Gusanos. Eusebio Ruvalcaba
perdón a este ser inmundo que soy yo, y a tu padre, que no se merece el desprecio que sientes por él. Me acosté con tu tío Luis, el hermano de tu papá. Lo hice por amor, pero lo hice. Venía muy seguido a la casa. Con cualquier pretexto. Con tu papá o sin él. Aún recuerdo aquella vez que se presentó a cumplir una encomienda de tu padre. Un paquete que tenía que entregarme o algo así. Sé que llevo ese pasado a cuestas, pero déjame decirte, en descargo de nosotros dos, que no lo planeamos. Que no hubo dolo. Que fue espontáneo, como la caída de una hoja seca en el otoño. Después, pasó lo que tenía que pasar. No podíamos detenernos. Como si un frenesí se hubiera apoderado de nosotros. Un frenesí que no fue para siempre. Porque el día menos pensado tu papá nos descubrió. ¿Qué podíamos hacer? A partir de ese momento tu padre no hizo más que beber. Alguna vez me lo dijo: Si te hubiera matado a ti o a mi hermano, no bebería. Entonces murió. Y la historia ya la conoces. Pero una sola cosa te digo. Cuando enterramos a tu papá, le juré sobre su ataúd fidelidad absoluta. Tu tío Luis me rogó que nos casáramos, pero ya no quise ni siquiera verlo. Reconozco que fue un modo de castigarme. Pero no me quedaba de otra. También lo admito. Vivimos en una sociedad que señala y castiga, que te inyecta sentimientos de culpa. Y que exige pagar un precio. A costa de lo que sea. Lo único que tengo claro es que mi amor por ti no cambió un ápice; más bien aumentó. Se multiplicó hasta la bóveda celeste. Fuiste mi único hijo y eres mi adoración. No sé lo que pase de aquí hasta el día de mi muerte. Pero me urgía que supieras la verdad de las cosas. No juzgues con dureza a tu padre. Piensa en lo que habrá sufrido. Te escribo esta carta porque lo único que quisiera es que haya paz en tu corazón. Y de paso, perdones a tu madre. Si es que para ti, merezco perdón.
Mi mujer odia a los borrachos
Tengo dos enemigas a muerte: la diabetes y mi esposa. Y con ninguna de las dos puedo. Padezco una diabetes que no es precisamente lo que podría llamarse mortal. Es decir, sí me va a matar pero no en forma inmediata. Le va a llevar su tiempo. Creo. No soy insulino-dependiente; se manifiesta a través de lo que los médicos llaman neuropatías. Las padezco hacia la altura del estómago, debajo de las tetillas, de un extremo a otro de los costados, y son verdaderamente dolorosas, y hoy por hoy, ni el médico alópata ni el homeópata han logrado curarme. Ni modo, cada vez que me dan —son una especie de agujas por debajo de la piel— tengo que detenerme de una pared, de un mueble, o de lo que esté más cerca para no caer. Y según me aseguraron, mientras
beba tendré alta la azúcar, y mientras tenga la azúcar alta padeceré este castigo divino. La otra enemiga, digo, es mi esposa.
Desde antes que yo padeciera diabetes, odiaba el trago. Como mi madre. Que hizo un guiñapo de mi padre, y de cuya tiranía yo jamás pude librarme. Sin que hubiera mayor pretexto, mi esposa se ponía iracunda desde que me veía dirigirme hacia la cocina, donde tengo mis botellas. “¿Ya vas a emborracharte?”, me gritaba.
Y la verdad no estaba muy equivocada.
Siempre he considerado el trago como el placer por antonomasia de la condición masculina. Ningún otro —sea la mujer, el cigarro, la droga o el juego— provoca tanta aceptación. Y aun a pesar de que cada uno de aquellos individuos sepa los riesgos del acto de beber. Que son muchos y que no voy a repetir, por no ser estas palabras parte de una encíclica.
Mi mujer odia a los borrachos porque los considera los tipos más estúpidos del universo. Dice que la humanidad se divide en mitad hombres y mitad mujeres. Y que de la mitad correspondiente a los hombres, 95 por ciento son borrachos —es decir estúpidos—, y 5 por ciento individuos dueños de conciencia y principios —es decir aburridos, apuntaría yo. ¿Pues de qué otro modo se puede calificar a los borrachos, que a sabiendas de las consecuencias que provoca el alcohol beben como locos?
Eso dice.
