Atrapados en el umbral. Francisco López-Porcal
se lo atribuyó en Més enllà de la mar. Clara llega procedente de su Menorca natal, huyendo de los recuerdos y asumiendo su recuperación tras la quimioterapia recibida. El vacío de su crisis personal lo hace extensible a una atmósfera que ella considera hostil, irrespirable. Tampoco le ayuda el bochorno veraniego con que le obsequiaba Valencia a su llegada. Si su actitud es la de refugio, la mía es todo lo contrario, o eso pienso. La suavidad del otoño en estas latitudes me estimula cuando contemplo las numerosas terrazas al aire libre repletas de gente en cuyo rostro se dibuja la jovialidad y el regocijo. El carácter mediterráneo transforma en festivo el intenso ambiente de sus calles. Creo que, tras instalarme en mi habitación, tomaré algo en el comedor y subiré a descansar un poco para emprender después mi aventura con la mejor disposición. Quiero llegar a tiempo para contemplar el atardecer en el puerto, frente al Mare Nostrum.
Confieso que la decisión de viajar a Valencia estuvo envuelta en el azar, como muchas secuencias de nuestra vida. Descubrí en una pequeña librería cercana a mi casa, en rue Yvonne le Tac, una reciente publicación sobre el espacio narrativo y las ciudades literarias de un tal Roberto Leizarán. El estudio sobre el imaginario de Valencia aportado por este autor me sedujo inesperadamente, un tema sobre el que no había reparado y que, por supuesto, desconocía por completo. Ahora que pienso, no es demasiado conocida esta ciudad, al menos para mí. Como sucede con tantos lugares en el mundo, hay que descubrirlos, quizá porque no les haya llegado su oportunidad. Cuando la han alcanzado, quizá llegue el arrepentimiento colectivo de haber perdido en el camino gran parte de su esencia preservada en el frasco del anonimato. Después de leer detenidamente el libro, me sorprende la extensa producción literaria generada alrededor de esta urbe. Nunca lo hubiera sospechado. A partir de ese momento decidí ampliar mis conocimientos sobre el pasado de Valencia y profundizar al mismo tiempo en su narrativa. Aprovechando mis ratos libres, la lectura me fue lentamente sumergiendo en las luces y en las sombras de los personajes, asociados a los momentos de esplendor y decadencia de esta ciudad. Decía Félix de Azúa que uno de los misterios de la literatura es el de su función de memoria impersonal, cuando logra recordar y revivificar el conjunto o totalidad de una época. Por ello, al terminar la lectura somos testigos de un espacio sensorial que nunca conocimos, porque nunca estuvimos allí. Ese es el verdadero misterio de la literatura, nuestro poder de imaginar. Y ello es posible gracias a ese «mapa mental» de los espacios que nuestra mente va creando a medida que nos adentramos en la historia del relato. Recuerdo esa sensación cuando leí la novela de Saramago El año de la muerte de Ricardo Reis, su lectura me transportó al imaginario de la Lisboa del Dr. Reis, uno de los heterónimos de Pessoa. La melancolía del personaje se fundía en las calles de una ciudad decadente pero bella, envuelta en tonalidades perla y ceniza por la persistente lluvia de los temporales atlánticos. Pero también adornada por los ocres de los soleados atardeceres que iluminan las colinas, sus miradouros. Mi decisión de conocer la capital lisboeta fue repentina. Deseaba emprender, junto al ficticio Dr. Reis, el laberinto urbano de sus interminables paseos. En ocasiones, la fidelidad del texto al paisaje urbano es tal que la imaginación queda muy cerca de la realidad. Tal vez Saramago ha trazado en algunos párrafos una línea muy delgada, tan permeable que constantemente se intercomunican ficción y realidad. En este punto me vienen a la memoria las palabras de Guillermo Díaz-Plaja cuando manifestaba que la delicia está muchas veces en las rectificaciones que la realidad nos procura, al no coincidir con el clisé preestablecido. Todavía la literatura tiene la capacidad de la mirada subjetiva, lejos de los planteamientos de los viajes turistizados, que permite al lector el auténtico descubrimiento de una ciudad, no precisamente de la imagen que se nos ha querido vender. Y en este cometido tiene gran trascendencia la capacidad artística del escritor, pues lo será en gran medida cuanto mejor sepa interpretar la emoción del paisaje. En este sentido, Azorín manejaba a la perfección la pincelada necesaria, justa, para trasladar al texto la realidad directa pacientemente observada. Me pregunto cuántos lectores se han acercado a Italia por las descripciones magistrales de Goethe, a Lisboa por la deliciosa asociación lograda por Saramago al integrar la imagen decadente y triste con el estado de ánimo de cualquiera de los heterónimos de Pessoa, o quién no ha resistido la tentación de desplazarse a Buenos Aires y a París tras los pasos de Cortázar, auténticos espacios míticos minuciosamente analizados por los itinerarios urbanos de Miguel Herráez en su obra Dos ciudades en Julio Cortázar. De esta manera la función del misterio de la literatura se materializa en el lector cuando, al terminar el libro, ya nos lo recuerda Félix de Azúa, sabe a qué huelen las avenidas o cómo resuenan los pasos al caminar por una calle cualquiera. Quizá el escritor en ningún momento haya aportado dato alguno sobre estas particularidades. En realidad, son aspectos añadidos por nosotros mismos, lectores, que nunca estuvimos allí, pero que hemos convenido el reto de aceptar la verosimilitud del texto. Como curiosidad, al hilo de estos pensamientos en el sosiego de la habitación del hotel, recuerdo la detallada descripción del paisaje de las islas Lofoten, que efectúa Allan Poe para su cuento Un descenso en el Maëlstrom. A través de la exactitud de los datos escritos, el autor norteamericano, sin haber estado nunca en Noruega, consigue atrapar al lector en una perfecta asociación de mitología y psicología dentro del ritmo prodigioso de la narración. Lúgubre y gélido, así había imaginado Poe este remoto paraje.
