Los tiempos de Dios. José Luis Valencia Valencia

Los tiempos de Dios - José Luis Valencia Valencia


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de la sala, sin luchar, sin hablar, con la mirada rota. Mamá no permitía que nadie hablara de mi hermana como si estuviera desaparecida. Si le tocaban el tema, ella sacaba fotos de Ana, se las mostraba y les contaba qué buena hija era. Mamá se comportaba como si realmente creyera que Ana no estaba desaparecida y no tenía la menor intención de buscarla. Esa era chamba de Dios. Yo no puedo eso, a mí nomás me queda seguirle a pesar del tiempo, las amenazas y la indiferencia de quienes tendrían que estar buscándola y no tratarla como un expediente amontonado en un escritorio. Yo no puedo hacer lo que mis viejos. Yo tengo que buscarla, porque mientras hay vida, hay esperanza. No es que no esté cansado o que no duela, pero, cómo dejar de buscarla si crecimos juntos, yo la cuidé, le cambié pañales. ¿Toda una vida juntos y dejar de buscarla así nomás? No, yo no podía.

      ***

      Me llegó el sueño. Entre la hinchazón, el sudor y la sangre, ya no puedo abrir los ojos. Ora sí no siento nada de nada. Nomás cansancio y sueño. Voy a dejar los ojos cerrados un rato. Ahora que pararon, dejaré de gritar para descansar la garganta. Tampoco voy a pensar, la cabeza también necesita parar. No me estoy rindiendo, es nomás un respiro. Hasta ellos están tomándose más tiempo del acostumbrado para regresar a hacer lo que me hacen. Casi me quedo dormido, pero escucho el ruido de una puerta que se abre. Pasos, risas. “Llegó el patrón”, dice alguien. Levanto la cara, entreabro los ojos. El patrón usa una gorra brillosa, playera vaquera y botas verdes oscuras. “Acá está la oreja, Viejón”, dice alguien señalándome. El Patrón me observa, levanta las cejas con decepción. Mira a sus sicarios, sacude la cabeza y se va sin pronunciar palabra.

      “Híjole, pariente, nos equivocamos. El Patrón quería que levantáramos a otro güey. Un bato que anda buscando a una de sus novias. Y pos como andabas de preguntón pensamos que eras tú. Ah la verga, pos qué te digo, compadre. A’i disculpa el repasón que te dimos y pos pa’ qué andas asomando la cabeza ‘onde no debes”. Uno se empezó a reír. “Pos qué traes”, preguntó el otro. “Pos ve la putiza que le acomodamos a este pobre cabrón y nomás de a gratis, a lo puro pendejo”.

      ***

      Doña Carmen sale todos los días al portal de su casa, siempre de tres a siete de la tarde. Se sienta a esperar a sus hijos. “Ya volverán, ya verán, los dos van a regresar”, dice a los vecinos que se han acostumbrado a mirarla bajo el sol o resguardándose de la lluvia con un paraguas anaranjado. José, su marido, murió de cáncer en el estómago hace más de un año. “Fue la tristeza, ya le hacía falta abrazar a los niños. Tristeza y falta de fe, porque él creía que ya no iban a volver. No me lo dijo, pero en su mirar había mucha resignación de la mala”. Carmelita, como le dicen los niños del barrio, nunca ha pisado la Procuraduría ni ha hablado con la policía, no ha dado ni una sola entrevista ni visitado las morgues. No ha hecho nada de las cosas que hacen los que tienen un desaparecido porque ella no está buscando a sus hijos, los está esperando. “Yo sé que están vivos y que vendrán cuando Dios disponga. Por eso estoy en calma, ellos van a venir a casa y vamos a cenar juntos, como antes. Y ya que estén aquí, a lo mejor nos cambiamos de casa o nos vamos para el pueblo, ya tengo su maleta hecha, una para cada uno. Sí, mejor no estar mucho más aquí. Pero ya verá que regresan, los tiempos de Dios son perfectos, nomás hay que tener paciencia y esperar”.

      Pa’trás

      No vi nada, nomás escuché dos tronidos y ya después nada. No iba pensando bien hacía rato, ya iba mal antes de que el tipo se bajara de su auto y caminara con desgano hacia el mío. Estaba encabronado, desesperado y no reaccioné, ¿cómo adivinar que iba a hacer lo que hizo? Me quedé sentado, apretando el volante, fuerte, con las dos manos y, de pronto, así sin más, él ya estaba parado junto a mi ventanilla. No tenía cara de que era… de que iba… me miró con enfado, como aburrido, cansado, torció la boca, sacó una pistola de detrás de su espalda y la puso frente a mí. Quise brincar al otro asiento, pero el cinturón de seguridad me paró de un tirón. Cerré los ojos, levanté las manos, me cubrí con ellas como si pudiera detener la bala o las balas, no sé cuántas, pero yo alcancé a escuchar dos tronidos.