Se la pasa horas en el Internet. Es como una detective cibernética. Y no tanto por seguir pistas absurdas sino para prohibirme beber —aunque en su descargo tengo que reconocer que de la invitación paso a la prohibición. Prohibición que llegó muy lejos. Al punto de que para mí resultó más un motivo de entretenimiento que de nerviosismo. Porque entre más me prohibía beber más lo hacía, y ese solo hecho inoculaba mi vida de valor. Me sentía un héroe. Mientras fuera así de testaruda yo me sentía a gusto en casa.
Pero en ese estira y afloja que significa todo vínculo matrimonial, las cosas se pusieron de cabeza. Tengo muy presente el grito que di cuando abrí la despensa de la cocina, y donde antes había botellas —de whisky, vodka, tequila y mezcal—, ahora sólo veía aceites de cocina, especias, vinagres y saborizantes de colores.
—¿Y mis botellas? —le pregunté azorado a una mujer sonriente que me contemplaba desde uno de los extremos del comedor, como se mira a un elefante mover la trompa en el zoológico.
—No hay más botellas. Se acabó el vino en esta casa. No voy a dejar que envenenes tu organismo por una estupidez —¡tenía que decirlo!—, ¿entiendes? Lo hago por tu bien. No me voy a quedar con los brazos cruzados mientras tú te emponzoñas.
—¿Emponzoñarme? Si no estoy tomando veneno de mamba negra —¿de dónde saqué la palabrita?, de un programa que había visto la víspera en Discovery. Punto a mi favor.
Como sea, me quedé pasmado. Jamás me imaginé que ella, mi mujercita linda, hubiera sido capaz de llegar a ese grado. No importaba que mi salud estuviera de por medio. Guardé silencio y me senté en mi sillón favorito. Sentí que las lágrimas sobrevendrían en cualquier momento. Silbé la primera melodía que me vino a la cabeza, con tal de quitar de mi cara esa expresión idiota que acompaña el llanto. Necesitaba hacerle creer que tenía la sartén por el mango. “Por fortuna quedan las cantinas”, dije, “el dinero que me gaste en la calle lo voy a tomar del gasto. Tú te lo buscaste. Y recuerda que en ese gasto van tus maquillajes y tus medias, y alguna que otra chuchería que siempre se te antoja”.
—No te vas a atrever a hacer eso.
—¿No? Tú serás la primera testigo.
Ahora la que se quedó callada fue ella. De pronto, entreabrió su exquisita boca y dijo: —Está bien. Creo que me precipité. Escondí las botellas en el clóset.
—Por mí puedes dejarlas ahí. Ya vi que supiste aprovechar el espacio —dije, y salí a la recámara por una de whisky. Qué sed tenía.
En una esquina de la ciudad de México
Apenas se puso el alto, el niño caminó entre las filas de los automóviles. Extendía la mano y pedía limosna. Él hubiera preferido lavar parabrisas, pero su madre se lo prohibió: “El día que te vea lavando los cristales de los coches te rompo el hocico. Y sabes que te lo cumplo”. Claro que lo sabía. Ya lo había hecho varias veces, siempre por situaciones que no se volvían a repetir.
Vino una a su mente.
Sucedió un par de años atrás, cuando él tenía seis años. En lugar de pedir las acostumbradas monedas, su mamá lo descubrió jugando al yoyo. Es hora de trabajar, le gritó al tiempo que le quitaba el juguete. Y antes de qué pudiera explicarse qué estaba ocurriendo, le soltó un golpe en la cara que lo aventó un par de metros más allá. Se tentó la boca y sus dedos se empaparon de sangre. ¿Por qué su madre no lo quería, si todas las madres querían a sus hijos?, no dejaba de preguntárselo. ¿Porque era feo?, ¿porque siempre andaba mugroso?, ¿porque tenía piojos? Pero si muchos niños andaban todavía más cochinos y sus mamás los besaban como si estuvieran recién bañados.
Nunca tendría respuestas para eso. Como las tenía para el juego. Porque de todo lo habido y por haber, lo que más lo atraía era el juego. Y aprovechaba cualquier momento que se encontrara lejos del campo de visión de su madre para jugar. Traía los bolsillos repletos de juguetes, que iban desde canicas y un trompo hasta corcholatas y suelas de zapatos. Todo le resultaba útil. En cualquier cosa hallaba la diversión. El juguete perdido. Que se había descuidado con el