Un ángel y un nazi. Elena Sicre
estaba dispuesto a marcharme cuando se me ocurrió hacer una última pregunta:
—Perdón, arcángeles magníficos, ¿podría saber de quién se trata? Será alguien muy especial, ¿no es cierto?
—Claro, es Benedetto. Le conociste bien. Suerte y hasta pronto.
Tratando de mantener la compostura y en una alegoría sin sentido, gesticulé una sonrisa. Pedir explicaciones era inútil y, a pesar de que mi forzada felicidad fue bien recibida, no tenía ni tiempo ni ganas de alegrarme. Mi corazón quería escabullirse como fuera, pero por encima de mí se erguía su respeto; así pues me quedé con un palmo de narices. Ya no se trataba de ir a buscar un alma cualquiera, sino la de aquel que había arruinado mi vida por completo. Hombre afortunado, desalmado y engreído: machacó mi carrera y mi futuro. Me sentí medio muerto, pájaro enlutado de invierno. ¿Cómo era posible que tuviese que traer de la vida a ese tío? Me reconcomía el pensarlo. Pero así fueron las cosas y así sucedieron: las luces se fundieron en tinieblas y por un instante creí desfallecer. Mi energía se esparció en pequeños pedacitos por el infinito. No dije ni una palabra más: ese día aprendí tanto silencio que apenas me ha quedado luego nada por decir.
Tras meditarlo decidí asumir mi encomiable trabajo: debería de ayudar a aquel miserable y nadie como yo, que bien lo conocí, entendería sus torpezas. Resolví ir con buen ánimo porque la alegría otorga una fuerza inconmensurable. Les pedí a mis querubines que me aguardasen tranquilos, pero alerta; prefería bajar solo a la Tierra.
—¡Y, por favor, nada de coros! ¡Siempre hacéis lo mismo cuando os dejo solos!
Me despedí rogándoles que fuesen haciendo sitio para el siguiente desgraciado. Desplegué en cruz mis alas y bajé volando a buscarle.
Sobrevolé el Otro Mundo dejando atrás sus innumerables dependencias que ya conocía como la palma de mi mano y surqué el cielo infinito, derechito a la Tierra.
—¡Tierra a la vista! —anuncié con sorna tratando de localizar su fabuloso chalé cerca de la costa.
Mientras lo hacía, pensé que la Muerte no nos había separado tanto: el hilo que nos unía aún no se había cortado. Benedetto continuaba siendo para mí algo especial, seguía siendo él, quien me había destrozado la vida. Aún recordaba las cosas que compartimos juntos. ¿Por qué iba yo a olvidar a aquel desgraciado? ¿Por haber desaparecido de este mundo se iba a borrar de un plumazo todo el dolor que me había causado?
El día que nos presentaron me resultó hasta simpático: hablaba rápido, era divertido, mordaz y algo agresivo; sus aspavientos, gestos y tono de voz articulado, alto e irónico, hacían de él una persona muy particular. Bien bronceado, con un traje sastre impecable, se movía con la seguridad de quien se siente por encima del bien y del mal. A pesar de su mala leche, sonreía constantemente; miraba sin cohibirse con sus ojos verdes algo pálidos y, debido a un tic nervioso, apretaba sus finos labios de un modo espasmódico. La oficina era su palacio, los clientes sus amigos y el despacho su refugio; allí se encerraba de vez en cuando y hablaba solo, en francés, inglés y hasta en italiano, porque dominaba cuatro idiomas a la perfección. Estudió tres carreras, sin duda un cerebro y un trabajador incansable. En su mente todo era posible y si no lo era había que inventarlo. Mis compañeros enmudecían a su paso. Era un hombre temido, sí, pero a la vez admirado.
Nuestra relación fue siempre buena, más que eso fructífera. No había nuevo cliente que se nos resistiera: por muy complejo que este fuera, entre su labia y mi capacidad convertíamos lo simple en extraordinario. De él lo aprendí todo. «¡Si quieres ser grande, piensa a lo grande! —aseveraba—, ¿o crees que un Porsche puede pensar como un Seat? La publicidad lo es todo amigo mío —me confirmaba ya más sosegado—. Pero ojo, si no estás en la mente del consumidor no existes». Argumentaba como nadie, se expresaba de maravilla, se movía por las salas de reuniones cual leopardo en la selva. Su palabra era ley, enormes sus fuerzas e inconmensurables su sabiduría y sueldo.
