El gato canoso. Leonardo Killian
sabe. Contra la rubia no tenían nada, pero le dieron veinticuatro horas para dejar Lisboa y el país.
Un tal Arnaldi, capitán de El Pampero, un barco mercante que salía al otro día para Buenos Aires, la encontró en un café del puerto, adonde había ido a cenar y, no sabemos si por compasión o calentura la invitó a embarcarse.
Cuando llegó traía solo lo puesto, un traje sastre, un sombrero y una valijita. No hablaba castellano, no conocía a nadie y no tenía un centavo.
Da la casualidad que mi tía Ángela había ido al puerto a buscar a unos primos lejanos que venían de España y cuando la vio, parece que se imaginó el cuadro y la invitó a la pensión que tenía en la calle Turín, acá en Parque Chas.
La tía, chismosa y dueña de la lengua más envenenada de los alrededores me contó que sus primeros tiempos fueron difíciles, pero la Argentina de entonces era un paraíso. Dando clases particulares de francés y de inglés, la rubia salió adelante enseguida, debiendo admitir la bruja que a partir de entonces nunca dejó de pagar en término y que jamás le pidió un centavo a nadie. Eso sí, nunca le perdonó que fumara, hábito extraño en una mujer por esos años.
Por lo demás no recibía a nadie y prácticamente no se daba con ningún vecino. Buenos días, buenas tardes, buenas noches y chau; eso era todo.
Su única salida eran unos paseos por el puerto, una o dos veces al mes. Se sentaba a mirar el río y, sin dejar de fumar, paseaba mirando interesada el mundo marinero que inundaba por esos años el bajo y Retiro.
Los años pasaban dulces. Se terminó la guerra y aparecía Perón.
El cine traía en los noticieros imágenes de un horror que descomponía. El mundo y la Argentina cambiaban; Parque Chas cambiaba: polacos, húngaros, judíos, ucranianos y más tanos se instalaban en el barrio. La feria de la esquina parecía una reunión de las Naciones Unidas; todos a los gritos entendiéndose como se podía, pero sin duda, con ganas de entenderse.
Si habían salido de ese horror, peor no podrían estar jamás.
Alguno de estos rusos (para nosotros eran todos rusos) cruzaba alguna palabra con Ilsa pese a lo cual, siguió sin hacer amigos y en su mundo. Un mundo donde había una radio que tocaba óperas y música clásica; la única compañía que parecía preferir, además del gato que se había encariñado con esas manos que lo acariciaban y que por las noches le acercaban leche.
Hacia el año 49 (los chismosos tienen una memoria de vigilante), llegó la primera carta.
La gallega no reconoció la estampilla, aunque Franco no era, y, cuando se la alcanzó, la rubia, que estaba con su clase, cambió de cara.
A partir de ese día fue otra. La rubia (aunque también la llamábamos la rusa, o la inglesa, lo que demuestra el estado de perplejidad de un barrio acostumbrado a conocer pelos y señales de todo el mundo) cambió el destino de sus salidas. Ya no eran hacia el puerto sino al correo.
Todas las semanas llevaba y todas las semanas, infaltable, el cartero acercaba un sobre para “doña Ilsa” que, por primera vez desde su llegada, había empezado a sonreír.
La plaza estaba a media cuadra de lo de mi tía y yo me pasaba todo el verano con la barra jugando a la pelota de la mañana a la noche. Me acuerdo que paramos de jugar para ver pasar el auto. Para algunos un Ford, para mí era un Buick clarito color crema.
El auto paró frente a lo de la gallega que, para variar, estaba barriendo la vereda, operación que le llevaba una larga media hora cada mañana y que, la ponía al corriente de las novedades de la cuadra.
El motor quedó ronroneando unos segundos hasta que paró. Bajó despacio y con el andar que durante muchos años le imité; algo más viejo, con las entradas más pronunciadas cuando se sacó el sombrero para saludar a la enmudecida doña Ángela. Fumando cruzó el jardín y luego de unos minutos los vimos salir a los tres. Algunos bultos y la valijita que él rápidamente metió en el auto.
