Cien pasos al norte. Gabriel Segurado
irá aflorando hacia tu conciencia. Busca tu salud espiritual por encima de los bienes materiales y así encontrarás todas las respuestas —dice con el fin de calmarme.
—Pero necesito saber…
Heliat me corta sin permitirme terminar la frase.
—Recuerda —se toca las sienes con las yemas—, que tu mente escuche el alboroto como una bella sinfonía y que tu cuerpo perciba cada roce como una caricia. Ahora… vete a descansar, mañana te espera un largo camino hasta Manacos.
La oscuridad se apodera infalible de árboles, plantas, valles y montañas apagando las ya débiles pinceladas rojizas del atardecer. Mis ojos caen vencidos por el sueño.
Al alba una escurridiza luz rubia se desliza por entre la techumbre de la choza, y una débil brisa mueve la tela que cubre la entrada. Aparto el paño con el brazo mientras hago visera con la mano para protegerme del renacido sol. Los Tupanga esperan en dos filas paralelas haciéndome un pasillo para despedirse con sentidas reverencias, no sin antes ofrecerme agua y provisiones para el camino. Yaizá me acompaña hasta el lugar donde la vereda ya no tiene pérdida y se despide con un cariñoso y conmovedor achuchón. Me tomo el camino con calma desprendida de toda inseguridad y con la extraña sensación de haber aprendido un montón de cosas que no consigo ubicar en mi cerebro; como cuando tienes una palabra en la punta de la lengua que no consigues recuperar.
3
Después de varias horas de fantástica caminata, el rumor sereno de la selva se rompe con una gran explosión que hace temblar hasta los cimientos del infierno. Inmóvil, descubro una siniestra columna de humo blanco, eje central de una ola de reverberaciones que, a consecuencia del eco, recorren la selva hasta morir en el horizonte. Aterrada, opto por descuidar mi ruta y dirigirme al fondo del valle para encontrar una explicación. Camino hacia la detonación me tropiezo con una pequeña cuadrilla de siete u ocho hombres tapizados con músculos bien modelados, descalzos y provistos de taparrabos, que se dirigen al valle de Thimanán en busca del estruendo. Son ojeadores de pueblos indígenas que vigilan inquietos los sobrenaturales movimientos que, sobre el río Tiricana, se están desarrollando. Me incorporo al intrigante grupo y camino junto a ellos en fila de a uno. Las orejotas del borrico que nos precede apuntan, como en la mirilla de una carabina, hacia el esbozo de un tétrico hongo de tallo largo y fino que se expande manchando de anti-natura el impoluto azul del cielo. La marcha se acomete con sepulcral mutismo, como si una epidemia de pánico lo hubiera enmudecido todo. Los que me preceden se mueven sigilosos y achicados dando continuos giros para inspeccionar el entorno.
¡No pasa nada!, pienso, seguro que es la explosión de alguna mina de extracción mineral. En el autobús a Manacos ya nos cruzamos con varios de esos imponentes camiones bañera que parecen de juguete —si no fuera porque rugen como dragones— para el transporte de Coltán.
Me siento muy débil y mareada, no sé si por mis amargas reflexiones o por el cansancio de tan larga jornada. Me agacho tambaleante en busca de un suelo que nunca llega o de un apoyo que frene la fuerza de gravedad, pero termino perdiendo el equilibrio hasta el desplome final.
Oigo el eco de una voz lejana con fuerte acento costeño.
—¿Qué te sucede?, ¿estás bien?
Siento unos pequeños cachetes. Parece que me quieran reanimar.
—Niña, despierta, ¿estás bien? —repite una y otra vez la misma voz—. Te has caído de golpe.
—Estoy bien —digo entreabriendo los ojos sin conseguir enfocar a mi interlocutor—. Cuando por fin reacciono, sin fuerzas para despegar la espalda del térreo camino, comienzo a percibir las siluetas a contraluz de varias cabezas en círculo que me observan con curiosidad. Alcanzo a ver una mano tendida y a duras penas me incorporo. Es dura, callosa y grande, semejante a un apero de labranza. Una vez en la vertical, todavía insegura y apoyada en la muleta humana, los nativos esperaran expectantes mi total recuperación. Ya repuesta continúo la marcha con un pegajoso bucle que me martillea la cabeza. ¿Qué hago yo aquí sola y perdida en medio de la nada?