      Era un tipo flaco, no muy alto. Usaba lentes de aumento y camisa de vestir con corbata. Parecía un oficinista cualquiera hasta que sacó la pistola. Conducía un Chevy plata, limpio, muy limpio. Había estado delante de mí desde hacía algunas cuadras y luego se puso de primero en una larga fila de autos que esperábamos la señal del semáforo para avanzar. La luz verde estaba encendida, pero él no se movía ni nos dejaba pasar. Desde mi coche lo vi agachado, imaginé que estaría revisando su celular, sin hacer caso al semáforo que tenía enfrente ni a la fila de autos que estábamos detrás. Yo ya venía de malas desde antes, tenía prisa, tenía que llegar y él no avanzaba. Entonces toqué el claxon, ni siquiera fue una mentada, sólo un pitido largo, colérico, desesperado.

      Sé que no está bien, que uno ya no puede andar haciendo esas pendejadas porque no sabes con qué clase de gente te vas topar. Yo sabía eso, pero hoy no podía esperar, tenía prisa y no pensé. Otro día no habría pasado, verdad de Dios que no soy atrabancado, normalmente no me molesta andar despacio, me gusta conducir y escuchar la radio, encender un cigarrillo y llevármela tranquila. Así que cuando voy en el auto no hago corajes por el tráfico, ni por los avorazados que avientan el coche a lo güey sin poner la direccional, ni por los que van texteando mientras conducen, ni por las doñas que se van maquillando sin mirar por dónde van. Soy un tipo tranquilo, en mi trabajo se aprende a tener paciencia: manejo un camioncito de aeropuerto, de esos que llevan a la gente de las puertas de embarque al avión y luego de regreso. Lo único que hay que hacer es conducir en círculos, a paso de tortuga. Así que en las calles generalmente también soy así, voy en lo mío y dejo que los demás hagan lo suyo. Pero hoy era diferente, ella había llamado y yo salí corriendo, había cruzado casi toda la ciudad, cerca de una hora a vuelta de rueda, sin cigarros, me punzaba la cabeza, tenía la garganta seca y la panza dura. Ya había perdido mucho tiempo y estaba a nada de llegar, un par de cuadras más y listo, pero ese cabrón del Chevy plata no se movía, estaba en su teléfono, no miraba el semáforo, no avanzaba y yo no podía hacer nada, sólo tocar el claxon para que se desapendejara, mirara el semáforo y me dejara pasar.

      A toro pasado, si me hubiera esperado tantito, habría perdido, a lo mucho, un minuto o dos, pero yo ya no estaba bien, cruzar Lázaro Cárdenas me había desquiciado, y es que fueron cuarenta minutos atrapado entre cientos de autos que apenas avanzaban. Ahí vaya que hubo un concierto de pitidos, muchos hicieron sonar su claxon, ellos sí con mentadas y todo, pero nadie echó bronca ni salió a tirar de balazos. Me tocó mirar cuatro choques, todos igualitos. El conductor de atrás le pega al de adelante. El de adelante se baja, con cara seria, de enfado, para revisar la defensa de su auto, que no tiene ni un rayón, ¿cómo le va a pasar nada si van a vuelta de rueda y no hay espacio para que se peguen en serio? El de atrás, con cara de susto, se baja preguntando al de adelante si está bien. El de adelante lo mira con ojos de “si serás pendejo” y se soba la nuca. Los dos se quedan allí —el de adelante acariciando su defensa y el de atrás hablando por celular—, esperando al del seguro que puede tardar entre 35 minutos y una vida en llegar. En los carriles laterales, los autos avanzan despacito para mirar de cerca y hacer todo más lento. Pinches morbosos, nomás armando desmadre.

      Yo ya venía hasta la madre porque desde carretera a Chapala había sido la misma chingadera, nomás metido entre tráileres y camiones de carga. Pasé junto a un tráiler que se había volteado, los otros conductores, en todos los carriles, iban despacito, mirando el accidente, como buitres. Allí estaba ese pinche tráiler todo patas pa’rriba, con la caja torcida, rota por la mitad, rodeado de patrullas que estaban sin hacer nada, pero con ganas de estorbar. Total, desde el aeropuerto hasta los Arcos del Milenio ya llevaba hora y media en el carro. Estaba ansioso y emputado porque llevaba rato avanzando casi nada, por el sol, por el calor, por el humo de los coches y porque no traía cigarros —cuando ella llamó, nomás colgué el teléfono y salí hecho la raya, no pasé por mi chamarra ni mi mochila ni nada.

      Ya en confianza, lo que más me calaba es que mi mujer me lo había advertido. Me había rogado que hoy no fuera a trabajar,


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