Cien pasos al norte. Gabriel Segurado
pájaros carpinteros, rascahojas y demás aves apostadas en el ábside de la torrentera se escabullen por entre las hojas, en un descontrolado revoloteo de huida hacia el cielo.
—Hola —me saluda un niño de unos doce años—, me llamo Yaizá.
Tardo un poco en reaccionar. Los reflejos que se escapan por entre el ramaje me obligan a entornar los ojos. Está descalzo, con la epidermis tintada por el sol y ataviado con un pedazo de pellejo de tapir a modo de calzón. Se inclina, ladea la cabeza, me muestra una extensa sonrisa y me pide que le siga señalando en la dirección de la corriente con la punta de una vara anudada en sus extremos en forma de arco. Me habla de su abuelo, de un oráculo, de los Tupanga y de una profecía que anuncia mi llegada. Yo no entiendo nada, pero como me siento tan confundida y vulnerable, tan invisible y perdida, decido seguirle; como nada tengo, nada puedo perder.
—Debemos partir ya —se cruza el arco en el pecho—, tenemos que llegar antes de la puesta del sol. El camino es largo y difícil.
Me levanto encogida de hombros, recojo mi mochila y me dispongo a seguirle.
Penetramos en la espesura de un fantástico bosque sorteando resbaladizos canchales y empinados terraplenes. Como en un parque temático, Yaizá encuentra a cada paso algo con lo que entretenerse: un riquísimo mango que comparte conmigo, una liana donde columpiarse, un bichito que corretea por entre sus dedos, las pisadas de un antílope real, el canto de un papagayo… Tras varias horas de recorrido nos topamos —para mi sorpresa— con un gran precipicio, balcón privilegiado del más majestuoso, imponente y bello paisaje natural jamás imaginado.
Una grandiosa extensión arbórea de cientos de especies engalanadas con todo el espectro cromático circunda heterogéneas masas de agua turquesa repartidas al albur. De entre la selva sobresalen decenas de colosales figuras de roca granítica en forma de aguja rasgando el firmamento con sus afiladas cimas. Las nubes en forma de aros de algodón se aferran a los infinitos conos pétreos anillándolos sin conseguir alcanzar su final.
Tengo el rostro desencajado por el esfuerzo, la mirada cautivada por el horizonte y el corazón golpeándome el pecho como si quisiera escapar.
—Ya solo nos queda bajar este valle hasta llegar al río Tiricana —me comenta mascando una pequeña broza que lleva en la boca para asearse los dientes.
—Necesito descansar un minuto. ¡No puedo dar un paso más!
Me siento, apoyo la mochila sobre un pequeño pedrusco y dejo que el espectáculo inunde mi alma.
—Como quieras, pero todavía queda un ratito —me dice una vez tumbado sobre la hierba.
—¿Cuántas horas?
—Nosotros no decimos horas. Si es después del amanecer y el sol está alto, es pronto y nos da tiempo de hacer muchas cosas; si ya está próximo al horizonte, es tarde y hay que refugiarse —me instruye describiendo un arco de levante a poniente brazo extendido e índice erguido.
—Me parece que tienes razón, puede que en tu mundo el reloj no tenga mucha utilidad.
Con algo de pena, pues es mi joyita preferida, me quitó el reloj Calvin Klein de pulsera rígida plateada y grabada con escamas; miro su esfera cuadriforme de fondo negro y agujas albinas por última vez, lo introduzco en el macuto y lo envuelto en un alegre y sedoso pañuelo de cuello, regalo de mi amiga Elisa.
—Esto es precioso —digo con un sensible suspiro mientras acomodo la espalda sobre mi mochila.
—¡Será mejor que sigamos! —sugiere Yaizá, que se las ha arreglado para subir a un árbol y balancearse como un primate.
Pasado el atardecer, llegamos a Wanawa —el poblado de los Tupanga—. En actitud festiva, poderosos guerreros cazadores nos homenajean ataviados con sus alegres y luminosas pinturas de guerra danzando febriles al son de los tambores y alardeando de sus flechas artesanas y lanzas emplumadas. Las mujeres con sus trajes tradicionales de faldas vegetales lucen emperifollados gorros de mimbre cubiertos de floripondios y se contonean en un sugerente vaivén sincrónico que enfatiza sus encantos, su fuerza y su feminidad. El ambiente está coronado por sinfónicos cánticos primitivos al compás de palmas, djembes y darbukas. Arropando el descampado de tierra teñida, un pequeño conjunto de chozas hechas de caña, palos y barro hacen de palcos improvisados para los más pequeños, que interactúan con cánticos, risas, percusiones y persecuciones al estilo «Te la quedas». Una vez terminada la gala me obsequian con delicados cuidados y mimos. Es una comunidad absolutamente solidaria, cuyo objetivo vital es el bien colectivo, sin rastros de ego.
