Atrapados en el umbral. Francisco López-Porcal
Cuando llego al puerto la tarde declina. El sol de noviembre va tiñendo de un tenue anaranjado la dársena envuelta en un velo de bruma suave. Una brisa húmeda sopla de manera apacible. Desde las terrazas acristaladas del edificio Veles e Vents, de lejanas resonancias poéticas, observo el contorno cuadrado de algunas bases que albergaron en el pasado a los equipos de la Copa América. Silenciosas, cerradas, parecen añorar el trepidante ambiente de veleros seguidos por la mirada de un público variopinto que, desde este privilegiado mirador, curioseaba las regatas y el desfile de jóvenes y mayores, luciendo, o no, la indumentaria náutica del momento. Al fondo distingo, algo borrosa, la esbelta silueta afrancesada de la torre del reloj en la antigua estación marítima. Por un momento intento trasplantar a este ámbito la intriga que me inspira la novela El precio de un secreto, de Fernando S. Llobera. Nadie hubiera podido sospechar, en medio de esta festiva exaltación de la vela, la persecución que sufren Lucca Corsini y Aleksandra Pavlova por el mafioso ruso Viktor Stonovich a causa del disco de un ordenador cuántico capaz de revolucionar el mundo de las comunicaciones. Confieso que con la lectura de algunos párrafos llegué a sentirme un figurante seleccionado para participar en una película de acción, de esas que arrojan una inusitada cascada de secuencias cortas y rápidas que mantienen en vilo al espectador, o al lector. No sé, depende. Quizá una situación intrigante similar a un thriller de la cinematográfica serie sobre el Caso Bourne, o tal vez encontrándome a Lucca Corsini, en el papel de James Bond, y a su chica Aleksandra, correteando en otros puntos de Valencia, en cualquier terraza de la plaza de la Reina, del barrio del Carmen o de otras tantas que abundan en las cafeterías y bares de esta ciudad, huyendo del acoso de los guardaespaldas de Stonovich, Vassyly y Markus, tipos de facciones amenazantes, colmadas de ferocidad, semejantes a dos sombras vigilantes en busca de su presa. Llobera nos presenta a Aleksandra como un prototipo de lo que podíamos denominar «chica Bond», mezcla de belleza y sensualidad, determinación e inteligencia, de seguridad apabullante y fragilidad aparente. Me detengo en la descripción del novelista y pienso en Úrsula Andress y el famoso bikini en su intervención en James Bond contra el doctor No, allá por la década de los sesenta. Ambas mujeres, Aleksandra y Úrsula, son suizas; la primera economista y la segunda actriz. Las dos con las mismas cualidades en la ficción literaria y en la del celuloide. Pero, insisto, nadie en el animado ambiente de la dársena hubiera intuido una historia de perseguidores y tiburones financieros. En ningún momento de la novela, creo, el público asistente a las regatas percibe estas persecuciones. De haberse producido, hubiera tenido la misma sensación de indiferencia e incredulidad que el espectador advierte también en los films del agente 007 en los que la multitud, ajena a las persecuciones, prosigue su ritmo normal solo alterado escasamente cuando se derriban los puestos de un mercado callejero o se alcanza el objetivo de capturar al enemigo de los servicios secretos, a través de los tejados y terrazas de, pongamos por caso, la ciudad italiana y monumental de Siena, como sucede en la película Quantum of Solace.
Retomo de nuevo el curso de la historia de Llobera e intento situar en este escenario real donde me encuentro la intrigante historia de citas y encontronazos en yates lujosos, como el de Günther Müller, el excéntrico millonario alemán al que todos los días le servían crema vichyssoise que mandaba traer por avión desde Bistro Otto, en Berlín. Un hombre peligroso a la búsqueda de un codiciado disco en cuyo empeño andan también Lucca Corsini y Aleksansdra Pavlova. Se trata de un dispositivo tecnológico que contiene una computación cuántica capaz de cambiar el mundo, apunta Müller. Su mundo, sostiene Aleksandra. Un tipo este, el teutón, que no puedo evitar, pero que cada vez me recuerda más al doctor No o a cualquiera de los personajes villanos de la serie Bond.