Las mujeres se abrazaron supongo que llorando y así como en un sueño o una película los vimos irse para no verlos nunca más.
Mi tía tenía el corazón más duro de España, pero te juro que cuando me acerqué para verla temblaba como una hoja y sé que, a pesar de que era casi una desconocida, la extrañó hasta el último día de su vida.
Como un autómata entré en la casa y fui hacia la piecita que había sido el hogar de la rubia y sin saber por qué ni para qué me guardé un sobre vacío que encontré bajo la mesita de luz.
Macedo suspendió el relato, se paró y fue hasta el mostrador, detrás del que desapareció por unos segundos. Cuando volvió me mostró su tesoro: un sobre amarillento con garabatos y algunas anotaciones que no entendí. Con una letra distinta se leía claramente Rick.
Volví tarde esa noche. Noche de verano para whisky con hielo y cigarrillos. Por más vueltas que daba no podía pegar un ojo.
La historia de Macedo aparecía una y otra vez, así que, a eso de las tres, agarré los cigarrillos y me mandé. Caminé despacio las cinco cuadras hasta esa casa que, salvo algún detalle, estaba como la recordaba de chico.
No me iba a poder dormir si antes no veía el cerco de ligustros, el jazmín y la puertita de madera que hacía más de cincuenta años, Ilsa y Rick habían cruzado para subirse al Ford ¿o era un Buick? para perderse en la memoria del barrio y, para irse, esta vez juntos, para siempre.
Encuentro
Tu vida va a ser larga –me dijo la gitana–. Veo plata y una mujer rubia, musitó. Me sostenía la mano con dulzura, como quien mira a su hijito lastimado con una astilla y sin consuelo. Yo, a mi vez, observaba su cara arrugada y oscura con ojeras verdosas, y entreveradas con el pañuelo, unas largas y encanecidas trenzas. Levantó la mirada y levantó la voz, me miró a los ojos y soltó: Hoy se tuerce el camino.
Ninguno bajó la mirada y hubo un silencio pesado.
A nuestro lado la gente pasaba y a nadie parecían llamarle la atención nuestros gestos que, por otra parte, hacía siglos que se repetían.
No quise ofender a la dama, pero tuve que esforzarme por no reír. Reír de amargura, claro. Hacía ya cuatro meses que me había mal separado. Separación que produjo un mes más tarde que me echaran del banco donde había trabajado más de veinticinco años. Cuatro meses donde, además de perder a mi mujer y mi trabajo, me resigné a vivir en pensiones de mala muerte.
A los cincuenta años me había vuelto alcohólico, mis amigos me esquivaban como a un leproso. Estaba solo, a punto de ingresar en la miseria y la bruja me profetizaba una larga y esperanzada vida.
Saqué unas monedas del bolsillo y se las di de mala gana. Para mí el juego estaba terminado. Me las recibió de peor forma, entre sorprendida y ofendida. Levantó el puño y, con un gesto teatral las tiró a la calle, indignada.
Di media vuelta y me fui.
La noche se acercaba y una niebla espesa empezaba a pegotearme la ropa. Corrientes entonces me pareció una calle sucia y deteriorada, como los dientes de la vieja, que seguía insultando a mis espaldas.
Caminé unas cuadras y me di cuenta de que no tenía a dónde ir, ni apuro por llegar a ningún lado. Nunca, en estos meses terribles había sentido tal sensación de vacío.
La vidriera del Imperio me devolvía una imagen melancólica; me vi pálido y flaco, avejentado, como si despertara de un sueño. Me costó reconocerme y al acercarme al vidrio dudando de lo que veía, la vi.
Como en una película donde el foco cambia de personaje, mi mirada me atravesó para verla. Estaba sentada justo detrás, con los libros y el diario sobre la mesa, con la misma mirada serena y atenta que, allá por los primeros 70, había conocido tan bien.
No sé por qué, ni para qué. No sé si entré por curiosidad o por desesperación, pero allí estaba, sentado frente a Ana después de veinte años.
Me