Como en las aguas del Mar Rojo, se separan los cuerpos tribales dejando espacio para la aparición con lento caminar de un venerable anciano con rostro amable y piel arada, vestido casi exclusivamente con plumas, raíces, colmillos y demás objetos indescriptibles, a modo de reliquias que le cuelgan de todas partes. En su cabeza luce orgulloso un abanico de enormes hojas de palmera bastante más altas y frescas que él. Su evidente grandeza no está ni en su ruinosa figura ni en sus carentes bienes terrenales, sino en el asombroso recogimiento que experimentan, no solo sus adeptos, también las aves, las bestias y hasta el mismísimo viento que parece haberse detenido en señal de respeto.
—Yo, Heliat, Chamán de los Tupanga, te doy la bienvenida a nuestro pueblo como invitada de honor. Con nosotros tendrás alimento y cobijo siempre que lo desees —proclama con los brazos dispuestos en invocación celestial.
—Gracias a todos —digo con palabras entrecortadas por la emoción.
—Imagino que tendrás muchas preguntas, no te preocupes, las irás resolviendo poco a poco, ahora disfruta de los regalos que nos ofrece la naturaleza, bebe sus aguas, come sus frutos y descansa sobre su lecho —me convida el hechicero.
El pequeño Yaizá coge mi mano y junto a algunas residentes —que nos siguen entre sonrisas y cuchicheos— recorremos la pequeña distancia que nos separa de la brillante e infinita pared de granito vertical, eje excéntrico del asentamiento. Una generosa cascada de agua dulce cae pausada desde el firmamento inundando una poza horadada por la historia. En una especie de cueva que apenas socava un par de metros la milagrosa roca, disfrutamos de un fresco rinconcito donde degustar los más exquisitos manjares. Frutas exóticas, peces singulares y tubérculos extravagantes reposan sobre una cama de enormes hojas circulares de Victoria regia de casi un brazo de diámetro. Una finísima nube, como resultado del impacto del agua tras la caída, mantiene los alimentos salpicados por pequeñas gotas que centelleaban como exclusivos y efímeros diamantes de extraordinaria pureza. Tumbados sobre nuestros costados, al más puro estilo de los triclinium griegos, engullimos los sabrosos alimentos obsequiados por la madre selva.
Satisfechos ya con el festín nos dirigimos a una cabaña redonda techada con hojas de mostera, suelo de arena y muros embarrados. Me acomodan en una de las hamacas que anudadas al poste central se dirigen a la pared en forma de radios circunscritos. Aunque me siento un poco desorientada por tantas emociones también experimento una agradable sensación de seguridad, fruto del recibimiento y posterior acogida de los nativos. Con un lento asedio hacia mis reflexiones, la modorra me va invadiendo hasta la conquista total.
A la mañana siguiente un fuerte hedor me destierra del sueño. Una vez desperezada y liberada de la poltrona, que como a una pepita de frijol me mantiene abrazada, retiro la pálida manta de bandas verticales tricolor a juego con las hamacas que cubre la entrada y, sin moverme del umbral, observo sorprendida la gran actividad que, en tono relajado, ya se desarrolla por todas partes. Las niñas y niños más pequeños acumulan leña traída por los jóvenes que la depositan en la periferia. Las mujeres más ancianas se afanan en quemar el pestilente pelo de un Caititu con el propósito de preparar su carne en un Biaribi u horno subterráneo. Las casaderas, con largos troncos de no más de un puño de ancho y un mortero tallado a base de maestría, machacan una pasta hecha con harina de mandioca y mucha paciencia. Los hombres, hundidos hasta poco más de la cintura y equipados con anzuelos, redes y rudimentarios aparejos de cáñamo, pescan a pocos metros de la orilla ejemplares como el Tambaqui, uno de los peces más exquisitos del mundo. Salgo de la cabaña y a mi paso los paisanos me saludan con una leve reverencia acompañada de un risueño guiño