Pasaba muchos fines de semana navegando, tenía una esposa bellísima y más amantes que don Juan Tenorio; petulante, prepotente, superhombre. Hubo un tiempo en el que yo habría dado mi vida por mantenerme a su lado, ser su ojo derecho: si seguía su ritmo, yo también sería algún día «grande»; y con ese espíritu de superación mantuve con él y con la agencia una relación de amor-odio constante. Trabajaba demasiado, pero él siempre era capaz de compensarme: ascenso tras ascenso hasta convertirme en el consejero delegado más joven de la profesión.
«¿Más dinero, Gabriel? ¿Qué necesitas para ser feliz? —me preguntaba a menudo—. ¡Vente a Saint-Tropez con nosotros este verano! ¡No puede ser que aún no conozcas la Riviera francesa! Tú y tu mujer disfrutaréis de lo lindo. No seas tonto. Algún día dirigirás este negocio, yo ya me voy haciendo mayor…». Vetusto, pensaba yo…; pero el tío no se retiraba ni a tiros. A punto de cumplir sesenta y cinco años y trabajando a destajo, ni un traspié, ni un solo fallo, hasta que un día las cosas se torcieron.
III
Había pasado una eternidad. ¿Cómo estaría? ¿Mantendría su buen aspecto? ¿Sería feliz o le habrían consumido los años? Desde que abandoné la Tierra no hice otra cosa que intentar olvidarle: ahora que iba a reencontrármelo estaba excitado, nervioso, poseído por una curiosidad morbosa y malvada. «Por fin, ya te toca. Aquí estoy; verás qué sorpresa te va a dar la Gran Dama…» y reí para mis adentros. Absorto por completo en mis pensamientos, cuando quise darme cuenta me hallaba en su habitación.
Su cama de matrimonio estaba cubierta por un edredón floreado pasado de moda y las mesillas de noche con dos lámparas de biblioteca verde oscuro a juego, muy austeras y británicas, bien podían haber sido compradas en el mercadillo londinense de Portobello; apenas alumbraban, por cierto. Un gran bote de viagra y múltiples fotografías familiares dispuestas en una estantería justo a la derecha del cabecero de la cama. Pero de Benedetto nada. Jamás en vida me había desorientado y una vez muerto menos todavía: «Será una broma; ya decía yo que esto me daba mala espina». Entonces, escuché unas risas en la habitación contigua:
—Te amo —decía ella.
—Sí, claro, por supuesto que le amas —ironicé yo al entrar y contemplar su despampanante aspecto.
—Yo a ti te a-do-ro —replicaba él para limpiar su conciencia y sin ningún entusiasmo.
Parecía bebido por la dificultad con la que hablaba y la torpeza con la que se movía. Sentado al borde de la cama, iba desvistiendo desmañadamente a la joven despampanante: primero, el sujetador; después, el resto de la mínima y delicada ropa interior: braguitas, medias, liguero y un pequeño etcétera que iba colocando como podía a los pies del lecho. Pasados unos minutos, corrió hacia su habitación para tragar de manera imperiosa dos formidables pastillas azules; esperó largo rato a que hicieran efecto y, al ver que su Lázaro no se levantaba, reculó hasta el salón y, con un sorbo de güisqui, engulló una tercera. ¡Qué barbaridad! Le observé cohibido; pero ¿por qué tenía yo que presenciar semejantes cosas?
Ahora sí, ardiente de deseo se aproximó hasta la chica y sin prolegómenos ni preámbulos la penetró bruscamente; nada de caricias ni de calentamiento previo, así, a saco, como si se tratase de una mujer de trapo. Ella debía de estar sufriendo, pero fingía un infinito placer.
Benedetto estuvo más de media hora galopando y cuando triunfó se bajó de golpe de su yegua. Tras besarla, cayó a su lado, durmiéndose enseguida con la profundidad de un océano. Entre babas del hombre, náuseas de un estómago alcoholizado y manchado por la semilla de aquel despojo humano, la mujer lo miraba de soslayo, tratando de esbozar una sonrisa que justificase la afrenta y regocijase su estado: insatisfecha, sucia y triste de total desamparo. Después de ponerse una por una sus prendas, que descansaban esparcidas por el suelo, trató de despertar a Benedetto. Su luz apagada confirmó para lo que yo había venido: parecía dormido, pero agonizaba.
—¡Bene, Bene, despierta! —le rogaba ella sin que por parte de su partenaire