Danza y peronismo. Eugenia Cadús
primer peronismo, considerando que el Ballet Estable se crea en 1946.
En la Argentina, la práctica de la danza escénica estuvo ligada desde sus inicios a la elite intelectual y social.4 Por ello, en este trabajo observo las posibles repercusiones que la política de “democratización del bienestar” (Torre y Pastoriza, 2002) planteada por el peronismo generó en la danza escénica. Esta planificación promovía el acceso, antes vedado, de las clases populares a las artes, la cultura, el turismo, la educación y el ocio. En un esfuerzo por la “democratización de la cultura”, el Estado facilitó el acceso a los productos culturales promoviendo diferentes eventos. En estos, así como en la planificación cultural del peronismo, se hizo hincapié en la creación de una identidad cultural nacional, objeto de análisis, en particular, del capítulo 3.
De este modo se impulsó un mayor acceso de la clase trabajadora al consumo de bienes culturales, lo cual generó mayor público tanto para el ballet, que ya estaba legitimado, como para la danza moderna, cultura emergente. A su vez, permitió que la danza escénica se afirmara dentro de las prácticas culturales (Chartier, 1990, 1999, 2003) y consolidara su propia disciplina.
Esto generó dos consecuencias: por un lado, se desafiaron en distintos grados las posturas establecidas de la “alta cultura”, con la que se identificaba la producción estética de la danza escénica, y las de la “baja cultura” o las culturas populares (Zubieta, 2004; Chartier, 2003; Martín-Barbero, 1987, 2002; De Certeau, 2000, 2009; Grignon y Passeron, 1991); por el otro, la danza escénica participó de las políticas culturales del primer peronismo, viéndose beneficiada pero sin modificar sus parámetros estéticos que también le permitían formar parte de las “formaciones intelectuales” (Williams, 2000). De todos modos, habrá excepciones y prácticas contrahegemónicas. Se produce así un debate que debe ser estudiado tanto artística como ideológicamente.
Para ello, en primer lugar, cabe definir el objeto de estudio: la danza escénica como acto teatral. La danza en cuanto acontecimiento escénico, con prevalencia de finalidades artísticas, es el objeto de análisis de este libro. Allí se evidencian las mayores tensiones, acuerdos y desacuerdos entre cultura de elite y culturas populares.
En consecuencia, y solo con el fin de acotar el objeto de estudio –sin ánimo de imponer esta categoría por sobre otras danzas–, el presente libro se dedica a analizar la danza escénica, con sus fines, espacios, genealogías, cánones e interlocutores. Esta categoría se distinguiría, siguiendo el planteo de Jan Mukařovský (1977), de aquellos objetos o procesos en los que las funciones religiosa, erótica, práctica, mágica, etc., sean dominantes. Por el contrario, en estos objetos y procesos prevalece la “función estética”, aunque preferiría llamarla “poética”,5 lo que no quiere decir que no tengan también otras funciones en sí. De este modo, me resisto a establecer un límite entre arte y no-arte, entre lo “estético y lo extraestético” (Mukařovský, 1977), y así complejizar el modo de entender las prácticas dancísticas y de la danza escénica en particular.
En este sentido, se considera habitualmente el inicio de la danza escénica, y en particular del ballet, en 1661, cuando se creó la Academia Real de Música y Danza en Francia bajo el régimen absolutista de Luis XIV. Así, desde su origen, la danza escénica estuvo ligada estéticamente a la ideología dominante, hegemónica, de la clase alta –en este caso monárquica–, y dependía de las políticas estatales. Los movimientos del ballet, la técnica que propiciará el control de los cuerpos, y las producciones escénicas van a estar diseñados para representar el poder (Franko, 1993; Melzer y Norberg, 1998). Sin perder de vista este origen y teniendo en cuenta que la danza escénica es una práctica artística no escindida ni autónoma del mundo social,6 me propongo analizar las relaciones de la danza escénica local con la sociedad y el Estado.