Me acerco al borde del precipicio desde donde diviso el caudaloso río Tirinaca. El maravilloso entorno está herido de muerte por un gran tajo que amputa su belleza. Una hilera de frías y ruidosas máquinas, ya de retirada, maniobran porteando las últimas masas de piedra y tierra como un ejemplar ejército de hormigas rojas tropicales.
—Pero ¿qué están haciendo? —pregunto.
—Tratan de detener al despiadado animal, pero su poder es imbatible —me contesta el cabecilla.
—¡No existe ningún animal! —Inhalo a la vez que me cubro la boca con las manos—. Todo lo que os han contado son un montón de mentiras para que les dejéis tranquilos. No están deteniendo nada. ¡Ellos son la serpiente! Están almacenando agua para generar energía, venderla y lucrarse. Mis palabras les perturban. Cruzan miradas, mueven las cabezas, elevan los hombros y hacen gestos de asombro. Al final me clavan sus ojos pidiendo más explicaciones.
—Pero… ¡Eso que dices es imposible! Tenemos que hablar con ellos y decirles que está en peligro todo lo que tenemos. Las casas de nuestras familias, las tierras que nos alimentan, la morada de nuestros antepasados y el futuro de nuestros hijos.
—Me temo que todo eso ya lo saben. Se están aprovechando de vuestra santería para reforzar su poder. Han inventado una leyenda a medida de vuestras creencias y de sus malvadas intenciones.
—¡Tienes que estar equivocada! ¡Nadie haría algo así a sabiendas! —dice el sujeto mirando asustado al resto de sus compañeros.
—Yo ahora me dirijo hacia la ciudad, aprovecharé mi estancia allí para informarme —les digo a modo de despedida—. Me echo el macuto a la espalda y reanudo la marcha a paso ligero. Estoy irritada, el porvenir no solo del pueblo que me acogió sino también de los otros muchos que subsisten al amparo y riqueza del valle de Thiamán se extingue al ritmo del ascenso de las aguas. ¡Qué raro es todo esto! Heliat me considera una especie de enviada para salvarles de la presa. Pobres ingenuos. Si pudiera desde luego que haría algo, pero… ¿qué? Yo no soy nadie.
A medio recorrido, extenuada, descanso sobre un pequeño manto de hierba, coloco la cabeza entre las rodillas y dejo resonar una mecánica sintonía interpretada por mis agitados pulmones. Mientras tomo aliento alzo brevemente los ojos y me encuentro con la mirada de un mochilero de look hippie, con largas rastas y barba de varios días que, desde el otro lado del sendero, me envía un simpático saludo a mano alzada.
—Hola, parece que este sea el punto obligado de descanso, en el rato que llevo aquí ya habéis parado varios peregrinos. ¿Tú también vienes por la presa? —me pregunta con vocablos lánguidos y aletargados.
Está tirado en el suelo con el desbaratamiento de una marioneta a la que hubieran cortado los hilos.
—Sí, supongo que me gustaría saber qué está pasando.
Tiene un poco pinta de «colgado» pero parece buena gente.
—¡Buf! —suspira con un atontamiento supino—, ten mucho cuidado con eso de la información. Aquí todo es de un secretismo absoluto. Estos cerdos tienen comprada a media ciudad y sobornados a todos los políticos con algo de poder. Y la presa…, la presa está custodiada por un ejército. Como te vean haciendo preguntas, si tienes mucha suerte, te pegan un tiro, pero lo más seguro es que se diviertan contigo un buen rato y, cuando se aburran, te despellejen viva.
—No sé a qué viene tanto rollo, solo tengo curiosidad por saber qué pasa.
—Ya sabes, pasa lo de siempre. Una gran compañía sin humanidad que se apodera por la fuerza de los recursos naturales de los indígenas para lucrarse —balbucea expulsando hasta por las orejas una gran nube de humo que exhala de un pitillo de maría mal liado, causa probable de parte del agujero de ozono y de su evidente lentitud neuronal.
—Pero, si todo esto ya se sabe, alguien estará haciendo algo —me quejo molesta.
—Los politicuchos son