Retales de sus vidas. David Masobro
dulces son a mi paladar Tus palabras! Sí, más que la miel a mi boca (Salmo 109,103)
Hace ya algunos años un monje benedictino me explicó una pequeña historia de cuando era niño. Hacía poco tiempo que había terminado la Guerra Civil Española. Sus padres eran pobres y apenas tenían dinero para alimentar a sus hijos. El monje me explicaba que pocas veces le regalaban caramelos, pero que, cuando le daban uno, era un día de fiesta mayor. Recordaba que cuando tenía el dulce en sus manos, abría con ilusión el envoltorio, se lo ponía en la boca, lo saboreaba unos minutos y lo volvía a envolver. De este modo el caramelo podía durar un día entero. Y durante muchas horas permanecía el sabor de aquella golosina en la boca de aquel niño.
«Pues lo mismo pasa –me decía aquel monje– con la Palabra de Dios en nuestro corazón». Cuando la leemos con atención, la meditamos y hacemos oración de ella, nos queda durante todo el día su aroma de paz, alegría y amor.
Relata el cura de Ars que un día encontró en su parroquia a un campesino que llevaba más de una hora rezando delante del Sagrario. Cuando el sacerdote le preguntó qué hacía allí tanto rato, este le respondió: «Yo le miro, Él me mira, y los dos somos felices».
La oración puede abrir una nueva dimensión a nuestra existencia. La vida es un sueño profundo en el que el hombre se abandona entre las manos de Dios. Cada día podemos ponernos en presencia de Dios y ofrecerle nuestras alegrías y penas de la jornada. El instante más pequeño de nuestra vida, Dios puede convertirlo en algo maravilloso, si se lo damos de corazón.
Termino con una adaptación de un escrito del poeta Hafiz, que nos puede ayudar a empezar la mañana y animarnos a orar más:
«Aquella mañana, cuando comencé a despertarme, apareció de nuevo ese sentimiento de que Tú, Amado, habías estado velándome y mirándome toda la noche. Amanecí con ese sentimiento y, tan pronto como comencé a despertar, besaste con tus labios mi frente y encendiste una lámpara sagrada en mi corazón».
8. Un hombre bueno
Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre (Juan 6,51)
No puedo hablaros de mi amigo como un hombre docto ni erudito. No puedo hablaros de él como alguien que hablara con brillantez, que fuera capaz de atraer a las masas ni que irradiara un magnetismo irresistible. Solo puedo deciros de mi amigo Joan que era un hombre bueno.
Joan fue niño durante la terrible Guerra Civil Española. Siempre recordaba cuando subía al terrado de su casa con imprudencia de niño a ver como los aviones lanzaban sobre Barcelona su carga de horror y muerte.
Sufrió el hambre de la posguerra y estudió para sacerdote cuando en el Seminario vivían casi trescientos jóvenes. De sus años en el Seminario me contaba a menudo una anécdota que me hizo pensar…
Mi amigo Joan me relataba que dormía en una pequeña habitación que estaba en la parte más alta del Seminario. La estancia, junto con la de sus compañeros, era parte de un laberinto formado por una colmena de pequeñas celdas sin techo. Las habitaciones eran modestas y sencillas, apenas tenían una cama y una mesita.
El ambiente de aquella colmena era piadoso y alegre, oscurecido a veces por la añoranza de la familia y por la escasez de la comida. Eran tiempos de estudio, de oración y de escucha atenta de la Palabra.
Un día leyeron el texto del libro del Éxodo en que Dios envía el maná a su pueblo: «Entonces el Señor dijo a Moisés: Voy a hacer que os llueva comida del cielo…». El texto fue para muchos seminaristas tan solo una anécdota curiosa. Otros, más piadosos, lo relacionaron con la Eucaristía. Solo uno de ellos obtuvo del fragmento un provecho inesperado…
Ese domingo por la tarde, cuando algunos seminaristas regresaban de casa de sus padres para continuar su formación en el Seminario, vieron algo inesperado. Algo caía del cielo. Era blanco… Se trataba de paracaídas construidos ingeniosamente de los cuales iban atados grandes trozos de tortilla de patatas.
