Terriers. Constanza Gutiérrez

Terriers - Constanza Gutiérrez


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nuestra pieza de hotel, apuradas por ir a la fiesta. Mi mamá estaba enojada porque, según ella, el bus se había demorado demasiado en llegar a Pica y todavía nos faltaba tomar una van a La Tirana. Quizás nos perderíamos el momento en el que sacan a la virgen a pasear por el pueblo, a las doce de la noche. Hasta ahí yo no entendía su interés y ansiedad, pero una vez allá tuve muy claro por qué habíamos viajado tantas horas: las luces, los tambores, la gente llorando. Es fácil excitarse con el sonido constante y pausado de un bombo o con una flauta que suena a lo lejos. Es el anuncio de que algo va a pasar. También un encantamiento, un conjuro, como repetir muchas veces el nombre de ese niño de ojos bonitos del 4°C antes de dormir, a ver si se cumplía el deseo.

      En cuanto a la sensación de pertenecer a algo, supongo que era mi primera vez. Mi mamá, olvidando su indiferencia usual, estaba sobrecogida. Pude tomarle la mano y me la apretó fuerte. Me ofreció una empanada y le dije, solo por darle en el gusto, que quería probar la calapurca, esa especie de carbonada de llama de la que me hablaba desde que era niña. Entonces acordamos almorzar calapurca al otro día, para no perdernos nada de la fiesta en ese momento; por mientras me comí una empanada de queso.

      El calor era bochornoso y la gente se apelotonaba en la explanada frente a la iglesia. La canción me la habían enseñado en el colegio y me alegró saberla: “Pampa desierta nortina, ha florecido un rosal/ llegan de todos lugares, su manda deben pagar./ Es día 16 de julio, sale la reina a pasear/ Saludando al peregrino que la viene a venerar”.

      –Esta yo me la sé en flauta, mamá.

      –Qué bueno, hija –respondió mirando para cualquier lado.

      Logramos entrar a la iglesia después de hacer una cola muy larga. Al mirar para arriba, veías un cielo azul repleto de estrellitas doradas de todos los portes. La fila era tan larga que, de puro aburrida, descubrí que en realidad solo había estrellas de tres tamaños distintos, pero igual lograban el efecto de inmensidad. No estaba segura de poder preguntarle a mi mamá qué habíamos venido a pedir y, de todas maneras, ella me ignoraba como nunca, así que estuve especulando un buen rato. Me debatía entre si no me quería más, o si quería a mi papá de vuelta en la casa, o muerto. Parecen deseos muy contradictorios, pero con mi mamá nunca se sabía.

      Ese año habían puesto un vidrio ante la “Chinita”, como llaman a la virgen, para evitar el contagio de la influenza. Junto a ella, un hombre limpiaba con desinfectante cada vez que algún fiel excitado besaba el vidrio. Decidí que, entre saber y no saber, siempre era mejor no saber, y no quise ni mirar a mi mamá mientras musitaba algo frente a la imagen. Preferí jugar a que podía separar la música de cada una de las diabladas y distinguirlas, aunque no tuviese caso. Cuando salimos, mi mamá ya estaba de mejor humor.

      Los hombres con máscaras de diablo corrían rápido y saltaban con gran aspaviento, mientras las chicas se movían lento y suave. Eran coquetas. Una luz saltaba de acá para allá y un hombre bailó muy cerca de mí, pero su máscara no logró asustarme. No tienen que dar miedo, se supone: la gracia de su baile es la persuasión. Tienen que atraparte con sus luces, alejarte del arcángel que baila en el medio y llevarte del lado del mal. Un niño boliviano me saludó en inglés y le contesté en castellano. Mi mamá lloraba, despacito, y yo también me hubiese puesto a llorar. El olor a distintas comidas se mezclaba en el aire, que estaba tan denso, y me gustó ver a los niños de mi edad sentados con sus trajes, esperando que les tocara bailar, tomando café para no quedarse dormidos. Seguro era la única vez en el año en que se les permitía tomar café. Le hubiese conversado a todos, pero soy muy tímida y apenas sonreí. Era como si el tiempo no corriera: siempre había un baile que ver.