No obstante, no es mi intención homogeneizar ni a todas las danzas bajo la categoría de danza escénica, ni tampoco suponer que esta última es una categoría dada, definida y establecida. Por ello, por ejemplo, incorporo a esta categoría al folclore escénico, como se verá en los capítulos 1 y 3, cultura emergente de la época que representó una disputa por la hegemonía. En sus obras y artistas se observa una cultura de oposición que muestra las disputas simbólicas y culturales de la época.
Existe en la historiografía de la danza local el posicionamiento de que la danza escénica (ballet, danza moderna y danza contemporánea) –que homogeneiza a todas las danzas– es una implantación en nuestro país y las apropiaciones de estos lenguajes artísticos solo serían graduales. De este modo, se presenta un debate entre lo supuestamente universal y lo local. Esta postura conlleva dos presupuestos: por un lado, que lo local sería solo aquello que refiere a una identidad nacional propia y distintiva; y por el otro, que el “campo”7 o la práctica de la danza no estaría conformada. Según esta perspectiva, existirían intentos de una “danza argentina” solo cuando se produce una mixtura con el folclore, y se compara la producción local con aquella de un centro legitimado (Estados Unidos o Europa). Como demostraré en este libro, pero particularmente en el capítulo 1, estas presuposiciones son erróneas y no están sustentadas en una investigación empírica.
Esta estructura de “primero en Europa y luego en otro lugar” es la base de la temporalidad histórica propuesta por el historicismo. Por lo tanto, se propone al tiempo histórico como una medida de distancia cultural y desarrollo institucional entre Europa y el resto del mundo. De este modo, desde un punto de vista estético, la idea de “pasado de moda” refiere a la idea de subdesarrollo y de dependencia (Barba, 2017). Como se verá en los distintos capítulos, esta idea subyace a las concepciones establecidas sobre la danza escénica argentina de los años 40 y 50, aunque demostraré que son lecturas hechas bajo este prejuicio y no se condicen con la información recabada.
En respuesta a estos planteos establecidos en la historiografía local, utilizo la categoría de “danzas argentinas” para referirme a la práctica local, o simplemente “danza escénica argentina” para acotar el objeto de estudio específico al que me dedico. Mientras que proponer una “Danza” con mayúscula resulta una estrategia homogeneizadora, totalizante y representante de intereses políticos, sociales y económicos de dominación, considero que hablar de “danzas” con minúscula y en plural puede incluir nuevas fuentes y nuevos sujetos de la historia. De todos modos, este cambio debe ser epistemológico y no meramente de enunciación. La categoría “danzas argentinas” a la vez discute con la establecida noción de “Danza en Argentina” en la que la preposición “en” implica una identidad basada en la danza concebida como una importación colonial y evita definir lo que Walter Mignolo (2010) denomina como locus de enunciación.
Por medio de esta narrativa establecida en la historiografía local se invisibilizan caminos, archivos, repertorios, patrones, historias, agentes, voces y cuerpos. Por el contrario, es mi intención en este trabajo mostrar otra periodización, otras genealogías y otros modos de entender ciertas categorías establecidas en un ejercicio de “desenganche” y “desobediencia” epistémico (Mignolo, 2010).
Algunos comentarios acerca del trabajo de investigación en danza escénica
A lo largo de la presente investigación trabajo con tres ejes de análisis, centrales a cualquier práctica artística: la producción, la obra y la recepción. El primero constituye el ámbito en el que participan los bailarines y bailarinas, los coreógrafos y coreógrafas, los directivos de las instituciones oficiales y no oficiales, y todo aquel que forma parte de la producción material de una pieza escénica –técnicos, escenógrafos, vestuaristas, productores, empresarios, etc.–, pero también aquellos que participan de la producción simbólica, por ejemplo, los intelectuales.
El segundo eje, el que corresponde a la obra en sí misma, constituye una representación, en el doble sentido que plantea Roger Chartier (1999) siguiendo a Antoine Furetière: por un lado, la representación muestra una ausencia, por medio de un signo hace ver un objeto ausente, lo sustituye, conforma un conocimiento mediato; y por el otro lado, la representación exhibe una presencia, es una representación simbólica, postulando una relación descifrable