El gato canoso. Leonardo Killian
a la calentura.
Ana era ahora una mujer firme y decidida. A los cuarenta y siete, cirugía y gimnasia mediante, se la veía radiante. Aquella pálida trotsquista de brazos raquíticos que yo recordaba agitando una bandera roja y puteando a la cana entre los gases, era ahora una empresaria que facturaba bla bla. Y que merchandising más bla bla.
A medida que la escuchaba sentía más y más ganas de morder esos pezones que, aunque falsos, intuía generosos, y que me apuntaban descaradamente. Hacía tanto tiempo que no tenía contacto carnal con una mujer o algo que se le pareciera que, mientras escuchaba a esa absoluta desconocida sentí el viejo impulso juvenil (evidente contradicción) y al fauno que desplegaba sus legiones.
Llevaba más de media hora de penosa escucha y me sentía mareado y aburrido, humillado y pisoteado por tanto éxito.
De pronto, como si se hubiera percatado de mi presencia y con gesto interesado me preguntó si seguía fumando en pipa ese tabaco turco de olor tan asqueroso. Sorprendido, le contesté que en mi vida había fumado nada más que cigarrillos de chocolate. Obviamente me confundía y se confundía. Esto apagó mi ardiente deseo con un fustazo certero.
Miró su reloj y con fingida sorpresa me espetó una retahíla de: médico, sauna, terapia, abogado, colegio de los chicos, que hicieron el efecto de una lluvia torrencial largamente esperada.
Voy para Palermo ¿Te acerco?
No, voy para Belgrano, mentí.
Nos vemos otro día, mintió.
Te llamo, mentí yo.
Me quedé en la mesa mirándola caminar por la vereda, meterse en un taxi y perderse en la bruma.
Durante años había idealizado a la rusa. Ana era en mi fantasía la mujer ideal, una intelectual luchadora que yo había dado por muerta o encarcelada en los años negros. Esta imagen siempre se había colado entre Patricia y yo como una ortiga venenosa.
La verdadera Ana se había revelado fría y cínica. Aquella que mi memoria embellecía ni siquiera me recordaba bien y terminó asesinando su recuerdo en este encuentro fugaz, en una charla absurda.
No sabía si reír o llorar y cerré los ojos mientras repasaba la situación. Al abrirlos miré su silla vacía y, apoyado en el respaldo, su bolsito. Era de esos de cuero artesanal y colgaba olvidado e indefenso.
Rompí en mil pedacitos la servilleta donde había anotado su número y tomé el bolsito con el gesto natural del ladrón furtivo. Había una revista de yoga, algunos papeles que me parecieron recetas y un monedero de cuero. Tenía exactamente siete mil pesos, trescientos dólares y algunas monedas, una banelco y dos llaves.
Guardé el dinero en mi bolsillo y dejé el resto en el bolso que quedó en el respaldo de la silla esperando vanamente a su dueña.
Salí a la brumosa y húmeda noche. Caminé rápido las cuatro o cinco cuadras hasta la plaza y sonreí para mí cuando la vi. La vi de lejos, pero era inconfundible.
Estaba hablando con una parejita adolescente que amagaba con escaparse hasta que al fin la dejaron entre gritos y aspavientos.
Sentada bajo el farol, parecía esperar mi llegada mientras se acomodaba una chalina de enormes flecos con una dignidad que se me antojó de una nobleza de viejo linaje.
No se levantó y sólo extendió la mano. Mano donde dejé hasta el último billete y que ella hizo desaparecer entre sus enormes tetas con un gesto tan antiguo como su raza.
No me dijo ni le dije nada. La saludé con la cabeza y me volví a la noche.
Hacía mucho tiempo que no cantaba con tantas ganas.
Judas
El puesto de guardia estaba en silencio. Sobre unos bancos de madera los legionarios dormitaban apoyados en sus armas. Las calles estaban vacías, además la noche era fresca y oscura por la luna nueva, así que la llegada de los hombres en silencio y amparados por las sombras, solo fue percibida cuando ya estaban a unos veinte pasos de la fortaleza.
