con el corazón hecho pedazos. Te di una carrera. Tuve suerte y las cosas se inclinaron a mi favor. Pero conforme tú ascendías en la vida, la figura de tu padre se volvía más y más oprobiosa. Por mi culpa él se convirtió en un alcohólico incorregible. Fíjate lo que te digo, que yo soy la culpable de su vicio. Tú no lo recuerdas, pero él no siempre fue así. Quizá si rascas en la corteza de tu memoria, lo recuerdes como un hombre alegre y trabajador, además de un excelente proveedor. Nunca dejó que el mundo se nos viniera encima, que nada nos faltara. Y así hubiéramos seguido. Pero la vida nos jugó una mala pasada. Y el solo hecho de contártelo hace que la cara me arda de vergüenza. Pero tengo que hacerlo. De una vez y para siempre. Tengo que sincerarme porque no puedo más con esta


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