Apoyado en la barandilla de Veles e Vents contemplo la antigua dársena. La calma es total. De vez en cuando se escucha un estrépito de automóviles que llega apagado por la distancia, o el chirrido de una gaviota solitaria que revolotea incansable alrededor de unas boyas mar adentro. Al fondo, las luces de la ciudad comienzan a temblar parpadeantes en el agua oscura. El crepúsculo se adueña de la tarde y el mar se ha vuelto opaco, solo fugazmente iluminado por los surcos nacarados de una embarcación que abandona el canal deportivo. A la derecha, en los jardines contiguos al paseo, se divisa en la lejanía un incesante hormigueo de siluetas menudas que se agrupan y se dispersan de manera caprichosa en su regreso a casa. El cielo se muestra cambiante. Nubes rotas de tonalidades moradas se alternan con otras rosáceas impulsadas por un viento cada vez más húmedo y penetrante. Me levanto el cuello del abrigo y prosigo mi camino. Antes de abandonar la dársena echo un vistazo. Veles e Vents aparece al fondo, níveo y etéreo, solitario y desahuciado, esperando en silencio el protagonismo de mejores tiempos en los que una Valencia jugaba de manera pretenciosa a reinar sin poder en un mundo elitista. La oportunidad se presentó costosa para que buena parte del planeta supiera de la existencia de esta ciudad más de dos veces milenaria. No era necesario tanto. A la vieja dama le sobran atributos para darse a conocer. Aunque, bien visto, y a pesar de todo, la imagen de la Valencia náutica o la del motor han prendido sorprendentemente mucho más allá de sus límites geográficos.
II
A las dos de la tarde de ayer tomaba tierra el vuelo directo desde Orly. Al recoger el equipaje me quedé observando las instalaciones del aeropuerto de Manises. Un largo pasillo de dos plantas. Por el aspecto se diría que ha ido estirándose en sucesivas ampliaciones, algunas de ellas parecen bastante recientes. Me recuerda a una grand-rue, o calle mayor como se diría aquí, con servicios de cafeterías, facturaciones de equipajes, salas de espera a un lado y a otro. El taxista me ayuda a introducir la maleta trolley en el coche y me siento atrás con la mochila. Conecto el móvil y aviso en casa de mi llegada. La autovía que conduce al centro es breve y al pasar el nuevo cauce del río Turia, entro en Valencia. Según los indicadores que voy leyendo, Mislata queda a la izquierda y Xirivella a la derecha.
―Tiene usted acento francés ―me dice el taxista.
―Acierta ―le digo―. Soy parisino y vivo en Montmartre.
A medida que vamos llegando al centro voy reconociendo diversos lugares emblemáticos, San Agustín, la calle Xàtiva.
―Hace tiempo que no venía usted por Valencia, ¿no? Pues parece que vaya usted recordando.
―Es la primera vez, nunca había estado aquí ―apunto yo.
El taxista, perplejo, frunce el ceño y muestra su extrañeza.
―Pues no lo parece ―exclama.
―Bueno, es que he leído un poco sobre esta ciudad ―le contesto, al tiempo que fijo la vista en un punto indeterminado. Tiendas, escaparates, semáforos, transeúntes, se asocian al bullicio propio de la ciudad. Mientras, voy recordando la jornada de ayer cuando me despedí de mis compañeros de trabajo. Les dije que volvería en unos días. He aprovechado un hueco en mis clases y las obras en las instalaciones de la Universidad. Guardé bien mis cuadernos, libros, papeles y archivadores. Incluso vi cómo los pintores desmontaban la placa con mi nombre a la derecha de la puerta del despacho. Maurice Clichy. Département de Littérature espagnole et hispano-américane.
El taxi me deja en la puerta del hotel, en una recoleta plaza muy cerca del Ayuntamiento. Mientras voy bajando el equipaje observo el entorno. En el centro, bajo unos frondosos plátanos, el rumor del agua envuelve a tres ninfas junto a tres cisnes broncíneos que se elevan sobre una taza de piedra circular. Durante un momento se me nublan los ojos al recordar el pasado tan lleno de episodios que encierra este lugar, antaño palacio de los Vilaragut, aquella familia de poderosos nobles que se disputaban el dominio de la ciudad con otro linaje, el de los Centelles, dos bandos irreconciliables. La crueldad de sus acciones penetra en el terreno de la ficción en Diumenge de glòria, en cuyas páginas Vicent Ortega enlaza una serie de episodios crueles y sangrientos que erizan la piel del lector a causa de la fiereza de aquellos personajes. Antes de alojarme en este hotel ya lo hizo en este solar el Papa Benedicto XIII, sus paredes también acogieron al matrimonio de Alfonso el Magnánimo y María de Castilla y fue lugar de encuentro entre els agermanats y el cardenal Adriano de Utrecht, el futuro Adriano VI. El tiempo ha ido solapándose en una paciente amalgama interminable de escenarios cambiantes, solemnes, misteriosos, suficientes para hilvanar una espesa madeja de lances y percances ajenos al transeúnte habitual o a la pareja que tranquilamente está sentada en la terraza colindante tomándose