El centurión se levantó pesadamente y se adelantó. Del grupo, fue Pedro quien salió a su encuentro con paso decidido. El rudo soldado y el pescador conversaron unas pocas palabras en voz muy baja mientras este último con un gesto apenas perceptible le alcanzó al romano la bolsa de monedas; éste dio media vuelta hacia el puesto, despertó a sus compañeros y, entre risas ahogadas, fue repartiendo las monedas para luego, acompañado por dos de ellos, penetrar en la fortaleza.
Los hombres, inmóviles y silenciosos, observaban con la vista fija en la pesada puerta que, al tiempo, se abrió lentamente dejando ver a los legionarios que salían llevando a un hombre vestido como un campesino y con la cabeza cubierta.
Pedro volvió a adelantarse y, al quedar frente a frente con el prisionero lo tomó del brazo acompañándolo hacia el grupo de hombres que lo rodeó con un silencio emocionado. Uno a uno los fue saludando y, al llegar el turno de Judas lo besó en ambas mejillas y se retiró hacia atrás. En ese momento los soldados, con las espadas desenvainadas prendieron a Judas con violencia quien, sorprendido y aterrorizado, imploró a Pedro y a Jesús para que interviniera, pero ellos, rodeados por los demás se perdieron rápidamente en la noche de Jerusalén.
Esa misma madrugada Jesús fue llevado hasta el pequeño puerto de Cafarnaún donde la casa de Simón le serviría de albergue seguro. El trato con los romanos había sido claro: por el pago de treinta monedas de oro, la entrega del zelote Judas, a quien los espías del imperio hacía tiempo habían señalado como violentamente anti romano y potencialmente peligroso. Los problemas que tenía el Sanedrín con el llamado Mesías los tenían sin cuidado. Por último, éste debería desaparecer de la escena pública durante un largo período.
Juntar el dinero no había sido sencillo, fue preciso llegar a las amenazas e incluso al robo de la rica nobleza hebrea que los detestaba, pero les temía demasiado como para denunciarlos.
La decisión de entregar a Judas desgarraba a Pedro y a muchos de los fieles que, aunque ya sabían que se trataba de un zelote, condición que aquél apenas disimulaba, era un compañero fiel, y en todos estos años había seguido con lealtad al maestro. Los corruptos pero inflexibles legionarios habían prometido la entrega de Jesús sano y salvo, ya que los cargos de sacrilegio y blasfemia o la pretensión de reinar sobre los judíos con que lo había acusado el Sanedrín ante Pilatos los hacían reír. Era a Judas a quién querían ver muerto.
Un viernes de Nizan los reos fueron sacados de la prisión cargando el pesado patibulum y se los hizo marchar hacia el noroeste de la ciudad, hacia el monte Gólgota.
El rostro del que decía ser el rey de los judíos estaba desfigurado por los golpes y por la sangre que manaba de su cabeza herida por una corona de espinas que alguien había colocado para mayor humillación y escarnio. Por el camino al calvario fue insultado y escupido, apaleado y pateado sin misericordia, aunque ni una queja salió de su boca, ya que le habían arrancado la lengua y su silencio estaba asegurado.
Junto a los otros reos fue crucificado y en pocas horas, ya moribundo, rematado a lanzazos.
Los soldados mantenían alejados a los curiosos entre los que se encontraban algunos que habían conocido al Maestro, aunque muy difícilmente pudieran reconocerlo con el rostro destrozado y a la distancia en que se hallaba la cruz.
Por la noche el cuerpo fue retirado y ocultado en secreto. Media docena de fieles compañeros se resistía a dejarlo a merced de las bestias de carroña y por la mañana la ausencia de un crucificado no preocupó demasiado a los hombres de Roma. Para el procurador el problema había terminado.
En Galilea, Tiberíades y en toda Judea, la muerte del Nazareno en el suplicio corrió de boca en boca. Para la mayoría, esto demostraba que era un falso Mesías, ya que Yahvé no lo habría abandonado en la cruz; para otros en cambio, esto aseveraba su condición divina, incluso se decía que semanas después de muerto se lo había visto caminar entre los vivos como si nada. Evidentemente había vuelto, había triunfado sobre