      Caminamos mucho rato por las calles aledañas a la iglesia y fue ahí cuando los vi por primera vez: dos hombres morenos con una niña muy chica, un poco gorda y tan rubia como yo. Uno se acercó a mi mamá para preguntarle la hora, pero mi mamá siempre trae el reloj de pulsera malo y no supo decirle. Luego nos fuimos al mercado, un laberinto de malla y nylon donde vendían ropa, zapatillas falsificadas, comida, peces de colores y jugos de todas las frutas imaginables. Nos alejamos un poco del comercio y la multitud y, frente a una de las muchas fogatas que había por todas las callecitas, mi mamá encendió un cigarro que no olía a tabaco. Me contó cómo había crecido bailando la diablada por la manda de una tía abuela que ni conocía y tenía cáncer. Luego se había curado y murió de un infarto. Me dio risa el esfuerzo vano, pero me aguanté. Al frente, los hombres junto a la fogata nos miraban intrigados. Era evidente que ellos se parecían mucho más a mi mamá de lo que me parecía yo y eso que ellos no eran parientes. Supongo que mi mamá estaba pensando lo mismo, porque salió de la nada con que ella nunca imaginó que iba a criar una hija en Niebla. Entonces le pregunté qué se sentía crecer viendo solo beige.

      –No sé, ¿qué se siente crecer en el sur, viendo verde?

      –Mmm... selvático, como El Rey León.

      Se rió.

      –Nunca pensé que iba a tener una hija en Valdivia. Tú nunca debes haber pensado dónde van a nacer tus hijos, ¿o sí? Nadie se pregunta eso antes.

      Casi se pone a llorar de nuevo cuando dije que yo creía que, en realidad, nunca pensó que iba a tener una hija, daba lo mismo la ciudad. Apagó el pito, agarró su bolso y volvimos a la fiesta. No hablamos más en toda la noche, solo miramos a los grupos bailar.

      * * *

      Al otro día dormimos hasta tarde. Nos bañamos en una ducha con muy poca presión y volvimos al pueblo a buscar la calapurca prometida. En un local de la feria, rodeadas de mallas azules y mesas con manteles de plástico, nos sentamos a compartir un plato. El local estaba casi vacío (era muy tarde para desayunar, pero muy temprano para el almuerzo) y la tele pasaba, a todo volumen, videos de cantantes bolivianos. Un niño alto, flaco y moreno y una chica gorda y bonita se sentaron unas mesas más allá y pidieron por favor que apagaran la tele. Ella traía una guitarra y él una melódica. Mi mamá y yo seguimos comiendo, en silencio, mientras ella tocaba la guitarra y él, con la melódica a un lado, sin tocarla, desafinaba una cumbia que repetía los mismos versos todo el rato: “Chiquita linda, cómo te quiero / chiquita linda, cómo te extraño”. Vi pasar a la mujer del bus, que aún traía la misma ropa (la polera ya casi no era verde, toda empolvada), pero fingí estar muy concentrada en el plato, por si llegaba a vernos. Mi mamá no se dio ni cuenta.

      Fue esa noche cuando volví a encontrármelos. La niña chica fue la que se nos acercó esta vez, mientras mirábamos a los caporales rojos. Me extendió su mano regordeta con un baboseado alfajor que daba un poco de asco, pero se lo recibí igual. Andaba con uno de los hombres, el más alto, que conversó con mi mamá cosas sin importancia. No sé si ella lo recordaba, si sabía que era el mismo hombre que nos había preguntado la hora el día anterior. Descubrieron que habían estudiado en el mismo liceo, en años distintos, y aunque se suponía que ya nos íbamos porque estábamos cansadas, mi mamá aceptó ir con ellos a su camping.

      El camping estaba como a cinco cuadras del centro y Carlos, nuestro nuevo amigo, se repartía junto a sus amigos y la niña chica, que se llamaba Paulita, entre dos carpas azules. Si visitabas a la dueña del camping discretamente y antes de que cayera la noche, podías conseguir con toda seguridad una botella de ron o de pisco, y también la Coca-Cola correspondiente. Si lo que querías, en cambio, era fumar pitos, era el hijo de la dueña quien, en su casa al final del terreno, podía proporcionártelos por un inflado precio. Mi mamá y sus nuevos amigos quisieron comprarlo todo. Carlos le dijo que no se preocupara por mí, que podía acostarme en la carpa más chica con la Paulita. Ella y yo nos sentamos junto a la parrilla del hijo de la dueña que cocinaba unas longanizas, a mirar cómo nuestros papás tomaban cerveza. No teníamos mucho de qué hablar, la Paulita iba en segundo básico y yo en sexto. Pasamos mucho rato dibujando en la tierra, a la luz de un foco y con una ramita, todos los pokemones que conocíamos. Desde que yo los había dejado de ver, en quinto básico, habían aparecido muchos más, o la Paulita me inventó un montón que nunca habían existido.

      El coqueteo de mi mamá y Carlos era evidente, ¿cuándo había estado tan sonriente? Pero eso lo veo hoy, entonces solo parecía la exaltación y alegría de la fiesta, de estar de nuevo en su tierra, de tomar cerveza y comer longanizas con estos


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