Movido por ese afán que cierto día me impulsó a conocer Lisboa, hago lo propio con Valencia. Al descubrir en su narrativa los centenares de voces instaladas en sus espacios urbanos, no solo conectas con el autor, sino que en cierta manera te conviertes en él, guiado por sus pasos y sus intenciones. Pero también te descubres a ti mismo. Reconozco que me he sentido identificado con muchos de los tipos, quijotes y caballeros andantes, héroes y petulantes y pobres diablos de mirada maliciosa e inquietante que, tratando de huir de sus ámbitos, han quedado atrapados en las páginas de la ficción. Quizá al redimirles me redima a mí mismo. Admito además otra razón muy poderosa. Me entero por la prensa digital de la restauración de los frescos de la iglesia de San Nicolás. Un hecho sorprendente para la sociedad valenciana y, a su vez, resaltada en los medios de comunicación de toda España. Las fotografías de los periódicos son muy convincentes y dada mi fascinación por la historia del arte, el resultado de la espléndida recuperación de unas pinturas que, al parecer, tienen gran mérito, me estimula y me seduce. Indago sobre los comentarios tan complacientes de Gianluigi Colalucci, el restaurador de los frescos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina. Colalucci ha seguido de cerca la complejidad del proceso llevado a cabo en aquel templo valenciano con las técnicas más avanzadas. Una restauración de gran mérito, pues no ha sido fácil la recuperación de unos frescos muy bien ejecutados técnicamente, apunta el restaurador italiano. Busco la autoría de tan arduo trabajo sobre la incomodidad de una bóveda gótica, una superficie muy irregular con muchos recovecos. Localizo el nombre de un tal Dionís Vidal. De este pintor, tan admirado ahora, poco o nada se conoce y eso me parece extraño. En cambio, de su maestro, Antonio Palomino, cordobés de nacimiento, he encontrado bastantes referencias. De Vidal nada. Apenas hay rastro de él. Es curioso, pero ni tan siquiera tiene una calle en su ciudad. Este hecho me dejó pensativo e intrigado por averiguar las verdaderas razones de esta misteriosa invisibilidad. Me pregunto si los documentos encontrados de Palomino me arrojarán algo de luz en esta y en otras cuestiones. Se trata de un pliego de cartas manuscritas fruto de la correspondencia entre Palomino y Luca Giordano, cuando ambos coincidieron en la corte de Carlos II de Austria. Las encontré por casualidad en Marché Brassens1 entre las páginas amarillentas, ambarinas, de un libro sobre el pintor italiano que adquirí a buen precio. Tal vez porque nadie advirtió el valioso hallazgo que hoy sostengo entre mis manos. Todo un auténtico descubrimiento. Ignoro cómo ha podido llegar a este lugar ni tampoco entiendo que estos pliegos pasaran desapercibidos en esta librería de viejo. Alguien debió guardarlos y olvidó separarlos para su custodia. Ahora lo estará lamentando. Quizá me ayuden a desvelar la relación entre Vidal y su maestro. Probablemente no fuera fácil.
Tampoco ha sido fácil mi relación en la Universidad debido a la influencia de la banda del Olimpo. Bueno, es únicamente un mordaz apelativo que existe solo en mi mente para designar a un grupo de profesores del departamento. Gozan del beneplácito del Director de Investigación al que seducen con su petulancia intelectual. Gustan de reunirse con becarios muy implicados cuyas brillantes investigaciones anónimas lucen ya editadas y recomendadas en los círculos más influyentes de la Universidad. La autoría de estas publicaciones nunca ha reconocido el esfuerzo de estos alumnos. En