Uno de los seminaristas, que volvía de la granja de sus padres, meditó la palabra y la puso en práctica. Como dice el papa Francisco, la palabra pasó de su mente al corazón y del corazón a las manos.
Aquel fue el pan que el Señor les dio como alimento aquel día. Gracias, Mn. Joan, por compartir tu sabiduría sencilla. Siempre la llevaré en el corazón.
9. Llueve
Venid benditos de mi Padre […] porque estaba enfermo y me visitasteis (Mateo 25,34.36)
Llueve y hace sol. Los rayos del sol iluminan y van secando la calle. Las hojas de los árboles están llenas de pequeñas gotas, brillantes y redondas como perlas. La gente sale de nuevo de las tiendas, de los bares, de sus casas y de los porches. Todos miran al cielo, aunque sea fugazmente.
Cuando bajo la calle que me lleva a casa, una pequeña gota fugitiva moja mi cara y yo sonrío, sorprendido y agradecido. Cerca del bar donde tomo el café al mediodía hay un hombre en una silla de ruedas. Se trata de una silla de ruedas eléctrica, de estas que se conducen con un pequeño mando. Sin embargo, el hombre parece apurado. Su semblante es tenso y sus ojos brillan, como si estuviera a punto de llorar.
En el momento en que paso delante de él, el hombre llama mi atención. Me acerco y me dice con voz bajita y ronca: «Disculpa, ¿me podrías poner bien los pies?». Y es entonces cuando veo que los tiene fuera del reposapiés. Me arrodillo y se los pongo en su sitio. Y el hombre me dice en voz baja: «Acércate». Entonces, como María a los pies de Jesús, me agacho y pongo mi oído cerca de su boca, como el que espera que su Maestro le diga algo importante. Él me dice entonces: «¿Sabes que dice el papa Francisco? Que quien ayuda a un enfermo, ayuda al mismo Cristo»…
Nos miramos los dos agradecidos y, sin decir nada, nos separamos… Sigo mi camino a casa no sin antes girarme un instante. Es en ese momento cuando veo que hay un hombre bajito que nos mira. ¿Habrá visto toda la escena? ¿Habrá oído las palabras de mi Maestro?
Cuando abro la puerta de casa no puedo dejar de decirte: Señor, quiero ir contigo en compañía de los que lloran. Que como a ti, buen Jesús, se me vaya el corazón hacia los pobres; ya que solo en el encuentro con ellos hallaré la fe y la alegría.
10. Si algún día ya no nos recuerdas
¿Acaso olvida una mujer a su niño, sin dolerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque esas personas se olvidasen, yo jamás te olvidaría (Isaías 49,15)
La semana pasada, cuando mi mujer y yo fuimos a ver a nuestro amigo Juan al hospital psiquiátrico nos llevamos una sorpresa. Juan dijo que no nos conocía… Incluso preguntó nuestros nombres cuando intentamos hacerle memoria de nuestra amistad de casi cuatro años…
Nada… Nada… Y del fondo de esa nada, nació esta carta:
Querido Juan:
Te escribo esta carta por si algún día cuando te vayamos a ver ya no nos recuerdas. Te escribo estas letras por si algún día, la enfermedad cubre todos los rincones de tu mente como una terrible niebla, como una bruma amarga.
Que estas palabras que ahora resbalan de mi pluma como lágrimas sirvan para decirte que un día fuimos amigos. Recuerdo que nos esperabas los sábados por la tarde sentado en un banco del jardín y que te alegrabas de vernos. Un día, incluso saltaste de alegría apenas nos viste entrar en el hospital.
También vienen a mi memoria como viviste la repentina muerte de tu compañero, con el que compartías soledad, alegrías, penas y las pocas monedas que gastabas cada día en bocadillos y algunas chucherías. Recuerdo lo que sufriste por la muerte del que tú llamabas «hermano de hospital». No era de tu familia, pero su presencia sencilla y callada aligeraba en ti la pesadumbre del vivir.
Quisiera volver a rememorar contigo el día en que nos quisiste invitar a palomitas y patatas fritas. Gracias, Juan, por tu generosidad. Compartiste con nosotros lo que tenías para aquel día. Fue para nosotros como vivir la alegría del «banquete del Reino».
No sé si la niebla se retirará un día de tu mente, pero creo