Magia en el mar . Maureen Child
que Joe y los niños salieran de su escondite.
–Es una broma.
–¿Por qué iba a bromear?
La puerta se abrió y ahí estaba Maya, mirándolo.
–¿Por qué no iba a traerse a su familia como apoyo para enfrentarse a ti? –preguntó Maya.
–¿Apoyo? –Sam se sacó las manos de los bolsillos, se cruzó de brazos y miró al reflejo exacto de Mia–. ¿Por qué narices iba a necesitar apoyo?
–¡Como si no lo supieras! –contestó Maya con brusquedad–. Y te voy a dar otra noticia: mamá y papá también están aquí y no están muy contentos.
Sam miró a Mia.
–¿Tus padres están aquí?
Ella levantó las manos con gesto de impotencia. No había invitado a su familia a acompañarla al viaje, simplemente había cometido el error de contarle a su gemela lo que tenía planeado y Maya había hecho el resto. Su familia estaba cerrando filas para protegerla y evitar que volvieran a hacerle daño.
–¿También están aquí Merry y su familia? ¿Primos? ¿Amigos?
–Merry no se fiaba de lo que pudiera hacer al verte –respondió Maya.
Gracias a Dios que Merry, su hermana mayor, hubiera decidido quedarse en casa con su familia porque de lo contrario las cosas se habrían puesto mucho más feas. Resultaba reconfortante ver que al menos un miembro de su familia era sensato.
–Maya –dijo Mia con un suspiro–, no estás ayudando. Cierra la puerta.
–Vale, pero estaré escuchando de todos modos –advirtió y cerró la puerta con tanta fuerza que el sonido resonó por el pasillo.
–Merry se ha quedado en casa para ocuparse de la panadería. La Navidad es nuestra época de más trabajo.
–Sí, lo recuerdo.
–Siempre estamos muy ocupados estos días –continuó como si él no hubiera dicho nada–. Mi madre y mi padre irán hasta Hawái, pero luego volarán a casa desde allí para ayudar a Merry.
–No lo entiendo.
–¿Qué parte?
–No entiendo nada –Sam la agarró del brazo y la apartó de la puerta porque sabía que Maya estaba escuchando todo lo que decían–. Sigo sin saber por qué estás aquí y por qué pensaste que necesitas un ejército para hablar conmigo.
–No es un ejército. Solo es gente que me quiere.
Se soltó el brazo porque el calor que le estaba produciendo su mano resultaba toda una distracción. ¿Cómo iba a centrarse en lo que había ido a hacer allí cuando él era capaz de disolverle el cerebro con tanta facilidad?
Y esa era precisamente la razón por la que su familia la había acompañado.
–Tenemos que hablar.
–Sí, eso ya me lo había imaginado –respondió él mirando hacia la puerta aún cerrada.
Estar tan cerca de Sam estaba despertando todo su interior y sabía que iba a necesitar a su familia como parapeto porque su impulso natural era acercarse a él, rodearlo por el cuello y acercarle la cara para que le diera uno de esos besos que había estado anhelando los últimos meses… e intentando olvidar.
Pero eso no solucionaría nada. Seguirían siendo dos personas vinculadas solo por un papel. Nunca habían estado casados del modo en que lo estaban sus padres. Los Harper eran una unidad, un equipo en el mejor sentido de la palabra.
Sam y ella, por el contrario, habían compartido una cama pero poco más. Él siempre estaba trabajando y cuando no estaba en el trabajo, estaba o encerrado en su despacho repasando documentos y haciendo llamadas o de viaje para reunirse con clientes y constructores de barcos y… con cualquiera menos con ella.
La pasión aún bullía entre los dos, pero Mia había aprendido por las malas que una vida no podía edificarse sobre el deseo. Necesitaba un marido con quien poder hablar y reír, y eso ellos apenas lo habían hecho. Quería un hombre que no estuviera oprimido por sus propias normas internas y Sam no sabía ser flexible. No sabía ceder.
Ella lo había intentado. Había luchado por su matrimonio, pero se había rendido al darse cuenta de que era la única que lo estaba haciendo.
Si Sam se hubiera mostrado dispuesto a trabajar en su matrimonio, aún seguirían juntos.
–Vale, pues hablemos –dijo él mirando aún hacia la puerta con recelo como si esperara que Maya fuera a aparecer en cualquier momento–. Pero no aquí donde Maya pueda oír todo lo que decimos… –se quedó pensativo y añadió–: Por cierto, ya de paso, tengo que reunirme con parte de la tripulación y comprobar unas cosas…
Ella suspiró.
–¡Cómo no!
–Sabes que hago estos cruceros para reunir la información que necesito sobre cómo están funcionando nuestros barcos.
–Sí, lo recuerdo –y recordaba los cruceros que habían hecho juntos después de casarse, uno a las Bahamas y otro a Panamá. Y en ambos solo había visto a su marido por la noche, en la cama. Viajar con Sam, un adicto al trabajo demasiado ocupado, había sido como viajar sola–. Por eso estamos aquí. Sabía que vendrías.
Él se rio.
–¿Aun sabiendo que odio los cruceros navideños?
–Sí, porque eso te ayuda a evitar tener que estar en casa pasando unas «no Navidades».
Sam odiaba la Navidad.
Durante la celebración de su boda se había visto rodeado de hojas de acebo, flores de Pascua y guirnaldas de pino, y después había accedido a que Mia pusiera en casa un árbol, luces y una guirnalda, pero de no haber sido por ella, en su casa no se habría celebrado la Navidad.
Por el contrario, la familia de Mia comenzaba la temporada navideña el día después de Acción de Gracias. Ponían las luces y villancicos, compraban y envolvían los regalos, y sus sobrinos escribían a Santa Claus.
Había intentado que le contara por qué odiaba tanto esas fiestas, pero como era de esperar, Sam no le había dicho nada. ¿Y cómo podía llegar hasta un hombre si cada vez que traspasaba sus muros él los construía más altos?
Por todo ello había sabido que Sam haría el crucero para evitar estar en una casa carente de alegría navideña. No le había visto mucho sentido hasta que se había dado cuenta de que, aunque para él la decoración navideña no significara nada, una casa desprovista de esos adornos le haría recordar que era distinto a la mayoría de la gente; que había elegido vivir en un mundo gris mientras los demás estaban de celebración.
–Estos cruceros se reservan con meses de antelación. ¿Cómo has conseguido suites para toda la familia?
–Mike se ha ocupado.
–¿Mike? ¿Mi propio hermano?
–Me estaba ayudando, no traicionándote. Espero que ahora no la pagues con él.
–¿Qué crees que le haría? –le preguntó indignado.
–¿Quién sabe? ¿Volar hasta Florida y arrojarlo al océano? ¿Pasarlo por la quilla? ¿Encerrarlo en una mazmorra? ¿Encadenarlo a un muro?
Él abrió los ojos de par en par y soltó una carcajada.
–Vivo en un ático, ¿lo recuerdas? Y por desgracia no viene equipado con una mazmorra.
Sí, claro que recordaba el ático: espectacular y con unas vistas increíbles del océano al otro lado de una pared de cristal. Aunque también recordaba haber pasado demasiado tiempo sola en ese lujoso y espacioso lugar porque su marido había preferido sumergirse en el trabajo.
Ese recuerdo la ayudó a no flaquear.
–Bueno,